“Ni siquiera soy artista de verdad, sino una especie de impostor que escribe desde el asco más absoluto” (Bukoswski)
El autor de estas notas bien puede calificarse de impostor, pero, además, de ladrón. Sí señores lectores, este discurso no es mío, de ninguna manera soy el autor de palabras desesperadas y originales de seres callejeros, aunque tocados por cierto gusto intelectual, que también suele rozar los espíritus fantasmales, de hombres y mujeres encumbrados. A la cima de la desesperación llegan por doquier sucios y limpios, impíos y feligreses, doctos y analfabetas. Mejor dicho, como se canta en la salsa aquella “nadie se salva de la rumba…cualquiera lo lleva hasta la tumba…desde el estudiante al rector…”.
“El síndrome del impostor” fue descrito por las psicólogas Pauline Clance y Suzanne Imes en 1978; pero valga decir, que esto lo aprendí primero leyendo al gran poeta y filósofo lusitano Fernando Pessoa. Ese sí que fue un impostor clásico. Todo lo que escribió no se le puede suscribir a él. Que lo digan Alberto Caeiro, Álvaro de Campos, Ricardo Reis u otros que dejó ocultos o aparecen súbitamente en la pluma de un fumador y bebedor empedernido y solitario, apenas escondido en una oficina y dentro de un sombrero y disfrazado con gabán. Nuestro Barba Jacob se escondió en la “Cara de Caballo” y, el verdadero Raúl Gómez Jatimm sigue comiendo mangos en el parque de Cereté y deambulando por los alrededores de la Ciudad Amurallada de Cartagena. El otro lo aplauden miles de estudiantes en los recitales.
Para que no se me acuse de cleptomanía, debo confesar que todas las citas que a continuación coloco al inicio de cada disertación, me las ha regalado la gran escritora española Rosa Montero, a través de su bello texto “El peligro de estar cuerda”. Por sus páginas llenas de citas, relatos y anécdotas existe un profundo análisis de las distintas formas de lo que conocemos por locura, en escritores y artistas, gloriosos o caídos en desgracia. De esas cimas y de esos sepulcros hemos tomado fiel nota para exponer tragedias de pronto menores, pero muy dicientes en los perversos fenómenos del espíritu y la condición humana.
Me han prestado igualmente personajes y, siendo así, tampoco les he pedido permiso para esta “perorata del apestado”, como diría Gesualdo Bufalino desde un sanatorio para tuberculosos. Yo también conocí muchos enfermos graves del pulmón, cuya tos asediaba los recintos más oscuros y malolientes. Y así, sin ningún asco se circulaban la pipa y el pucho de boca en boca, como otros, la jeringa de brazo en brazo. Curiosamente nadie murió durante la pandemia del Coronavirus. Aparecen tirados en el suelo, muertos por inanición, frío o descuartizados. Pero siguen vivos en la memoria de sobrevivientes ociosos y de pronto hasta creativos, que se aprovechan de su palabra para publicar artículos como este.
“¿No será que no encajo, que me da vergüenza, que soy corta, y por eso fantaseo con convertir mis sueños en novelas y en poemas espléndidos con los que deslumbrar? (Silvia Plath)
Uno de los sueños más recurrentes de mi amigo Meditabundo consistía en que él se elevaba hacia la cima de una montaña o incluso se encumbraba a lo más alto del mismo globo terráqueo y, desde allí se lanzaba al vacío. Lógico, con demasiado miedo; pero cada vez más osaba hacerlo, a sabiendas del vértigo que ya lo acosaba en el sueño. No obstante, volvía a iniciar su brega. Tal vez, por eso se había convertido en una especie de Sísifo; él cargando la pesadez de la pesadilla, para volver a tener que arrojarse y así indefinidamente seguir viviendo en un sueño aterrador. Meditabundo ya conocía el padecimiento, pero deseaba más adrenalina. No creía conocer el final, pero si volvía a repetir el sueño, desde algún lugar sabía que continuaría en su trasegar vital; pues era un ser que estaba vivo y en la duermevela se le asomaba un retazo de la conciencia para confirmárselo. Regresaba a ese deporte nocturno de las alturas. Ya tenía su propio Everest, muchas veces se le aparecía lleno de pasto; algo así como las colinas pequeñas donde de niños subíamos para elevar las cometas en las épocas de buen viento. En otras ocasiones se le presentaba un monte lleno de árboles, del cual salía buscando un escampado para arrojarse. Pero cuando la aventura era total y más delicada, era porque se encontraba en el culmen de la esfera, observando su redondez y una distancia que cada vez lo llamaba al desafío. De una cosa estoy seguro y, es que Meditabundo nunca había siquiera tenido en sus manos aquel grueso tomo de Don Freud titulado La Interpretación de los Sueños. Por eso no se le pide ninguna hermenéutica a mi personaje; pero pagaría asumirlo por distintos lados, que este plumígrafo no intenta en este barrunto literario. Qué cargaba, porque subía, porque repetía, deseaba soñar eso o existía alguna fuerza instintiva que lo llevaba en serie hacia esa aventura casi mortal. Además, por qué no volvió a soñar tan tenebroso y misterioso suceso.
