“Si no fueran tan temibles nos darían risa. Si no fueran tan dañinos nos darían lástima” J.M. Serrat.
El moralista es el homúnculo corriente apegado a prejuicios que toma por verdad y predica (sin que necesariamente adopte) como reglas de conducta para criticar y censurar la vida de los demás. La moral privada es el altar desde el cual construye su tribuna pública para recitar el sermón que las “conciencias buenas” y las “almas bellas” bien aleccionadas deben oír y practicar. Y no es que aquí esté en juego un principio no reconocido de bondad, o algún tipo ignorado de virtud. No. Este cuchicheo de señoras de cafetería y de ociosos jugadores de billar que quieren gobernarnos con ínfulas de superioridad moral, ha falseado -moralizado- de arriba a abajo todos los asuntos de la economía, la vida social, el Estado y la política. Fiat moral, et pereat mundus (hágase la moral, aunque perezca el mundo). Hay que oír el tono con que se refieren a “nuestros jóvenes y niños”, con qué interés hablan de “nuestros recursos”, cómo se interesan por “nuestras mujeres”, cómo les preocupa la conservación de “la familia”, cómo van a misa y rezan para cultivar “valores”, los mismos odiadores que trafican, mienten, roban, extorsionan, estafan y asesinan. Estos gazmoños corruptores de la ley, quebrantadores del derecho, están más dispuestos a salvar la moral que a prevenir una injusticia.
Los Estados y gobiernos violan con frecuencia la moral para poder cumplir sus fines. Por ejemplo, la moralidad cristiana aconsejada por la Iglesia se vuelve una exigencia casi impracticable para quienes conforman el poder de Roma. La Iglesia es en realidad un principado, y el papa, el soberano. Este devenir político de la religión instituida como Iglesia introduce una contradicción en la propia sede del cristianismo. Imposible es para un Estado comportarse como un individuo regido por la ley moral que la religión cristiana enseña, pues como poder organizado que entra en relación con otros poderes económico-políticos que aspiran a expandirse y a adquirir nuevos dominios, la Iglesia está obligada a abandonar sus propias enseñanzas y a adoptar el tipo de moralidad que más conviene a su quehacer político: la ética pública propia de los Estados. Lo inmoral se convierte en el sostén de la moral privada. Por eso se dice que la inmoralidad es el fundamento de la moral.
Una comunicadora ignorante y malintencionada, Carolina Gómez de Red+ Noticias, que no ha leído historia, que no entiende de política, de asuntos de Estado, ni de religión; que no sabe qué es el Vaticano, ni qué es la Iglesia, ni qué es Roma, dijo no entender (cosa natural en ella) “la visita de Petro y Leiva al papa Francisco”. Y concluyó: “¿No es que eran ateos, o también mintieron en eso?”. Lo que dijo no solo es una mentira (pues Petro nunca ha dicho que es ateo), sino también una estupidez (pues el papa, antes que sacerdote, es un hombre de Estado).
Ay, Colombia, paisito rezandero y parroquial, con alma de periferia. La sociedad civil, los medios y el Congreso, mojigatos de muy dudosa autoridad política y moral no cesan de escandalizarse por los postulados de una sociedad moderna y por los efectos de un Estado de derecho. Al moralista no lo alienta una conciencia moral universal que deba convertirse en ley, en tanto expresión de una voluntad general encarnada en la multiplicidad de las conciencias morales existentes empeñadas, por ejemplo, en la construcción de un sistema social justo; sino una simple conciencia fortuita singular que no pasa de un juicio meramente subjetivo. Tampoco es lo suyo una doctrina de la Moral con la cual los deberes jurídicos del político – realizar, por ejemplo, una constitución republicana y asegurar por esta vía los derechos- estén motivados por la exigencia moral de realizarlos. No, pues el valor de esas ideas (por no decir prejuicios) reside solo en la cabeza del propio moralista, de cuya verdad no duda. Esta tendencia individual conservadora, que pretenciosamente cree tener un conocimiento absoluto de lo que es bueno, y que los autoriza a denominarse “gente de bien”, (en contraposición con “los otros” –los malos-), se opone a la universalidad real, a saber, a las leyes vigentes y efectivas, y a las nociones básicas de justicia que las sociedades contemporáneas deben implantar mediante principios modernos del derecho. Este, en efecto, asegura la libertad del ciudadano contra la idea del bien que defienden los guardianes de la moral y las buenas costumbres. Todo moralista es carcelero.
Si para el moralista es un escándalo la dosis personal, es un derecho asegurado por la ley no violentar a quien la porta. El derecho en absoluto obliga a nadie a transportar la dosis mínima, de modo que el impoluto hombre moral puede estar tranquilo de que su consciencia no estará manchada por la marca de este “horrible” vicio. Pero el moralista no se conforma aún con esto. Él no quiere ser una figura solitaria en la práctica del bien. Si no quiere convertirse usted en el centro del repudio, él “lo invita” a que recorran juntos el camino de la virtud. El moralista quiere legislar con su pequeña tabla de valores, y le prohíbe al ciudadano el derecho que tiene de elegir, para lo cual obstruye cualquier medio que asegure esa libertad. Recordemos las palabras del honorable exmagistrado Carlos Gaviria Díaz:
“Lo que cada persona puede hacer es reclamar del Estado un ámbito de libertad que le permita vivir su vida moral plena, pero no exigirle que imponga a todos como deber jurídico lo que ella vive como obligación moral. No es legítimo que el Estado haga penalmente sancionable una conducta porque los católicos la juzguen pecaminosa” (Gaviria, C., 2020, p. 109).
