Este caso de la masacre de La Chinita tuvo grave impacto humanitario en la región de Urabá, con sus 35 víctimas fatales fue la masacre de mayor magnitud en número de víctimas del centenar de ellas ocurridas en la región de Urabá entre los últimos 80 y los primeros años 2000. Por tanto, resulta significativo retomar elementos de contextualización histórica sobre lo sucedido y poner de presente la valiosa experiencia de memoria histórica colectiva realizada por este colectivo de víctimas, lo cual le ha posibilitado un importante reconocimiento y posicionamiento. Producto de ello, si bien existen situaciones de impunidad ante la justicia, ausencias en el esclarecimiento en respuesta al derecho a la verdad y demandas vigentes con relación a la reparación debida, con sus esfuerzos y exigencias han tenido varios logros al respecto ante el Estado, ante los responsables y han logrado solidaridad y apoyo de amplios sectores de la sociedad y la propia institucionalidad.
Guerra, violencia sociopolítica y crisis humanitaria en Urabá en las décadas pasadas
Una particularidad de Urabá en los años ochenta fue la relación entre luchas sindicales, campesinas y sociales del ámbito popular, con los partidos de izquierda que sufrieron violenta represión y con proyectos insurgentes que buscaron canalizar las justas demandas sociales no resueltas por el Estado, dando lugar al fortalecimiento de las guerrillas EPL y FARC EP. A la vez, en medio de intensas conflictividades de todo orden, el Estado actúo con sesgo claro en favor de sectores de las élites del poder institucional y social, de empresarios bananeros, ganaderos y comerciantes y de los partidos políticos tradicionales. En tal contexto, la acción contrainsurgente de la fuerza pública y otras instancias oficiales se articuló con el paramilitarismo y sus dinámicas de violencia extrema contra la población y de articulación con sectores del narcotráfico. Así, reconocidos narcotraficantes se hicieron hacendados ganaderos, inversionistas importantes y parte activa de la alianza entretejida entre lo legal e ilegal que promovió la violenta incursión paramilitar en la región.
Alta conflictividad y violencia en el contexto previo a la masacre de La Chinita
Urabá es una región estratégica, puerto marítimo internacional con salida a los dos océanos, de inmensa riqueza ambiental y presencia histórica de pueblos originarios, comunidades afrocolombianas y campesinas. El enfoque de desarrollo impuesto desde autoridades del poder estatal nacional, seccional y local, dieron lugar al fomento de olas de colonizaciones campesinas que implicaron devastación de selvas y bosques y despojos y desplazamientos progresivos de las comunidades indígenas de sus territorios. De forma que las comunidades campesinas conseguían acceso a la tenencia de la tierra, pero de forma que eran progresivamente despojadas de ellas de diversas formas -legales e ilegales, comerciales y violentas-, dando lugar al proceso de alta concentración de tierras en beneficio de la ganadería extensiva en algunas zonas y del predominio en la parte central de la región de la agroindustria bananera de exportación.
De tal forma, desde mediados del siglo pasado se impuso en Urabá la agroindustria bananera, con empresarios extranjeros siendo predominante la presencia de la United Fruid Company y la de empresarios antioqueños procedentes de Medellín que se hicieron de forma pronta terratenientes cultivadores y copartícipes de la exportación bananera. La agroindustria bananera se impuso como economía de enclave, sus empresas realizaban la producción y exportación de la fruta con poca regulación del Estado, salvo las orientadas a concederles beneficios, permitiéndoles por décadas, ejercer la más cruel explotación del trabajo en condiciones indignas e ilegales y el ser copartícipes de la violencia antisindical que también comprometía la actuación estatal. Entre tanto, campesinos e indígenas resistían al despojo y exigían el acceso a la tierra desde zonas periféricas o de montaña de la región.