Mientras tanto a Meditavirus le ocurría algo más particular. Él en las noches de hambre y travesía, mientras nos encerraba misteriosamente la famosa Pandemia del Virus-19, me relataba una y otra vez que, por la noche, ya dormido, miraba hacia el techo de su modesta pieza e intentaba salir. Sentía y veía que dejaba su cuerpo tendido en el colchón y él se iba elevando por el entorno de la habitación. Desde lo alto él continuaba observándose, daba varias vueltas por el cuadrilátero de su pequeño recinto, miraba la puerta con ansiedad, pero nunca pudo o quiso salir a la calle así volando. Cierta vez le contó este sueño obsesivo a su amigo Gilbert El Teólogo y este lo invitó para que saliera de su habitación y lo buscara en su casa a ver si podían conversar; pero nunca volvió a suceder esto y en consecuencia se quedaron con el diálogo nocturnal y soñoliento pendiente, porque Gilbert murió. Meditavirus siempre decía ser bastante cartesiano, demasiado racional para asistir a una sesión de levitación mientras la noche lo acompañaba, al perderse ya la luna que lo emocionaba. En sus especulaciones de filosofía y física callejera, nunca se pudo explicar realmente este fenómeno, donde él era el actor fundamental, desafiando la ley de la gravedad y talvez desdoblándose. Eso se quedó así. Nunca supo si era él o posiblemente su alter ego. El mismo, el otro, los otros, el original, la copia o las múltiples representaciones mentales que lo tenían en la mira mientras roncaba.
Cuando supe de estas aventuras de mis amigos, deseé firmemente experimentarlas en mi propio cuerpo y con mi mente particular. Pero no, yo me siento diferente, si tengo pesadillas, pero no llegan a estas configuraciones fenoménicas tan espectaculares. No deseo decir nada, pues soy un literato incipiente y de ninguna manera un psicoanalista y, menos brujo y mentalista. Pero que rico hubiera sido ser un iniciado, desafiar la gravedad, acometer levitación, jugar con el vértigo, no sufrir de claustrofobia y, talvez, ser libre para volar. Entre tanto, que lo intenten ellos, pues a lo mejor, están más dotados que yo.
…y que el placer artístico “podría entenderse como un mecanismo evolutivo para sobrevivir” (Dierssen)
Meditabundo solía llegar a los museos y galerías de arte trasnochado, sucio y con hambre; pero con una ansiedad infinita de extasiarse observando fotografías artísticas, esculturas, pinturas y libros de arte; saltando de uno a otro, sin ninguna lógica académica y tal vez, solo por la necesidad de alternar con alguien que no lo mirara, ni lo oliera y, por supuesto, que no lo juzgara. De esto se alimentaba y sentía placer. Volvía a salir a caminar por las calles acariciadas por la lluvia y así poder lavarse un poco el rostro, para continuar observando las otras personas, que posiblemente estaban en otro mundo muy distante del suyo. Mientras conseguía una moneda para un pan y un café barato, que paliara en algo su desastrosa condición de urbanauta sediento y hambriento, en busca de un no sé qué. Cómo apreciar una gorda de Botero o la placidez de muchos Velásquez, sin una migaja de arroz en el estómago. Cómo asombrarse con Caballero o con Dalí después de una noche de tormentas y fantasmas. Como deslumbrarse ante el claroscuro de un Rembrandt o ante los colores desafiantes de María Paz y Obregón, pero seguro que eran las ansias de seguir viviendo y escondiendo su mentira y su realidad, por la vía de los colores y los trazados que lo empujaba a la calle y a la vida. Al final, no podía dormir en los sacrosantos recintos del arte y la cultura y, acudía necesariamente al frío pavimento, aún con las siluetas en sus ojos cansados.
