En memoria de Rachel Corrie, asesinada por el ejército israelí
el 11 de marzo de 2003 en Rafah.
El domingo 25 de febrero a la una de la tarde, un joven en uniforme militar camina tranquilo, mientras dice a la cámara de su teléfono: “Soy Aaron Bushnell. Soy miembro en servicio activo de la fuerza aérea de EE. UU., y ya no seré más cómplice de genocidio. Estoy a punto de participar en un acto extremo de protesta, pero en comparación con lo que la gente ha estado experimentando en Palestina a manos de sus colonizadores, no es nada extremo. Esto es lo que nuestra clase dominante ha decidido que sea normal”.
En el video que trasmitía para la plataforma Twitch, después de un corte reaparece frente a una verja, se le ve rociarse un líquido, lanzar a un costado el recipiente, ponerse con extraña calma la gorra de dotación, sacar en el puño algo del bolsillo derecho del pantalón, agacharse un momento, mientras se oye a los guardias del sitio formular la pregunta de protocolo, “¿en qué puedo ayudarlo, señor?” Se le escucha decir, “Viva Palestina Libre”, repentinamente brilla la luz de un encendedor y su figura se envuelve en llamas. Repite la frase otra vez, al menos. Orgulloso aguantó en posición de pie cuanto pudo. Los guardias que lo rodearon, ahora le apuntan con sus armas, exigiéndole echarse al piso. Estaba sucediendo frente a la embajada de Israel en Washington.
El video en Univisión Noticias recorta el final dramático. La cadena Associated Press (AP), hizo despliegue animado de la noticia, informando que Bushnell fue testigo de lo que hablaba, y que murió el lunes en un hospital. El New York Times informó el 1º de marzo, que Bushnell envió a varios medios independientes un escrito que anticipaba su protesta, y un enlace, encareciéndoles: “Les pido que se aseguren de conservar las imágenes e informar sobre ellas”.
Bien sabía Bushnell que no era el primero en inmolarse en USA de ese modo y por el mismo motivo. El 1º de diciembre la prensa norteamericana informó que “una persona”, “un manifestante”, se prendió fuego frente al consulado de Israel en Atlanta, Georgia, “en protesta por la guerra en Gaza”. Ningún medio identificó al suicida que llevó una bandera palestina consigo, mientras publicaban entrevistas con el guardia que resultó lesionado al tratar de salvarlo. Su rostro y su nombre los conocemos, los del protestante político no. Para burlar el pacto de olvido de su propia prensa, Aaron Bushnell – con nombre clásico de judío –, filmó su sacrificio en Twitch. De lo contrario, como sucedió en diciembre, habríamos leído que el acto revelaba un “odio inexplicable contra los judíos”, o padecía “trastornos mentales”, según la versión de la cónsul judía en Atlanta y algunos noticieros.
En una semblanza de Aaron Bushnell basada en testimonios y publicada el mismo 1º de marzo por El New York Times, se le atribuye haber tenido contacto con el Partido por el Socialismo y la Liberación en San Antonio, Texas. Según Barboza, una conocida, Bushnell comentó que “había pasado de un extremo – las creencias conservadoras con las que había sido educado – al otro, en el que formó sus ideas anarquistas y antiimperialistas”. El artículo que se hace pasar por investigación – una práctica usual para introducir el punto de vista editorial del medio sin comprometerse directamente –, destaca la rápida radicalización de las idea de Bushnell después de ingresar a las filas. Sin embargo, no revelan qué pudo conocer para que evolucionara de ese modo. Lo presentan como alguien que “mete” aceleradamente ideas confusas en su cabeza, quizá, digno de lástima.
Al grabar su propio sacrificio por las matanzas de Israel en Gaza, el soldado experto en defensa militar que servía en la defensa cibernética en Texas, arruinó el silencio preparado por los medios dominantes de comunicación.
La dramática muerte de Bushnell recuerda forzosamente la del 11 de junio de 1963, cuando el primer monje budista vietnamita se prendió fuego en una calle principal de Saigón, en los comienzos de la guerra que Vietnam del Norte libraba con el poderío militar norteamericano, que en mayo de 1975 iba a retirarse en forma precipitada y caótica. La fotografía inolvidable que a Malcom Browne de la AP le valió el Pulitzer en 1964, inmortaliza al monje Quang Duc inmóvil en posición de loto, pese a estar envuelto por las llamas, delante del grupo de compañeros que lo rociaron con gasolina, y rezan mientras lo ven arder.