En Urabá se acentuaron desde los 70 hasta los 90 intensos conflictos sociales, políticos y armados
En este amplio período se presentaron en Urabá fuertes luchas sindicales contra la situación referida lideradas por Sintrabanano y Sintagro. Ante el modelo latifundista fue notable la lucha campesina agrupada en la ANUC. Al campesinado despojado o desposeído se agregó la masiva migración de trabajadores de regiones colindantes a la zona, sin garantías de ubicación ni servicios públicos, emergieron movimientos sociales populares viviendistas y de reclamos acceso a servicios y derechos, dando lugar a invasiones o tomas de terrenos –rurales y urbanos-, que dieron lugar al surgimiento de barrios populares y crecimiento de los cascos urbanos en los municipios. Ante la hegemonía en el poder político y la administración pública de los partidos Liberal –mayoritario– y Conservador –minoritario–, representando los intereses de la élite económica y política regional, consiguieron fuerte influencia campesina, obrera y en el ámbito popular el PCC y el PCC ML y cierta presencia discreta de otras vertientes de izquierda.
Las políticas de Estado y gubernamentales, de clara inclinación clasista, priorizaron la infraestructura pública y los beneficios institucionales a favor de las economías preponderantes, a la vez que se orientaron a la negación de los derechos políticos y sociales reclamados y violentamente reprimidos por parte de los movimientos sociales de exigencias de derechos y de las vertientes políticas de izquierda. En este contexto, emergieron y consiguieron apoyo y amplio despliegue las guerrillas, situación que llevó a escalar las condiciones del conflicto bélico en la región. Frentes del EPL y las FARC EP confrontaron a la fuerza pública y realizaron presiones y ataques contra los sectores empresariales. Y desde la contrainsurgencia, más allá de las confrontaciones de las FFAA con las guerrillas, el despliegue paramilitar conllevó la estrategia de “guerra sucia” contra la UP, el Frente Popular, las dirigencias sindicales, campesinas y sociales del ámbito popular.
El autoritarismo y el militarismo frustraron el proceso de paz con el EPL y las FARC EP en los 80
En Urabá se consolidó un contexto en los años 80 de autoritarismo gubernamental, abuso empresarial, violencia antisindical y restricción de derechos de la población, lo cual llevó a las organizaciones sindicales y sociales a actuar prácticamente en condiciones de clandestinidad, a sabiendas de que estaban expuestas a la acción represiva estatal, paraestatal, patronal y de los grandes hacendados. El hecho de que los sindicalistas y otros movimientos sociales populares tuvieran que actuar bajo sistemática y violenta persecución, favoreció el acercamiento y las simpatías de sectores obreros, campesinos y populares al discurso revolucionario predicado por el PCC y el PCC ML y al insurgente de las guerrillas EPL y FARC EP; de manera que estas últimas además de sus frentes de guerra rurales promovieron la conformación de milicias locales, rurales y urbanas, con participación de campesinos, trabajadores y otros pobladores[1].
Sin embargo, sobrevino la posibilidad para la paz con los pactos de cese al fuego, tregua bilateral y paz que suscribió el gobierno del presidente Belisario Betancur en 1984 con la mayoría de las guerrillas a nivel nacional, los cuales tuvieron importante repercusión en Urabá con las dos guerrillas presentes. Paró la guerra, descendió la violencia política y al encontrar cierta posibilidad de actuación cobraron auge las luchas sindicales bananeras y de campesinos, consiguiendo al momento varios logros reivindicativos importantes. En proyección al posible paso a la vida legal, las FARC EP propusieron reformas y promocionaron con éxito el movimiento político Unión Patriótica (UP) con participación del Partido Comunista y amplia convocatoria social. Por su parte, el EPL con el PCC ML propusieron para el logro de la paz convocar a una Asamblea Nacional Constituyente que abocara las reformas necesarias y, desarrollaron una campaña política en su promoción, la cual dio lugar al surgimiento del movimiento político Frente Popular. Estos dos movimientos políticos –UP y Frente Popular- se aliaron y consiguieron en Urabá el respaldo de opinión ciudadana favorable a la paz y a las reformas reclamadas por las vertientes progresistas, de forma que al final de los ochenta desplazaron en las elecciones al partido Liberal del poder político en la mayoría de los municipios de la región.
