Desde los hechos bochornosos acaecidos durante la construcción de la represa de El Guavio, pasando por el proceso 8.000, Reficar, los carteles de la hemofilia, de la Toga, los falsos positivos y el caso Odebrecht y la Ruta del Sol II, el país sigue sumido en la desvergüenza. Y qué curioso que las confesiones de Óscar Iván Zuluaga nuevamente enlodan al círculo más cercano del expresidente y expresidiario, Álvaro Uribe Vélez.
Todos los anteriores y otros tantos hechos delictivos que no puedo registrar aquí porque harían interminable esta columna, comparten un naturalizado ethos mafioso que se conecta inexorablemente con el ejercicio del poder político, de la política menuda y el pragmatismo de los políticos profesionales y los partidos políticos, convertidos estos últimos en oficinas de transacciones burocráticas; esos partidos son sostenidos por magnates que instrumentalizan a sus políticos, patrocinando sus campañas, convirtiendo a presidentes de la República en sus sirvientes, aunque de carácter fatuo frente al pueblo.
También se conecta ese ethos mafioso con el sistema capitalista y la inmoralidad que se desprende de su operación. Enriquecerse es el objetivo primordial de todos aquellos que, amparados en el ethos mafioso, se aventuran a participar de todo tipo de ilícitos porque saben que, por más mal que les vaya, siempre podrán conservar sus grandes fortunas ilícitamente conseguidas. El caso Emilio Tapia resulta paradigmático: varias veces procesado y condenado por casos de corrupción y sigue moviendo los hilos de la corrupción público-privada. O el caso de corrupción del congresista Mario Castaño y sus marionetas, en el que también estaría comprometido el congresista del Centro Democrático, Ciro Ramírez, imputado por varios delitos por la Corte Suprema de Justicia.
A todo lo anterior se suma la debilidad del aparato de justicia que toma decisiones de la mano de los códigos, pero también de lo que les dice a los jueces la economía del crimen, paradigma moral desde donde actúan los políticos corruptos.
Ese comportamiento mafioso de los políticos y empresarios obedece a un problema cultural de fondo: somos mafiosos o por lo menos, proclives a torcer la ley, a saltarnos las filas y procedimientos reglados. Colombia exhibe un grave problema cultural.
En varios momentos de la vida política de este país se habló de la necesidad de hacer un Pacto Político, en función de alcanzar una anhelada paz. La Constitución del 91 se asumió y se entendió como un Pacto de Paz, como un nuevo contrato social. Pero la verdad es que el país poco cambió en materia de corrupción público-privada. Eso sí, se hizo más sofisticada.
La negociación política entre el Estado y las Farc-Ep en La Habana se asumió de la misma manera: otro pacto con el objetivo de pacificar al país, pero tampoco se logró. Es más, en el Tratado de Paz de 300 páginas que millones de colombianos jamás leyeron se propone hacer un Pacto Político. El presidente Petro recogió esa propuesta, pero ya sabemos qué pasó.
Es tiempo de dejar de llamar Pacto Político a ese deseo de ponerle punto final a todo lo que está mal en el país, para empezar a hablar de un Pacto Cultural que proscriba el ethos mafioso que todos hemos validado por acción u omisión. Un Pacto Cultural que destierre, por ejemplo, los vericuetos morales que decidió recorrer el más reciente protagonista de la corrupción política: el excandidato presidencial por el uribismo y ex ministro de Hacienda, Oscar Iván Zuluaga. Su confesión ante el sacerdote Uría no deja de ser una tramoya moral para encontrar sosiego y comprensión en los millones de creyentes colombianos que quizás en el pasado también perdonaron a otros políticos piadosos que optaron por comportarse como mafiosos.
Necesitamos un Pacto Cultural. Uno, basado en una idea compartida: estamos obligados cambiar la actual cultura dominante. El problema es que hoy no hay quién lidere desde la sociedad civil ese impostergable proyecto. Como tampoco lo hay desde las fuerzas armadas. Tampoco aparece un liderazgo en la academia. Mucho menos en Iglesias y congregaciones. Como tampoco en los clubes de fútbol aparecen dirigentes o deportistas con el interés de poner a hablar al país de dicho pacto. Es comprensible que ese Pacto Cultural del que aquí hablo necesita de un cambio actitudinal de la dirigencia empresarial y política, actores en donde el ethos mafioso nace y se reproduce.
Eso sí, antes de pensar en que broten de los sectores señalados cualquier iniciativa que lleve por nombre Pacto Cultural, el país y la sociedad entera necesita proscribir todas las prácticas que identifican al uribismo con la corrupción público-privada. Para confinar ese particular ethos debería de ser suficiente con los 6402 crímenes de Estado cometidos entre 2002 y 2010. Pero no fue así. La confesión del inefable Oscar Iván Zuluaga tampoco será suficiente para desterrar esa forma de asumir la política, lo público, la ética y la moral. Será difícil un Pacto Cultural en Colombia mientras siga vigente ese paradigma moral, ético, político y económico que se naturalizó desde el 7 de agosto de 2002.
Germán Ayala Osorio
Foto tomada de: El Colombiano
José Gutiérrez says
Pacto cultural y educación política. Ambas basados en los principios democráticos que son el fundamento de la convivencia en la diferencia y el respeto por las ideas ajenas, que se materializa con la independencia de poderes y con la concertacion de las políticas que presente el ejecutivo. No es imponer ideas y programas por muy buenos que sean. No les Llama la atención de las fuerzas armadas ?
José Gutiérrez says
Si las FFAA están para salvaguardar la constitución y la ley , porqué viendo que los presidentes por solo decir desde Gaviria con sus políticas y programas pisotean la constitución, no hacen nada. No es un golpe de estado y tomarse el poder lo que se pide, si son los garantes de la CP deben velar por su cumplimiento y exigir al ejecutivo legislativo y judicial que cumplan las obligaciones dadas por el elector, so pena de llamar a nuevas elecciones. Suena rara la petición, pero Colombia con todos los recursos que tiene y capacidad humana no merece seguir desangrándose.
José Gutiérrez says
Ninguno de los tres poderes públicos actúa en consonancia con la constitución. Cada uno actúa para defender intereses de políticos, mafiosos, narcos, exguerrilleros, banqueros y terratenientes; y con ello enriquecerse. Es papel de las FFAA exigir el cumplimiento de la constitución, y con ello, el pueblo tendrá que elegir buenos gobernantes, y no políticos que se enriquecen .