La familia presidencial, el monumental cuadro pintado por Botero en 1967 es y sigue siendo un hito fundamental en su carrera. Y no solo porque, en su aparente ingenuidad ofrece una imagen burlona de las figuras arquetípicas que encarnaban el poder efectivo en el “país formal” que mencioné antes. También es fundamental porque condensa de manera admirable lo mejor del estilo que lo ha convertido en un pintor inconfundible. E igualmente lo es porque es una demostración palmaria de hasta que punto de maestría había llegado en su meticuloso aprendizaje de los grandes maestros de la pintura europea.
En los años 50 del siglo pasado y habiendo ya dado muestras precoces de su enorme talento, Botero abandona Colombia y cruza el océano atlántico con la intención de culminar su formación artística en los mejores museos europeos. Entonces aún era costumbre que quienes se tomaban en serio su formación como pintores obtuvieran la autorización los museos para copiar obras maestras del pasado. Se trataba de aprender a pintar venciendo a fuerza de mirada penetrante, inteligencia y talento el desafío de pintar tan bien como lo habían hecho sus autores. Eso fue lo que Botero hizo tanto en el Museo del Prado de Madrid y en el museo de los Ufizzi de Florencia, con resultados tan memorables como su cuadro El niño de Vallecas, un homenaje a Velázquez como lo es de Mantegna el titulado el Homenaje a Mantegna precisamente. La familia presidencial pertenece a esa serie porque es desde luego un homenaje a La familia real pintada por Goya, pero supone un viraje en la misma porque los modelos europeos de los grandes maestros europeos son reemplazados por modelos inconfundiblemente colombianos. Con este desplazamiento él se reafirma como pintor orgullosamente colombiano y como un pintor dueño y señor de los infinitos recursos que ofrece el multisecular arte de la pintura. Haciéndolo además en una época en la que el oficio mismo de pintor ya estaba experimentando una crisis muy profunda. Eran los años en los Picasso, a la pregunta de Pierre Cabanne de si se consideraba artista, respondió que no lo era, que él era un pintor. Nada más ni nada menos. Respuesta desafiante cuyo verdadero destinatario era Marcel Duchamp´, y sobre todo a sus innumerables seguidores, para quienes el oficio debe ceder la primacía a la idea, tal y como hoy ocurre en el llamado “el arte conceptual”.
Botero resistió con firmeza la tentación conceptual a la que tantos de sus colegas cedieron, así como prestó oídos sordos a quienes le criticaron y aun critican porque hubiera convertido en una seña infaltable de su estilo la gordura de sus personajes e inclusive de los animales, atrezos y mobiliarios que pueblan las escenas representadas en sus cuadros. Él estaba convencido – y en eso tuvo toda la razón – que lo genuinos amantes de la pintura sabrían ver que la aparente uniformidad de sus cuadros es engañosa, porque cada uno de ellos es realmente distinto de los otros y que cada uno ofrecía un caso singular de la mejor pintura.
Botero se hizo escultor a finales de los años 70, coincidiendo con una irrupción tan avasalladora del arte conceptual en la escena artística internacional que muchos se atrevieron a proclamar que la pintura había muerto, que se había convertido en una cosa del pasado. Él, sin embargo, no solo no dejó de pintar, como ya dije, sino que hizo más y se adentró en el arte de la escultura que parecía igualmente condenado a muerte por el auge clamoroso de la fotografía, las instalaciones, las performances y el video arte, todas artes ingrávidas, inmateriales. Lo hizo de la mano de Sofia Vari, su pareja de entonces y escultora ella misma, quién le guio inicialmente en los secretos de la talla, el modelado y el fundido, abriéndole así un universo de nuevas posibilidades expresivas que supo explorar y utilizar sin por ello abandonar las señas de identidad de su estilo.
La fama que ya había conseguido gracias a sus exposiciones en museos, centros de arte y galerías de medio mundo, de pronto se vio multiplicada por la sucesiva exposición de en los lugares públicos más emblemáticos de las principales metrópolis del planeta: Paris, Madrid, Nueva York, Tokio, Buenos Aires etcétera. Este nuevo logro no solo aumentó su ya considerable fortuna personal, sino que además lo consolidó como un formidable artista-empresario. Como lo fueron en su día Rubens y Murillo, como lo son actualmente Jeff Koons, Anish Kapoor,Ai Wei Wei, Rafael Lozano Hemmer o Daniel Canogar. Permitiéndole así mismo ofrecer un agudo contraste con esa clase de empresarios colombianos que, carentes de la audacia e inventiva suficientes para las grandes empresas, solo logran lucrar parasitando los presupuestos públicos. Contraste también con el proverbial desdén por arte y con la tacañería de estos despreciables parásitos. Gracias a las generosas donaciones de Fernando Botero al museo del Banco de la república de Bogotá y al museo de Antioquia de Medellín, los colombianos pueden conocer y disfrutar en vivo y en directo unas las más notables y valiosas muestras del arte moderno occidental.
Concluyo deseando que la tierra le sea leve a Fernando Botero, el hombre que construyo un imperio con su uso magistral del pincel.
Carlos Jiménez
Foto tomada de: Infobae
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