Sin embargo, la situación cambió negativamente con el cierre de este proceso de paz. La tregua con el EPL se rompió en 1986 y con las FARC EP en 1987, en medio de hostigamiento militar a campamentos guerrilleros en tregua y los atentados y la persecución contra sus vocerías autorizadas. Retornó la guerra a un nivel acentuado y se produjo una violencia sistemática contra la militancia y los simpatizantes del ámbito social de la UP y del Frente Popular, bajo los señalamientos de ser supuestos aliados de las guerrillas. Acción realizada por estructuras paramilitares con permisividad y colaboraciones desde personal y entes de la fuerza pública, que a través de homicidios y sucesivas masacres cobró centenares de víctimas, además de varios miles de familias víctimas de desplazamiento forzado. Entre las víctimas también aparecen alcaldes, concejales y liderazgos notables de estos movimientos de izquierda.
A pesar de la “guerra sucia” se produjeron la Constituyente del 91 varios acuerdos de paz
En medio de la intensificación de la guerra interna Estado-guerrillas, de la expansión de la “guerra sucia” paramilitar y afloró desde las mafias narcotraficantes un terrorismo urbano que causó alto saldo de víctimas civiles, de la Policía y de altos funcionarios, como expresión de rechazo a las extradiciones solicitadas en contra de sus jefes por la justicia de EEUU. En este complejo panorama de guerra y violencias sociopolíticas entrecruzadas, emergió un movimiento estudiantil, que se tornó de mayor espectro social y político, el cual demandó la realización de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991. En estas circunstancias, parte de la insurgencia consolidó o pactó la paz con base en la participación en este proceso constituyente – las guerrillas del M19, el EPL y las milicias regionales PRT y MAQL– y parte persistió en el alzamiento –las FARC EP y el ELN–. Algunas estructuras paramilitares plantearon desmovilizarse y realizaron un repliegue en su actuación. La institucionalidad no impuso las extradiciones e incentivó el sometimiento a la justicia con beneficios penales, al que se acogió parte de la mafia.
En Urabá tuvo notorio impacto y simpatía en la población el acuerdo de paz del EPL. Así, el PCC ML, el Frente Popular y excombatientes de esta anterior insurgencia convergieron en el nuevo movimiento político llamado Esperanza, Paz y Libertad, que pronto consiguió acceso a alcaldías, concejos e influjo social. Por su parte, las FARC EP dinamizaron su plan de guerra incursionando también en zonas que dejaron de ser controladas por el EPL. A inicio de 1992 surgió un grupo rearmado de excombatientes del EPL, en rechazo al acuerdo de paz de esta guerrilla, con la consigna de reconstruirla. Entonces, se fraguó un dramático escenario: la disidencia o rearme de un sector del EPL y las FARC EP, bajo el discurso de que el acuerdo de paz era “una traición a la revolución” emprendieron una progresiva campaña de asesinatos contra los líderes y militantes de Esperanza, Paz y Libertad. A la vez, a pesar del cambio constitucional garantista, bajo responsabilidad estatal se reactivó el paramilitarismo con sus ataques sistemáticos contra la UP y extendiéndolos en el norte de Urabá contra Esperanza, Paz y Libertad.