“Sentí un funeral en mi cerebro
Los deudos iban y venían
Arrastrándose – arrastrándose-
Hasta que pareció
Que el sentido se quebraba totalmente”
(Dickinson)
Una y otra vez, de forma más acelerada, escaldaba los peldaños resbaladizos de la sinrazón; pero, así, continuaba observándose así mismo. No alcanzaba a verse el rostro, ante la ausencia de los espejos y, no porque optara la vía de Borges, de odiarlos por su repetición infinitesimal y menos por la búsqueda delirante del Dorian Grey de Wide. No, no. La situación era otra. Sus ojos estaban dirigidos a un frente inasible y a un abajo indescriptible. Pero tampoco se imaginaba su cabeza desde alguna altura. Entre porro y porro, entre polvo y polvo se fue desvaneciendo hasta tocar el piso, solo por un instante, padeciendo la eternidad, sin buscarla conscientemente. Le habían dicho que dormir era morir un poco; pero que tranquilo, que la vida es sueño según Don Pedro Calderón de la Barca. Y escuchando reguetón ruidoso, se acordaba de un tango a la distancia “… soñar y nada más, con mundos de ilusión…despertar es quebrar ilusiones y hallar, entre sombras, la amarga verdad”. Pero antes de encontrarse tortuosamente con la realidad, cayó. Se fue deslizando por la pared que sostenía su espalda, hasta quedar tendido en el piso mugriento y frío. Cuando despertó unos ñeros lo acompañaban e inquirían acerca de su condición:
– – – |
¿Qué le pasa?
¿Cuánto tiempo llevo aquí? Solo se acaba de caer. |
Meditabundo salió lento, cuidando su alrededor y con un funeral a cuestas, que posiblemente era el suyo. Estaba experimentando la muerte poco a poco y, por eso no le tenía miedo, talvez la ansiaba, la esperaba; pero también quería y necesitaba seguir viviendo.
“Escribo como si fuera a salvar la vida de alguien. Probablemente mi propia vida”
(Clarice Lispector)
Este hombre, aunque decidí bautizarlo Meditabundo, no solo meditaba, se carcomía el cerebro a sí mismo; sino que también escribía demasiado. Era toda una venganza, porque en el primer Hospital Psiquiátrico que se internó, le prohibieron tajantemente la lectura y la escritura como la mejor vía para curarlo. Esta fórmula tan científica se la siguieron administrando en los Hogares de Rehabilitación en los cuales lo ingresaron para salvarlo de los fantasmas y los vicios. Pero continuó rebelándose. Clamaba por papel, lápices, colores, cuadernos, revistas, periódicos y libros. ¡Vaya paradoja! Era muy juicioso al escondido. Lograba pequeños espacios para sus menesteres de intelectual aún no derrotado. Y cuando le admitían rayones desde una primera mirada despectiva o falsamente interesaba, le decían que siguiera escribiendo sobre el asunto para ayudar a salvar vidas, sin saber que estaba salvando la propia. En efecto, no deseaba ser terapeuta, ni sacerdote, ni curandero. Solo quería y necesitaba leer y escribir. Así lleno decenas de cuadernos y papeles amarillentos por doquier. Fue completando sus memorias de sanatorio en sanatorio, de residencia en residencia. Hacía bitácoras completas de sus largas estadías en esos famosos centros o casas de ayuda humanitaria. Registraba y comentaba cada libro que llegaba a sus manos. Ensayaba logoterapia o mejor lo ensayaban en logoterapia. Escribía por terapia, por catarsis, por placer, por salvarse. Meditabundo no sería Meditabundo si no fuera porque se atrevió a cometer poemas, ensayos y narraciones que fue dejando en hoteluchos de mala muerte y porque su hermana-madre salvó muchos, que ahora limpia para seguir viviendo; entre recuerdos tortuosos y risas de liberación y salvación. Pero también ahí fue acrecentando sus gustos por las enciclopedias, las biografías, los diarios y las memorias. Así pasaron por sus ojos y sus manos todo Salvat, la Británica, la Hispánica, regresó al Tesoro de la Juventud y a cuanto diccionario incompleto caía ante sus ojos ávidos de vivencias en el encierro insoportable. Las de Don Aquileo Parra, las de Tomás Mann, las de Proust, las de Camus, las de Toscanini y, tantas otras fueron devoradas de rato en rato, de escondite en escondite. Y así fue escribiendo sobre su vida, la de los demás y la del mundo de los libros.
