“Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
De algún pan que en la puerta del horno se nos quema”
César Vallejo
Después de tantos esfuerzos, idas y venidas, debate en las calles y los medios, las cortes de justicia y el congreso; después de tanto tiempo de muerte en el que los astros se alinearon para hacer posible una solución política al conflicto armado, no se justifica por ninguna razón dejar quemar el pan de la paz en la puerta del horno.
Igual que para el matrimonio, la paz requiere de una buena disposición del ánimo de los contrayentes, sin esa voluntad de hacer un mundo común y limitar cada cual sus propias expectativas para hacerlo posible es bastante improbable que las cosas funcionen. Así como el odio y la destrucción del otro es el motor de la guerra, la tolerancia y un lugar para todos es el territorio de la paz.
Si revisamos nuestra historia de inmediato nos daremos cuenta que ha estado hecha de guerras y profunda división social, que ni siquiera la independencia trajo la unidad de la república, que la patria que soñó Nariño se extravió en los odios partidistas y en la mentalidad pequeña de las élites. También advertiremos que nunca hemos podido consolidar un proyecto de nación en el que quepan los sueños y los derechos de las mayorías del pueblo y que la paz imperfecta que ahora se asoma es una oportunidad de oro para hacer un ajuste de cuentas con un orden de cosas basado en el privilegio.
Todo el mundo lo sabe, la paz no es el fin de los antagonismos sino la transformación de su tratamiento; que cada quien siga con sus banderas pero que haya una bandera común: la solución democrática de las diferencias que erradique, entre otras cosas, el cáncer más agresivo de nuestra historia: el crimen político en sus modalidades de magnicidio (Sucre, Rafael Uribe, Gaitán, Galán, Pizarro, Pardo Leal…) y genocidio (los pueblos indígenas siempre, las bananeras en el 28, el pueblo liberal-conservador en la “violencia” de finales de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta, la Unión Patriótica hace veinte años…), porque si no lo hacemos todos los esfuerzos habrán sido en vano y como en la novela de Gabo seremos “estirpes condenadas”.
La guerra ha hecho lo suyo: destrucción y muerte, desconfianza y resentimiento, impunidad y venganza. La guerra ha instalado el miedo en la sociedad y abierto una fractura en la confianza ciudadana muy difícil de reparar. El Acuerdo de Paz señala un momento clave en la sociedad colombiana: o seguimos esclavos del miedo y la desconfianza a los que les apuestan más de uno, o damos un salto cualitativo en los espíritus que venza el miedo y nos acerque a una sociedad más justa y decente que la que tenemos.
El fin de la guerra toca muchos intereses que hacen ingentes esfuerzos para sobrevivir e incluso se visten de argumentos que no resisten un análisis serio, como que en un país en paz se requiere la misma o aun mayor fuerza pública que la que se dedicó a la guerra. Hay incluso argumentos políticos que sostienen que en un país en paz (siempre la paz entre comillas) hay mayor peligro para el statu quo y esgrimen la amenaza castrochavista como el monstruo de los nuevos tiempos; en otras palabras las Farc sin armas (que por sustracción de materia ya no serían las Farc) serían más peligrosas que las Farc con armas. El temor es fundado, pero la razón equivocada. Veamos el porqué. La guerrilla al ser un aparato de guerra fue contenida por otro aparato de guerra aún mayor: el del Estado y dependiendo de los vaivenes del conflicto, un día se decía que estaban a las puertas de la Casa de Nariño y otro que estaban a punto de ser aniquiladas, lo que le permitía a los gobiernos y a la clase política tradicional administrar el miedo con fines electorales: voten por nosotros que ya se toman esto o denos un tiempo extra que ya casi los exterminamos. Ni lo uno ni lo otro. El realismo de la solución política se impuso frente a los que siguen insistiendo que no hay conflicto sino amenaza terrorista y harán todo lo imaginable para socavar la implementación de los Acuerdos de Paz.
Las Farc sin armas no tendrán otro vestido que el de la política y en esos aires contaminados decantaran sus opciones de poder. El temor verdadero de los opositores al proceso de paz no es que las Farc sin armas lleguen al gobierno, lo cual siendo realistas es bastante improbable a corto y mediano plazo, sino que al derrumbarse la justificación política de la lucha contra la subversión, las aguas represadas del malestar social se desborden y esos intereses del establecimiento, que mal que bien fueron protegidos por la guerra, terminen barridos por los vientos de una nueva historia.
Los Acuerdos de Paz, y en eso hay un amplio consenso, deben ser una política de Estado que no esté subordinada a los intereses partidistas. Pero del dicho al hecho hay mucho trecho. El plebiscito sobre la paz demostró que dichos intereses siguen teniendo una fuerza considerable que no hay que desestimar. La concurrencia de los distintos poderes públicos en la legitimación e implementación de los Acuerdos le dan forma y contenido a esa política de Estado, que se evidencia en los poderes e iniciativas legales en manos del ejecutivo, el control político de las cámaras legislativas y los grifos y modulaciones normativas de las altas cortes.
La reciente sentencia de la Corte Constitucional en torno al fast track en la que precisa que el legislativo podrá hacer cambios a los proyectos de implementación de los Acuerdos sin el aval del gobierno prendió las alarmas de que eventualmente el Congreso podría desconocer algunos de los compromisos suscritos en el Acuerdo de Paz. Esto apenas es un traspié en el largo camino de la paz y mientras se conserven las mayorías legislativas no sería un obstáculo mayor. Quizás sea útil establecer dos criterios orientadores para dichas facultades del legislativo de introducir cambios a los proyectos de ley o de acto legislativo de implementación de los Acuerdos, uno de carácter restrictivo que cierre la posibilidad de un menoscabo en los derechos y garantías que han sido acordados con las Farc para su desmovilización y reintegración a la vida civil, y el otro de carácter afirmativo, en el sentido de que se podrán introducir los cambios que estén destinados a mejorar y ampliar las garantías políticas y sociales previstas en el Acuerdo para las comunidades y movimientos sociales.
No es fácil mantener la llama encendida de la paz, los vientos electorales pueden apagarla y más aún, podrían devolver el país a épocas que se quieren superar. De todos depende que no sea así, pero no hay que tragar entero y menos a delirantes profetas del apocalipsis que solo ven desgracias sin nombre con los Acuerdos de Paz y se presentan a sí mismos como salvadores de la patria (de ellos).
Se requieren paciencia asnal y conciencia democrática para derrotar el pesimismo tan en boga en las encuestas. Nadie en Colombia tiene la verdad revelada, pero la indiferencia de los abstencionistas y la ingenuidad de muchos votantes pueden llegar a legitimar en el próximo gobierno a líderes del miedo dispuestos a iniciar nuevos ciclos de violencia, como si la vida colombiana estuviese subordinada, como en Macondo, a los caprichos del coronel Aureliano Buendía.
Héctor Peña Díaz
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