La UP y “Esperanza Paz y Libertad” víctimas de la violencia desde varios actores del conflicto armado
Esperanza, Paz y Libertad –llamado en Urabá “Esperanza” o a sus integrantes “los Esperanzados”– ejerció una resistencia civilista con denuncias y protestas, pero al hacerse sistemática y prolongada la agresión sufrida por ataques de la “disidencia del EPL” y las FARC EP, surgió desde parte de las personas afectadas un grupo armado con pretensión de autodefensa, llamado Comandos Populares, que derivaron en otro actor del conflicto y que terminó con parte de sus integrantes aproximado o integrado al paramilitarismo, de forma que se sumaron al ataque contra la UP y el PCC, a la vez que las denuncias afirmaban que este grupo tenía apoyos de hacendados y finqueros y permisividad de la fuerza pública. A la vez, la mayoría de las víctimas que cobraban las olas de violencia contra la UP y contra Esperanza eran sindicalistas de Sintrainagro. Y en este contexto, se tensionaron fuertemente las relaciones entre la UP-PCC y Esperanza y entre sus corrientes sindicales y sociales, con mutuas recriminaciones y denuncias de supuestas incitaciones y señalamientos, con repercusiones de los actores armados en su contra.
En tan difícil coyuntura se presentaron esfuerzos para superar la violencia. Mediadores sociales e institucionales animaron un acuerdo logrado en Medellín, en 1993, entre la UP-PCC y Esperanza, el cual hizo una exhortación a todos los actores armados en Urabá para que cesaran la violencia contra estos dos movimientos políticos alternativos. Este acuerdo fue el antecedente para que en 1994 se suscribiera en Apartadó el Acuerdo del Consenso por la Paz en Urabá, el cual contó con la participación de todos los partidos políticos y varios movimientos sociales con presencia en la región. No obstante, no bastaron las exigencias humanitarias y de paz hechas por esta importante convergencia de la sociedad civil. Los homicidios y las masacres continuaron por parte de las FARC EP contra Esperanza y por parte de los paramilitares contra la UP y el PCC. Este fue el contexto bajo el cual se produjo la masacre de La Chinita.
Generalización de las masacres, la de La Chinita tuvo especial significado e incidencia
De manera general, en medio del conflicto bélico y la violencia sociopolítica generalizada en Urabá, entre 1984 y 2004, se registraron más de 47 mil homicidios y 104 masacres, en el eje bananero entre 1991 y 1996 se registraron 18 masacres, siendo la de más magnitud e impacto la llamada “masacre de La Chinita”. “Urabá registró 96 casos (de masacres) y 597 víctimas por masacres presuntamente políticas, lo que equivale a una periodicidad promedio de una masacre cada mes y medio. En sus coyunturas más críticas, una masacre cada mes (1992-1993) y una cada 20 días (1995-1997)”[2].
Autoridades y entes estatales y gubernamentales, la fuerza pública y organismos de seguridad oficiales –por acción u omisión–, los paramilitares en sus varias expresiones hasta conformar las ACCU-AUC, los Comandos Populares, la disidencia del EPL, las FARC EP y sus Milicias Bolivarianas, así como determinados sectores de poder institucional y social, con presencia o incidencia en la región, tuvieron responsabilidades directas e indirectas en diversos grados, en tan dramático y masivo saldo de victimización de la población. En el vórtice del torbellino de esta ola de violencia estaba la realización de las masacres como forma implacable y colectiva de castigar con violencia extrema a un sector sensible de la población considerado parte o aliado o favorable en algún sentido a la contraparte del conflicto. Masacres que pasaron a ser principal forma de ataque de las FARC EP y de las ACCU a manera de espiral ascendente, en réplicas o retaliaciones sucesivas, en especial entre 1992 y 1997.
La masacre de La Chinita fue concebida como oportunidad de dar un golpe decisivo por parte de las FARC EP contra Esperanza, Paz y Libertad, agrupación política asociado de manera indiferenciada con los Comandos Populares, como expresión del “enemigo” u objetivo militar de guerra, a partir del señalamiento de ser un actor político supuestamente ligado al paramilitarismo. Esta masacre se produjo el mismo día en que se realizó una concentración política electoral de Esperanza en el barrio Obrero con sus candidatos al Senado y a la Cámara, es decir, con su presencia nacional y departamental. También fue significativo que esta masacre se hiciera en el barrio Obrero –donde se concentraba la mayor influencia poblacional de Esperanza– una vez que su militancia había sido desalojado violentamente del norte y de otras zonas, de forma que buena parte de su militancia, familiares y entornos sociales se habían desplazado de manera forzada a áreas urbanas del eje bananero, en especial a Apartadó y en este municipio al barrio Obrero (La Chinita).