…el opio descorría los velos “entre nuestra consciencia presente y las inscripciones secretas del espíritu” (Tomás De Quincey)
Definitivamente entre cuatro paredes y en algunas partes, aún con las hendijas selladas, para Meditabundo era muy difícil el arte de la escritura acerca de lo real; con razón algún garabateo que ha sacado a la luz pública para ciertos amigos, son solo elucubraciones, mensajes secretos de su espíritu atormentado, inscripciones herméticas y algunas elucubraciones sobre la vida y la cultura, que apenas lograba medio entender y comunicar. En ellas se avizora una rara conexión entre la presencia vital y libresca con los entresijos de la mente y un espíritu atormentado. No se sabe quién dicta los poemas; pero eso sí, no los redactaba ni corregía. Eran y son la primera versión de una ráfaga inconsciente. Palabras, muchas palabras que llenaban cuartillas para alcanzar un retaza de la vida lúcida. Ejercicios, muchos ejercicios, esperando talvez una oportunidad para mostrarle a alguien su salvavidas más íntimo. Conversaciones secretas e ilusorias con los grandes de la cultura y la inteligencia; muchos de ellos también locos, atormentados o lucidamente enrevesados. Una labor titánica es lograr conectar el pasado desde un presente tortuoso, encasillado y vilipendiado, para de pronto en algún futuro mostrar otro rostro. Pero en sus múltiples lecturas, me decía, trataba de indagar con pocas herramientas el ser de los otros y un pequeño dialogo con el suyo. Pero eso caía en Cocteau, Wordsworth, Ribaud y algún Bwkosbky tratando de desentrañar sus condiciones en sus letras, de buscar motivos, hallar de pronto analogías; pero cada loco estaba en su tema y, una vida sencilla y sucia no cabía ni en el cielo ni en el infierno de los clásicos más desesperados. Por eso Meditabundo no logró perfilar una obra y solo fue arrojando retazos de su espíritu y algunas palabras acaricidas por una pluma muy novata, todavía aún en su vejez.
“La lamentable y magnífica familia de los nerviosos es la sal de la tierra.
Todo lo que es grande proviene de los nerviosos” (Proust)
En forma equivocada se suele decir que es producto de la tranquilidad y la lucidez que se llega a hacer grandes cosas, sobre todo en materia de arte y escritura, como también en ciencias. Pero es necesario echarle una mirada a la historia de la filosofía, la literatura y la ciencia, para despejar el conocimiento y colocar nuestros ojos en ciertas personalidades y situaciones críticas, que han producido investigaciones, descubrimientos, tratados y monumentos del arte y la cultura. Es cierto que ahora gozo de tranquilidad y comodidad para redactar algo acerca de la vida de dos amigos muy cercanos a mi trasegar, como lo fueron Meditabundo y Meditavirus; pero al hurgar en las vivencias y los papeles de ellos, los nervios, la inquietud y la zozobra hicieron de motor para que escribieran algo y hoy poder rescatarlos en la maraña de las letras; solo para que mis amigos conozcan un poco acerca de ciertos personajes con los cuales solía convivir en las calles, los sanatorios y las sacristías. Por eso mismo alternaba mis conversaciones con este par de compañeros del alma y con Zaratustra, Damián, Gregorio Samsa, Don Quijote, Artaud, San Agustín, San Pablo y Malcolm Lowry cuyo Volcán casi me destruye. Mi primer amigo, era tan nervioso que casi no hacía nada, solo meditaba día y noche y, al segundo se le había inoculado un bicho que casi le destroza los pulmones y los nervios. Así y todo, con ellos parlaba de literatura inglesa y alemana principalmente y de filosofía francesa que tanto nos encantaba. Hacíamos obras de teatro con personajes de la calle, ñeros, travestis y otros no muy cuerdos. Montábamos torneos de ajedrez, jornadas de pintura y largas caminatas diurnas y sobre todo nocturnas, dizque para despejar la mente. Pero la verdad, nos aquejaban delirios, psicosis y culpas que no nos dejaban tranquilos. Sin embargo, se meditaba y conversaba a la luz de la luna, amparados por velas que mostraban el acabose antes de la llegada de un sol que nos azotaba la piel. Así, en otras oportunidades hablábamos en verso, para poder reír a carcajadas. Sólo que ahora recuerdo que era también solo una risa nerviosa.