Vietnam fue una fuente de premios Pulitzer de fotografía para la AP. Edward Adams lo ganó en 1969 por “la ejecución de Saigón”, una instantánea del 1º de febrero de 1968 que muestra a un oficial survietnamita apuntar en plena calle su revólver a la cabeza de un vietcong prisionero, que instantes después caerá muerto en las imágenes que mostró la NBC por televisión. Huynh Cong Ut también lo obtuvo en 1973 con la foto de “la niña del napalm” captada el 8 de junio de 1972. En ella, Kim Phuc, de siete años, llorando por las quemaduras del gel arrojado desde los aviones USA, corre hacia la cámara en Trang Bang.
Premiaron el poder del periodismo para alertar la conciencia del público sobre el sufrimiento y la crueldad de una guerra cada vez más insostenible e injustificable, librada a 13.800 kilómetros de los tranquilos hogares americanos, sin que los asiáticos que fueron a matar los estuviesen amenazando. Fue un horror de más de 17 años que finalmente devino inútil, pues desde la retirada de las tropas norteamericanas, Vietnam unificada es una nación pacífica y próspera.
Corrían los tiempos de “la guerra fría” y, sin embargo, la prensa norteamericana hacía con honestidad su trabajo. Criticaba a fondo las desviaciones del Pentágono y las falacias de la Casa Blanca, mientras asimilaba los golpes de Lyndon B. Johnson y Richard Nixon que acusaron al periodismo de causar el desastre vietnamita. Y razón no les faltó del todo, pues la información veraz alentó las multitudinarias marchas cívicas en todo el país que socavaron desde adentro la voluntad militar de sus tropas, antes de que con la Ofensiva del Tet del 1º de enero de 1968 comenzara a quebrarse en los arrozales asiáticos.
La situación de la prensa respecto de la ocupación de Gaza y el genocidio palestino es distinta, porque Israel impuso el silencio y la mentira.
No vivimos los años 60s y 70s, cuando la multipolaridad de medios producía versiones diversas, los reporteros extranjeros despachaban desde el frente mismo, y en las salas de redacción no se practicaba “la corrección política” de las noticias; esa perversión del oficio con la que directores y jefes castran los enfoques y mutilan las verdades inquietantes para sus patronos, que hoy lo son de casi todo. Por estos días, sólo las redes sociales y algún medio independiente publicarían lo que se divulgó en Vietnam.
De lo que sucede en la Franja de Gaza, solo conocemos lo que la autoridad ocupante filtra a su antojo. Como Israel prohibió la entrada del periodismo no comprometido con los planes de exterminio, desconocemos lo que realmente acontece dentro del infierno en que convirtió ese pedazo de desierto con 41 km de largo y 6 de ancho en promedio. El ejército israelí controla la información que ha de producirse y difundirse, con la comprensión y el silencio de los grandes medios informativos del mundo, en buena parte controlados o influenciados por la comunidad de la Torah y el Talmud.
Con la excusa del 7 de octubre, el sionismo se asegura de que nadie registre cómo destruye a escala industrial – no lentamente, como lo ha hecho por décadas – olivares, huertos, cómo vuelve a cegar pozos de agua con concreto, cómo derrumba a su paso escuelas, salas de parto, acueductos, redes eléctricas, centros culturales, mezquitas; en fin, todo lo que da identidad a los palestinos. Con ese propósito hacen volar edificios con explosivos, y de inmediato allanan la tierra con maquinaria pesada, preparando espacio para futuros asentamientos israelíes. Por culpa de una de estas acciones, el 21 de enero murieron 22 militares, cuando un cohete antitanque disparado por Hamas cayó sobre un edificio que minaban, haciéndolo explotar, y provocando la explosión de otro.