En efecto, la invasión de La Chinita tuvo alto impacto en la zona como una acción colectiva de un movimiento viviendista guiado por Esperanza, Paz y Libertad, el cual agrupó destechados pertenecientes, en su mayoría, a familias de trabajadores bananeros desalojados de los campamentos en las fincas, campesinos desplazados en condición de pobreza, familias pobres del municipio y familias de excombatientes del EPL en proceso de reincorporación a la vida civil. Este movimiento actuó de forma organizada, con fuerza social resistió reiterados intentos de desalojo y con apoyo de dirigentes de esta agrupación política, de sus concejales y dirigentes de Sintrainagro, realizó presión, gestiones e iniciativas que le permitieron resistir, hacer propuestas, negociar con entes gubernamentales y estatales de distinto nivel, hasta conseguir progresivamente la titulación de los terrenos, soluciones de vivienda familiar y desarrollo de obras de infraestructura y servicios públicos.
Por tanto, en el barrio Obrero, popularmente denominado también como La Chinita, se concentraba el principal apoyo social colectivo del movimiento Esperanza, el mayor volumen de votación a su favor en las elecciones y un fuerte tejido social organizado que pasaba por su Junta de Acción Comunal, comisiones de trabajo e iniciativas comunitarias en movimiento. Adicionalmente, la estructura de las FARC EP que realizó la masacre interpretó que ese día además de la concentración política, los principales dirigentes de Esperanza en la zona estarían presentes también en la fiesta de vecinos para recolectar fondos para la educación de sus niñas y niños, quizás interpretándola como hecho conectado con la actividad política previa referida. El efecto de esta masacre de las FARC EP fue atacar gravemente a la comunidad local del barrio Obrero, de forma que, entre las víctimas fatales y las personas heridas, la acción indiscriminada afectó ante todo numerosos obreros bananeros pertenecientes a Sintrainagro, varias personas con liderazgo social y algunas mujeres y menores de edad habitantes del barrio.
Las consecuencias de la masacre de La Chinita
La masacre de La Chinita fue una herida mortal contra el Acuerdo del Consenso por la Paz en Urabá. Fue utilizada por entes de la justicia y por el Ejército para realizar una arbitraria persecución también jurídica contra la UP, ocasionándole un golpe estratégico contra sus gobernantes y directivas al sindicarlos sin fundamento de ser supuestos responsables del hecho. Dio lugar internamente en las FARC EP a la sanción a sus mandos y participantes, a la disolución de sus estructuras de guerrilla y de milicia comprometidas, pero a la vez a persistir en otras masacres en el eje bananero realizadas durante los siguientes años contra trabajadores bananeros, por laborar en fincas de reconocida influencia de Esperanza y en las cuales había presencia o se sospechaba de presencia de los Comandos Populares, cuyas víctimas causadas eran en su mayoría trabajadores por lo regular ajenos a la militancia política o a la participación en dicho grupo armado.
En el mediano plazo, esta masacre fue punto de inflexión para el repliegue de las FARC EP del eje bananero, el desplazamiento de las hostilidades de guerra a zonas periféricas al sur de la región y a una ola de atentados terroristas y a las siguientes masacres propiciadas por esta guerrilla, de forma que en medio de la alta militarización oficial de la región, se abrió la fase de incursión y posicionamiento del paramilitarismo con las ACCU, con la referida masiva aplicación de violencia con los homicidios, masacres, desplazamientos forzados y otras graves violaciones.