Pero la masa reaccionaria de fanáticos de ultraderecha no tolera que el aborto sea hoy legal, ni que la muerte médicamente asistida, que pronto debe debatirse en el Senado, sea ley de la nación. Asimismo, persiguen el porte y consumo de la dosis personal, por lo que el proyecto de Cannabis, con el que se pretendía legalizar su comercialización para fines recreativos, fracasó de nuevo en el Senado al archivarse por una proposición de una que se dice liberal. Situación que el muy vulgar Jota Pe Hernández celebró brincando como si de una final de fútbol se tratara.
Este sujeto rústico e inculto, agitador mediocre y vocinglero, celebró la muerte de Piedad Córdoba con imputaciones e improperios contra ella. En vida no resistió un debate suyo, y tuvo que esperar su muerte para difamarla con impunidad. Con actitud arrogante y un patetismo impostado, publicó un video dando muestras de excesiva afectación. Es un fantoche. Quien necesita adoptar una actitud afectada es falso. Nuestra clase política, por lo general tan débil, tan falta de virtud [virtù], de fuerza, de vigor, se baña diariamente en las aguas pestilentes de una moralina recubierta de alcanfor. El moralismo, que no la moral, esa “Circe de la humanidad” como la llamó Nietzsche, es la jaula en la que siguen atrapados el espíritu social de nuestra patria y la actividad política de nuestros mediocres congresistas de derecha. Estos incorregibles mentecatos y bufones, charlatanes y tartufos, macarras de la moral, no son nada si se les quita el velo de su hipocresía. Quieren mejorar a la nación con homilías y discursos y manuales de Carreño; con catequesis de capilla desvencijada y descolorida como su pálida moral. Se disfrazan de blancas ovejas mansas estos terribles lobos feroces. Quidquid luce fuit, tenebris agit [lo que estuvo en la luz actúa en las tinieblas].
José Felix Lafaurie, su antípoda ideológico, con una astuta y delicada cortesía de caballero, elogió en X a Piedad Córdoba; y Uribe, el temible viejo zorro, guardó silencio ante su víctima ya inerte. Por el contrario, el inexperto y rabioso Jota Pe, haciendo solo de león, apresurado y torpe, corrió a rugir para amedrentar a su adversaria muerta. Jota Pe, senador atrabiliario de mirada torva, no ha entendido que una cosa es quien resentido incursiona en la política para liberar su odio, y otra aquel que con astucia usa el odio en la política para excitar la guerra como instrumento efectivo de poder. Quien participa en la política guiado por el odio o la ambición venal se envilece hasta destruirse por completo. “El resentimiento, nacido de la debilidad, a nadie resulta más perjudicial que al débil mismo” (Nietzsche, 2020).
Preguntándose por el comportamiento de un guerrero ante el enemigo, Platón reprueba en La República la costumbre de despojar a un cuerpo muerto.
¿”No es una bajeza -dice- y una concupiscencia innoble el despojar a un muerto? ¿No es una pequeñez de espíritu tratar como enemigo al cadáver del adversario, cuando la calidad de enemigo ha desaparecido, quedando solo el instrumento del que se servía para combatir?” (Platón, 469d, 2011).
¿Acaso no hizo esto Jota Pe, a saber, precipitarse sobre un cadáver para despojarlo de la dignidad que no pudo arrebatarle en vida? La victoria sobre un cuerpo muerto no es una victoria. Ni siquiera la venganza, que tiene como fin el reconocimiento, ve la muerte como un objetivo suyo: “La venganza no tiene como objetivo la muerte […], la venganza tiene como objetivo el triunfo, que no es tal sobre un muerto” (Strauss, 2006). En Colombia, la política ha tenido como fin la muerte. El Estado colombiano, convertido en máquina de guerra en manos de vengadores asesinos y tenebrosos criminales, ha convertido el cuerpo en un botín, y la sociedad en un campo de batalla. Nuestros moralistas sin moral, que se hacen llamar “provida”, creyentes férreos de una fe que no practican, siguen aferrados a la ley del plomo y hierro, al asalto a sangre y fuego. Promotores entusiastas de la guerra, panegiristas fanáticos de la violencia, tienen a la muerte como único argumento. Olvidan, como recordaba Kant, que la guerra es mala porque hace más gente mala de la que se lleva. “La violencia política deja menos cuerpos que almas podridas”, escribió Nicolás Gómez Dávila. Hoy, el cuerpo de Piedad Córdoba está menos putrefacto que el alma de Jota Pe.
David Rico
Foto tomada de: Cambio Colombia
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