La verdad no dicha, es que los judíos desean todo el suelo palestino para sí. No les basta con la que recibieron de la ONU en 1948, y desde entonces no han hecho otra cosa que arrinconar a los palestinos en su suelo, mientras lo ocupan maliciosamente. Ése fue el gran problema que Hamas trajo a la mesa con el asalto sangriento del 7 de octubre, porque hasta entonces la cuestión de la ocupación continua fue desoída por los grandes poderes militares del mundo. Ahora, ese asunto tendrá que resolverse de fondo como condición para implantar la paz. La terrible acción nocturna contra los israelíes constará como una página dolorosa en la historia, aunque sin ella no estaríamos en camino de hallar una decisión unánime que someta a Israel a reconocer y tolerar un Estado Palestino independiente y seguro.
Una vía en la que hay avances no conocidos antes en la comunidad internacional, aunque falte el voto franco de Estados Unidos y el Reino Unido, que solo logrará la presión social en cada nación, la denuncia pública del genocidio, y ciertos arreglos diplomáticos y militares. Si el gobierno Biden no fuerza a Netanyahu a aceptar sin subterfugios un Estado Palestino, y a renunciar a su plan de buscar “una victoria total en gaza”, la matanza continuará. Algo difícil de detener luego de escuchar a Joe Biden declarar en la NBC: “no es necesario ser judío para ser sionista”, y agregar con sonámbulo orgullo: “Soy sionista“. Por desgracia, el anciano no responsable de sus actos que cometió semejante imprudencia – tal fue el veredicto del fiscal especial que lo investigó por sustraer documentos secretos –, es el presidente de una nación militarmente poderosa, principal aliado militar de su apéndice político en oriente medio.
El momento reclama oponerse a la “evacuación” de palestinos, como Israel llama a su estrategia de desocupar el sur de la Franja, para luego ir al norte y consumar el proyecto de una Gaza sin musulmanes, o someterla a su gobierno discrecional, según lo dejó saber Netanyahu. La paz exige parar de una vez la ocupación militar de Gaza. Es lo que reclama el sacrificio de Aaron Bushnell y la muerte de Rachel Corrie, asesinada hace 21 años por una excavadora militar judía, cuando trató de impedir con su cuerpo la destrucción de una vivienda palestina en Rafah. Sin embargo, nada frena los ataques deliberados contra las oficinas de la ONU, los transportes de agua, las caravanas humanitarias… las filas de desplazados.
El 29 de febrero, en una rotonda de la ciudad de Gaza, los soldados dispararon de lleno sobre una multitud hambrienta que esperaba harina de los camiones con ayuda humanitaria. Se han contado 116 civiles muertos y cerca de 550 heridos. El gobierno israelí niega su responsabilidad en la matanza: un crimen de guerra inocultable. Su vocero explicó en la televisión que la mayoría murió por causa de una estampida, o atropellados por los camiones, por el caos que la gente provocó al arrojarse sobre los camiones, o querer asaltarlos. A continuación admitió que las tropas pudieron haber herido a unas diez personas, tal vez, cuando tuvieron que disparar a las piernas porque la multitud se acercó “peligrosamente” a sus tanques de guerra. Y divulgaron un video de sus drones militares en el que se ve la multitud, sin llegar a verse “la estampida” que los mató. Biden, despertando de un sopor, acertó a decir que lo ocurrido “dificultará las negociaciones”, y que reforzará la ayuda humanitaria por vía aérea. Alemania y Francia apenas se atreven a “exigir explicaciones” a Netanyahu.
El New York Times y la mayor parte de diarios norteamericanos y europeos, recogen la versión del “caos causado por la estampida”. El País, español, al acoger la versión de que un centenar murió cuando la multitud “atacó” los camiones de ayuda, deja en el aire la idea de que tal vez se lo merecieron. No importa que el supuesto “el ataque a los camiones”, no a los tanques israelíes, fuese la obra de miles de mujeres, ancianos y hombres desarmados y famélicos por el cerco alimentario al que han sido sometidos. Ni la gran prensa ni los países principales de Europa se atreven a obligar a Netanyahu a frenar la violencia insoportable después de 146 días de cañonazos.
Entretanto, seguimos en ascuas, esperando otro golpe bestial, inhumano, del sionismo.
Álvaro Hernández Vásquez
Foto tomada de: El Español
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