De manera paradójica, la actuación de esa guerrilla sirvió para que, junto con otros factores del conflicto, se dieran las condiciones para un cambio de fondo en la situación política de la región. Del predominio de las simpatías a favor de la izquierda, de los movimientos sociales y dinámicas progresistas y la construcción de la paz, se pasó al predominio del proyecto paramilitar. Así, el explicable rechazo ciudadano al terror insurgente sirvió de mampara a la estrategia de violencia extrema y terrorista que bajo la consigna de la “pacificación de Urabá”, impuso el proyecto contrainsurgente apuntalado por el paramilitarismo, orientado a la preservación del status quo de las élites –tradicionales y emergentes-. Lo anterior, en alianza con sectores e intereses legales e ilegales, de megaproyectos en curso y con mixtura con la red mafiosa que, entre sus tentáculos, dio lugar a la subsiguiente expresión narco-paramilitar que se prolonga hasta la actualidad como Clan del Golfo, de violento despliegue nacional y fuerte posicionamiento.
La acción de memoria histórica colectiva protagonizada por el colectivo de víctimas de La Chinita
Desde los años 90 hasta la actualidad ya son numerosos los informes de búsqueda de esclarecimiento sobre las conflictividades, la guerra y la violencia sociopolítica y sus consecuencias en Urabá. Entre ellos algunos recientemente en apoyo a los trabajos de la Comisión de la Verdad, se destaca el libro titulado Del Olvido a la Esperanza, Urabá: contextos y memorias de la masacre de La Chinita. (Fucude, 2021). Este fue realizado por la Fundación Cultura Democrática (Fucude) y tuvo el valor de contar con la participación del Colectivo de Víctimas de La Chinita, quienes por más de una década han realizado importantes acciones de memoria colectiva y de movilización e incidencia en denuncia de lo sucedido y demanda de sus derechos, consiguiendo un importante posicionamiento y reconocimiento regional y nacional. Este Colectivo junto con otros colectivos y organizaciones de víctimas en la región, han conseguido ser reconocidos como sujeto de reparación colectiva.
La apropiación colectiva de construcción de la memoria ha propendido por establecer un antes que se recupera desde las posibilidades y las visiones del presente y que se proyecta hacia un después que se relaciona con apuestas de futuro. Como reconstrucciones de memoria se han entretejido historias de vida y sucesos desde lo individual, familiar y colectivo de las víctimas, sobrevivientes, testigos y demás participantes de este tipo de ejercicios. La memoria ha sido un ejercicio colectivo, compartido, discutido, con posibilidad de la memoria como ejercicio colectivo, social y situado en la rememoración de determinados hechos y circunstancias, de forma que abre la posibilidad de nutrir percepciones e imaginarios, sentidos e interpretaciones, con relación a proyectar nuevas posibilidades y perspectivas.
A través de la memoria no sólo se construye el pasado, sino que se crean nuevos escenarios y nuevas condiciones para hacer memoria y aportar hacia el esclarecimiento de la verdad de lo sucedido. Se conjugan diferentes aproximaciones, se consigue aportar y recibir aportes, en medio de las dinámicas de memoria que cobran fuerza en la región y el país en años recientes, pudiendo dar lugar a nuevas acciones y proyectos a través de la vinculación de la memoria con el imaginario social[3]. Pero también estas memorias como práctica social denotan diversidad y pluralismo, acentos distintos, debate con otras memorias cercanas y más aún con las de otros actores.
