Es como si cada llamado a la concertación se reprodujera en un eco quebradizo. Podría estar sucediendo más bien que con las invocaciones a la unidad y al acercamiento se quisiera conjurar mágicamente la realidad de una incesante fragmentación en los agentes políticos.
Gestos y palabras que comunican la imagen del consenso, los ha habido últimamente, pero sin construcciones esperanzadoras. Después de las elecciones departamentales y municipales, el presidente de la república hizo algunos pronunciamientos que revivían la figura de un acuerdo nacional. Luego, hizo una reunión con el principal opositor, el expresidente Uribe, con quien se dio una cita en un ambiente relajado, como mandaba el simbolismo coloquial de “tomarse un tinto”; pero sin que acercaran sus posiciones en la querella sobre la reforma a la salud, un tema sobre el que observadores externos habrían avanzado sin mucha dificultad en una ruta común.
Gustavo Petro, el presidente, también se reunió con algunas de las cabezas de los grupos económicos más poderosos: los herederos de Ardila Lulle, los de Santodomingo o los Cavalier de la lechería Alquería; y sobre todo con Sarmiento Angulo, el titular del mayor capital financiero en el país. Se encontraron todos ellos para conversar sobre la cooperación, a propósito de redimir las zonas más vulnerables, como lo son el Catatumbo, la Guajira o como lo es la ciudad de Buenaventura. Sin embargo, son aproximaciones que no pasan de darle expresión a intenciones compartidas, sin planes concretos, al menos por ahora.
Al mismo tiempo, la coalición de gobierno —espacio efectivo del acuerdo político— no ha hecho sino desgranarse, como si de una mazorca se tratara.
Primero, el presidente despidió de su equipo a los ministros que provenían de fuerzas distintas a la suya, lo que desconfiguró la línea de centro-izquierda que definía su gabinete.
Posteriormente, en el Congreso se apartaron de la coalición, dos de los partidos tradicionales, el Conservador y el de la U, que acompañaban la agenda presidencial.
Recientemente, dos aliados que continuaban haciendo parte del gobierno han planteado en su horizonte inmediato la posibilidad de definirse como independientes. Se trata del movimiento de los Verdes que acompañó al presidente en su candidatura y del partido Liberal, que por cierto cuenta con 13 senadores y con 33 representantes.
Si se produjera este efecto de fuga, el paisaje político quedaría para el 2024 con una disposición de las fuerzas del siguiente modo: dos partidos en la oposición, cuatro en la independencia y uno (la alianza del pacto Histórico) en la defensa del gobierno, o sea sólo el 30% del Congreso, apenas una sombra de lo que pudo ser la nueva coalición hegemónica como sostén del presidente y de su proyecto.
Fraccionamiento dentro de la fragmentación
Con todo, el divorcio de los Verdes y de “los rojos” frente al gobierno no es tan simple, ni tan homogéneamente definido. En realidad, es por mitades que se separan del oficialismo. Es la mitad del partido Verde y la mitad del partido Liberal las que se apartan del ritmo y la orientación que imparte la batuta gubernamental.
Dicho de otro modo, sólo un sector de la bancada Verde está en oposición, situación similar a la que se presenta en las toldas liberales. Para efectos prácticos, esto es para las votaciones, existen dos bancadas liberales y dos bancadas verdes, divididas en su apoyo o rechazo a las reformas de Gustavo Petro.
De esas condiciones surge una situación contradictoria, la de que haya explotado en varios pedazos la coalición del gobierno, pero este último haya conservado unas mayorías parlamentarias para sus reformas; en particular, para la de la salud, la más controversial, que finalmente ha sido aprobada en la plenaria de la Cámara (segundo debate), con una votación generosa, compuesta por un porcentaje mayoritario de los representantes liberales y de la U y por no pocos miembros del partido conservador.
