No es pintoresco que se burlen del dolor de los más pobres, los que ponen los muertos, tampoco que embauquen al constituyente primario, que mandó estructurar una institucionalidad para alcanzar la paz, los mandatarios perjuros (todo el uribismo) que mientras juraban defender la Constitución la destrozaban. A treinta y dos años de la actual Constitución Política de Colombia, apenas se empieza a acatar su preámbulo, los artículos dos, veintidós, y noventa y cinco, que tienen a la paz por mandato. Lamentablemente la paz quedó en figura retórica, cuya única aplicabilidad es elaborar crucigramas, y discursos para engatusar al pueblo.
Así como la Constitución de 1991 creó una corte para que la defendiera, los temas que no tiene una instancia específica de defensa difícilmente prosperan. Igual sucedió con el acuerdo de paz de 2016 con las extintas Farc, tuvieron la precaución de integrarlo al bloque constitucional, y de depositarlo en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Pese a ello, el gobierno desleal con la paz, de Iván Duque, ejecutó la consigna uribista de “hacer trizas los acuerdos de paz”, la cual no sólo atentó contra nuestro Contrato Social, sino contra la ética de la cultura occidental, y los valores de la humanidad.
Para el propósito de mantener al país en guerra, el expediente más fácil fue incumplir los acuerdos de 2016, y usar a un personaje sacado de las zonas grises del Código Penal, a quien nombraron fiscal general, para perseguir a los firmantes del acuerdo mediante entrampamientos, fabricación de casos judiciales a partir de falacias. El resultado fue el regreso de algunos de los perseguidos a la clandestinidad, hoy denominados Segunda Marquetalia, triunfo parcial de los enemigos de la paz que pretendían que las Farc en pleno retornaran a las armas.
Enhorabuena el Gobierno del Cambio pretende reconducir el país al Estado Social de Derecho que orienta la Constitución, con la plena vigencia de los derechos humanos, los sociales, los políticos, y los ambientales, mientras retoma el propósito humanitario de lograr la paz. Ello implica reparar en lo posible daños ocasionados a procesos anteriores, el más reciente el entrampamiento contra Santrich. Lamentablemente, las instituciones llamadas a esclarecer los hechos han sido convertidas en aparatos de partido, dirigidas a perseguir al progresismo, mientras se garantiza impunidad a la extrema derecha, como pasa en la Fiscalía y en la Procuraduría. Por eso, un gobierno como el de Petro, que pretende restituir la decencia en el cumplimiento del acuerdo con las Farc, se vio obligado a pedir a la Organización de las Naciones Unidas, el nombramiento de una comisión para que establezca si el delincuente es el acusado o el acusador. Tanto el tema a esclarecer como el tener qué recurrir a instancias intergubernamentales para que resuelva lo que un sistema de justicia corrompido se niega a hacer es una vergüenza, pero es la única vía.
Necesario es reconocer que la Jurisdicción Especial para la Paz, JEP, en marzo de este 2023, formuló acusación contra funcionarios de la Fiscalía General que han obstaculizado al tribunal transicional en el caso Santrich.
El martes 26 de julio se conoció que la ONU, a petición del Consejo de Derechos Humanos, nombró a la abogada chilena Antonia Urrejola, como encargada de investigar “los obstáculos a la aplicación del acuerdo de paz entre el gobierno colombiano y las Farc”, así como identificar las consecuencias de estos obstáculos. Urrejola tiene amplia trayectoria como defensora de DDHH, también presidió la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos, su idoneidad es incuestionable, y deberá entregar el informe este mismo año.
Ese nombramiento, afortunado para el país, muestra la miseria del sistema judicial colombiano, carcomido por la metástasis de la justicia de partido. Y como se ha señalado en esta columna, y en otras opiniones, la única esperanza de justicia en Colombia viene de tribunales internacionales que operen sin los sesgos de la política menuda, ni con complacencia frente a figuras del poder local. La reacción airada de Barbosa y su comparsa contra una corte internacional independiente muestra lo pertinente, y lo urgente que es.
Promover procesos judiciales con acusaciones falsas, encausar inocentes, es muy grave, y merece el mayor rigor penal, pero si esa falsedad está dirigida a sabotear un proceso de paz, debe considerarse como delito de lesa humanidad. En Colombia el delito de perfidia se ha tomado como pecado venial, que se purga entre risas en la televisión, por eso se declaran guerras alegremente, se violan treguas, ceses al fuego, armisticios, se incumplen los acuerdos, y se asesina a los reincorporados.
Es de esperar que se determine y se castigue a los culpables de los entrampamientos, así como a los responsables de los asesinatos de firmantes del acuerdo, y de líderes sociales, pero es necesario que la arquitectura del Estado se diseñe para lograr y preservar la paz. De los dos siglos de guerras civiles, del saldo millonario en asesinatos, de la destrucción de la tranquilidad en los campos, de la perversión de la mentalidad de los ciudadanos que han llegado a aborrecer la paz, de la corrupción sembrada en las Fuerzas Armadas, de los nueve millones de víctimas… De tanto sufrimiento atravesado por este pueblo, debe quedar algo más que un memorial, más que un anecdotario, más que el río de las lamentaciones. La paz debe adquirir rango superlativo, aboguemos para que del infierno de la guerra quede un Estado para la justicia y, como pregonaba Estanislao Zuleta, “un pueblo maduro para la paz”.
José Darío Castrillón Orozco
Foto tomada de: Revista Razón Pública
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