Los numerosos talleres y acciones de memoria realizadas con participación de las víctimas de la masacre de La Chinita fueron experiencias muy duras. Recordar lo sucedido, reconocer las huellas dejadas en muchos órdenes, las duras condiciones de la sobrevivencia, bien unas familias en condiciones de desplazamiento forzado, bien otras afrontando altos riesgos, temores y la violencia recurrente en la región, o bien con los retornos asumidos por fuerza de los hechos sin las garantías debidas. La gran mayoría de las familiares víctimas sobrevivientes son mujeres, acompañadas de hijas e hijos que son ahora jóvenes, la nueva generación. La mayoría de las víctimas son parte de la población afrocolombiana o negra. De ahí la importancia de reconocer los enfoques diferenciales y los impactos desproporcionados sobre quienes han sufrido discriminación estructural.
Las narraciones de las víctimas desnudaron profundas heridas, pero también han permitido reconocer formas emergentes de resiliencia, de resistencia, de silencios como resistencias, aunque también como formas de transitar hacia la recuperación de condiciones de vida y convivencia en lo posible favorables. Dando testimonio del empeño por sortear múltiples dificultades y asumir cambios de roles, recuperar opciones de futuro y esperanza.
El Colectivo de Víctimas de La Chinita ha realizado actos conmemorativos anuales el 23 de enero, día de la masacre, que incluyen conceptos, consignas, performances, sentires y expresiones lúdicas. La calle de la masacre llamada así por los pobladores fue renombrada como lugar de memoria como “Calle de la Esperanza”. Sus actuaciones fueron trascendiendo hacia el barrio, el municipio, la región y el país. Han actuado en correspondencia con el cambio de coyunturas y posibilidades. De forma que han dialogado y aprovechado a favor de sus reclamos distintas posibilidades. Inicialmente, desde 2008, han tenido apoyos con Fucude, la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación y el Grupo de Memoria Histórica y luego con la ley de víctimas, desde 2011, y la presencia de la Unidad de Víctimas en la región. Y de forma paralela y más permanente, han conseguido el acompañamiento de organizaciones de derechos humanos, apoyos de instituciones y entes de la comunidad internacional. Contextos en los cuales avanzan con sus demandas de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición.
Situación especial para este caso fue, en 2016, la participación del Colectivo de Víctimas de La Chinita en la Mesa de Conversaciones de Paz en La Habana, Cuba, entre el Gobierno nacional y las FARC EP, la posterior asistencia ese año de una delegación de esa guerrilla a un acto público masivo en Apartadó, donde reconocieron la responsabilidad en la realización de la masacre de La Chinita. El Colectivo de Víctimas les otorgó perdón dentro de la exigencia de esclarecimiento amplio de lo sucedido y compromiso con las demandas de justicia, reparación y cese de las acciones de violencia. Desde allí surge la particularidad del proceso de este colectivo de víctimas, que ha mantenido -en medio de dificultades- conversaciones con los ahora exmiembros de las FARC reincorporados en virtud del Acuerdo de Paz a la vida civil y que accede a los mecanismos constitucionales y legales conseguidos con este acuerdo a favor de las víctimas. Esto hace particular referencia a la participación que tuvieron estas como otras víctimas en los diálogos con la Comisión de la Verdad y el que mantienen en el macro-caso 04 sobre Urabá abierto por la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP).
________________
[1] La Sombra Oscura del Banano, Urabá: conflicto armado y el rol del empresariado, Fucude-Opción Legal, Bogotá, DC, 2020. Libro que también entrega amplia información sobre estos elementos de contexto referidos
[2] Suárez, Andrés, (2007). Identidades políticas y exterminio recíproco: masacres y guerra en Urabá 1991-2001, Bogotá, DC., p.14.
[3] Vásquez, F. (2001). La Memoria como Acción Social: relaciones, significados e imaginario. Barcelona, España, p. 71.
Álvaro Villarraga Sarmiento, Artículo realizado por el autor con apoyo en la Introducción, también de su autoría, del libro: Del Olvido a la Esperanza, Urabá: contextos y memorias de la masacre de La Chinita, Fundación Cultura Democrática, Bogotá, DC, 2021, pp. 21-32.
Foto tomada de: https://hacemosmemoria.org/
Deja un comentario