Entre el cese del fuego y la transición
Lo ha hecho, después de que las mismas Farc se concentraran en las zonas veredales de normalización, una manera de materializar el cese del fuego; solo que ya en las condiciones de un monitoreo por parte de las Naciones Unidas; todo ello en medio de ese afortunado mecanismo de verificación a tres voces y a 6 ojos; al que concurren también las dos partes del conflicto, el gobierno y la guerrilla, en una sociedad tripartita tan eficaz que ahora ha recibido el reconocimiento por parte del Consejo de Seguridad, cuya inédita visita no ha dejado de representar un respaldo casi clamoroso. La concentración de los insurgentes, supervisada por la organización internacional y vigilada por las Fuerzas Armadas, no ha hecho más que patentizar el silenciamiento provisional de las armas, desde cuando los guerrilleros resolvieron un año antes asumir seriamente el compromiso de la tregua y del cese de hostilidades; una decisión que se ha mantenido sin dobleces; de modo que ya han pasado más de ocho meses, sin un solo tiro; sin ataques ni emboscadas; sin enfrentamientos de cualquier tipo; tan inexistentes todos ellos que ya, sin a quien vigilar, en el mes de diciembre, entre villancicos y fanfarrias, unos delegados de a la ONU terminaron en algún campamento bailando con las combatientes, al ritmo balsámico del chucu-chucu, mientras afuera llovía sin descanso.
Por su parte, el gobierno de Santos y su coalición de partidos han convertido en realidad legal la amnistía y han aprobado la Justicia Especial de Paz; así mismo, le dieron vía libre a la participación del grupo Voces de Paz, en el Congreso; no dejaron de blindar el Acuerdo mismo; y dieron el Sí a las curules para las Farc.
Con la amnistía, la justicia transicional y la verdad; con el estatuto de la oposición y con la bancada por ocho años en el Congreso, el país asegura el dispositivo institucional para esa transición a la colombiana; es decir, para el paso esperado de la guerra a la política; ese paso inconcluso desde las luchas independistas del siglo XIX. Un paso, eso sí, en el que además de comenzar a erradicar la terrible ecuación que asocia las armas y el poder; esa deleznable sumatoria de violencia e ideologías, y extorsión o tortura, según el bando que actúe; ese paso en el que además del esfuerzo por erradicar estas desventuras, se mejore el record de una democracia que, como la colombiana, hoy es netamente “defectuosa”, según el ranking de mediciones establecido por “The Economist” , algo que viene confirmar lo que ya casi hace tres décadas indicaban las tablas elaboradas por Robert Dahl, quien por entonces ubicaba a Colombia como una democracia de veras limitada. Aunque con avances; manes de la Constituyente del 91, seguramente.
La democracia y la implementación
La democracia colombiana es todavía muy limitada o severamente defectuosa, porque es más pequeña que el campo de la política. Muchos espacios escapan a su influjo. Además, aún incorpora los rastros de un poder oligárquico, casi dinástico, en la circulación de las élites. Es limitada porque permite la contaminación del clientelismo y de la corrupción en la construcción de la representación; también porque la competencia por el poder ha estado sometida a los engranajes insuperables de los pactos excluyentes o de las coaliciones hegemónicas, que perturban, distorsionan o impiden la alternancia en el control del gobierno, ese necesario cambio de color ideológico y de sentido programático en el ejercicio del poder.
Para superar estas limitaciones, para eliminar aunque sea parcialmente estos vicios inaceptables, se abre la oportunidad histórica que ofrece la segunda cosecha del Fast Track; un conjunto de leyes y actos legislativos que tendrán que ver con: a) la ampliación de la representación, mediante la creación de 16 circunscripciones en las zonas del conflicto, a fin de que las comunidades accedan con sus representantes a la Cámara; b) una reforma político-electoral que, en principio, debiera castigar la corrupción y el clientelismo, ampliando además el juego de los equilibrios en la competencia por el poder; y c) las reformas sociales que, al menos en el campo, propicien un sistema menos ominoso que el que existe en la distribución de los ingresos y de la tierra. Con lo cual el mejoramiento en materia de igualdad social podría comunicarle una mayor base material a la democracia.
A prueba, la voluntad de progreso
No es muy seguro, sin embargo, el hecho de que el gobierno y sus mayorías parlamentarias se decidan por una reforma política más avanzada que aquella que propusieron los expertos de la Misión Electoral. Por otra parte, la reforma rural podría carecer también de profundidad por el temor a la reacción de los sectores más amigos del latifundismo.
La ocasión está servida para que el presidente Santos convenza a su coalición gobernante en el sentido de un avance sensible en las condiciones de la participación política y del descenso en la injusticia social; por cierto, un propósito que por lo pronto no aparece tan evidente.
Con todo, la fase final de la implementación caminará, al tiempo que los insurgentes proceden a dejar las armas en los próximos meses; y los protagonistas del Acuerdo de paz ponen en marcha el proceso de justicia, verdad y reparación, propio de la Jurisdicción Especial de Paz.
Ricardo García Duarte