En realidad, la reforma de la salud —tal vez la menos apremiante de todas— hizo trizas la coalición, pero además fracturó como mínimo a tres partidos que apoyaban al gobierno; y que ahora se dividen entre oficialistas y opositores, gracias a lo cual se ha fracturado más el sistema de partidos, aunque las reformas de todas maneras puedan alcanzar mayoría con el apoyo de las facciones dentro de los partidos ya señalados, favorables todas ellas a las propuestas del gobierno.
El fraccionamiento de la competencia política incluye entonces el distanciamiento de los partidos entre sí y también el faccionalismo interno de algunos de ellos; y no los menos importantes.
Fraccionamiento, sí; pero además sin modernidad política
Que el sistema se haya fragmentado con exageración y que incluso algunos partidos hayan explotado en facciones distintas, no significa con todo que se haya creado una línea de fractura entre un bloque moderno y uno tradicionalista. Nada de eso.
Son múltiples las líneas de fractura en un mosaico un tanto caótico de divisiones frente a puntos concretos de las reformas; por ejemplo, sobre si la financiación en el sistema de salud debe manejarse exclusivamente por un organismo del Estado (ADRES) o dentro de un sistema mixto, por las EPS. Por lo demás, los alternativos se unen por momentos con los tradicionales; y tanto los primeros como los segundos se fraccionan en su interior. No hay nada que pueda determinar si en el partido Liberal, los seguidores de César Gaviria o los de Julián Bedoya y Andrés Calle, el presidente de la Cámara, son más modernos los unos o los otros.
En cambio, todos —gobiernistas, opositores o independientes; alternativos o conservadores; partidos o facciones internas— comparten prácticas y tecnologías del poder, asociadas con el mantenimiento de redes clientelares y con el abuso en el control del Estado; además de exhibir discursos con una comunicación poco transparente de señalamientos, descalificaciones personales, post-verdades y manipulaciones argumentativas.
Compartiendo el gesto, las estructuras discursivas y las prácticas, en una mezcla curiosa y singular de modernismo y patrimonialismo tradicional, las élites y las contra-élites advierten la urgencia de los consensos, pero se ahorran el esfuerzo por ofrecer un proyecto innovador, crítico y transparente para permear la cultura política, el modo de ser del ciudadano y las maneras de representación por parte del político profesional.
Entre el discurso y las ejecuciones
A lomo del discurso y el gesto, marcharán las ideas del cambio y del consenso, las dos figuras con estatus de imaginarios, que tal vez garanticen la transformación y al mismo tiempo la estabilidad.
Es muy probable, sin embargo, que las transformaciones avancen en medio de tropiezos y escollos; y que las grandes concertaciones se queden en promesas o sólo consigan una configuración etérea.
No hay que olvidar el hecho de que en la medida en que los consensos sean más amplios y realistas, muy seguramente serán menos profundos. El avance de un proyecto reformista que carece estructuralmente de mayorías en el Congreso y en el sistema de partidos, demanda una inteligencia política —un cálculo estratégico— de tal calidad que sus agentes puedan conquistar progresos con el respaldo de consensos mínimos y de gran cobertura.
Entre esas dos exigencias de talla, la del cambio y la del consenso, queda el camino menos histórico y más prosaico; ese sendero de buscar mayorías, sin consensos explícitos y formales; con unos acercamientos de hecho, tales como los que el gobierno logra con los representantes conservadores, con los liberales y con los de la U; que valga la verdad comienzan a mostrar su eficacia, al menos en una de las dos grandes instancias del Congreso.
Por lo pronto, al gobierno y a los representantes de un proyecto alternativo les queda como recurso el lenguaje intenso y reiterado, entremezclado con unas reformas que en la Cámara transitan con una facilidad que por el contrario no encontrarán aparentemente en el Senado.
El momento histórico dará a luz probablemente algunas reformas más o menos fragmentadas, más o menos mediadas por transacciones, expresión de los fracasos relativos de un reformismo incompleto, muy propio de la tradición colombiana, reformismo del que al final siempre quedan algunos avances.
Ricardo García Duarte
Foto tomada de: Alternativa Caribe
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