“Me he convertido en prisionero de mí mismo, me he encerrado en una mazmorra y ahora no encuentro la llave para ponerme en libertad, y si la puerta estuviera abierta, casi tendría miedo de salir. Durante los últimos diez años no he vivido, sino solo soñado que vivía” (Hawwthorne)
No solo había estado encerrado un año con los frailes franciscanos trabajando la tierra, orando, obedeciendo y en plena castidad; sino otro tanto con los sacerdotes de la llamada Teología de la Liberación; amén de innumerables hospitales psiquiátricos y centros de rehabilitación. Todo lo que en suma representaba cerca de veinte años; entre las paredes y las cercas de estos establecimientos y las cadenas que se echaba en las calles. Mi personaje, créanme, fue un prisionero durante veinte años. Sin embargo, yo lo escuché cantar más de una vez a Gardel:
“Que veinte años no es nada, que perdí la mirada…errante en las sombras” y un largo tara rá…Pero cuando cantaba, meditaba en voz alta; pues yo sí creo que un borracho medita cuando le canta tangos al amor, al desamor, la luna y al barrio que lo vio enloquecer “de pura curda”. Por eso Meditabundo ha seguido “piantado, piantado”, diciéndole a una mujer: “Subite a esta ternura de locos que tengo para voz”, citando esa “Balada para un Loco”, que tanto le gusta tararear. Yo no sé todavía si él era circunspecto, le gustaba el circunloquio o era un simple loco de círculos viciosos. Pero estaba encerrado y maniatado. John, su admirado profesor de filosofía le había dicho: “los locos se amarran y se encierran así mismo”. Entonces dónde estaba la educación liberadora de Paulo Freire que dizque tanto aprendió. Donde había quedado la teología de la liberación en la que rezó muchas veces al pie del patíbulo espiritual. Donde estaban los ejércitos de liberación que siguió en sus años mozos o en aquellos elucubrados de Papini cuando se metió con su Diablo. No, él estaba solo y encadenado o de pronto “Prisionero del Mar”; pues amaba el bolero y sus cadenas, a pesar de las caderas que tanto acariciaba en noches de farra en los lugares más sórdidos. Por eso yo creo firmemente que no solo Erich Fromm le “tenía miedo a la libertad”, sino que Meditabundo, por más que su cacumen lo azuzara, también padecía ese mal, que no le permitía encontrar la llave amaestra y, si algún día la halló, siguió igual porque él al igual que Sartre “estaba condenado a la libertad”. Tuvo miedo de salir del convento, pues lo asustaban las mujeres, tuvo pánico de salir del psiquiátrico porque lo atemorizaban los automóviles y, regresaba a los antros, con miedo a la libertad. Por eso buscaba la noche, los rincones, las calles oscuras y los matorrales, no le bastaba la vida lúgubre, pero se embelesaba observando un cuadro de Zurbarán.
“Los humanos somos una pura narración, somos palabras en busca de sentido” (Rosa Montero)
Y alguna vez Roland Barthes agregó que “el que no escribe es porque ya está escrito”. Por eso Don Quijo y los libros de caballería, por eso los manuscritos de Melquiades, por eso la ladrona de libros, por eso Borges escribió casi todo antes de quedar ciego. En fin, entiendan mi afán de contar lo que le sucedía en las calles, los manicomios y los conventos a mis amigos Meditabundo y Meditavirus, pues nunca los volví a ver a partir de mi regreso a la ciudad de Armenia. E intento de valerme de las palabras de algunos escritores más locos que yo, para poder tratar de hilvanar sus palabras, sueños y sucesos. Si no los volví a ver, si ya no están para dialogar conmigo y no tengo ningún escrito de ellos; por eso recurro a la narración, procurando darles un sentido a sus palabras perdidas en la noche y en los vericuetos de la gran urbe y solo así recobrar su rostro y su sentido. “Todas las voces todas…” decía una famosa canción social. “Que se alcen las voces con valor.”, expresaban los versos de La Internacional. Y la balada aquella decía “Palabras, palabras, palabras…”. Pero existen seres que no llegan a modular nada o experimentan estados de absoluta mudez. Y recordemos, a los niños recién nacidos la partera o el médico les pegaba en las nalgas para que lloraran y así manifestar que estaban vivos, pues ellos todavía no eran seres parlantes. Por eso nos asombra y reímos de la repetición sonora y la observación que hacen los loros. Nos asusta el sonido de los búhos en la noche y quedamos extasiados del canto de los pájaros al amanecer. Pero siempre se ha requerido quien escriba sobre los animales. También se necesita quien hable y escriba de nosotros. Aún la historia la siguen escribiendo los vencedores. Menos mal que hace más de un siglo tenemos los poemas, los relatos y las canciones de la Generación Beat Nik, es decir, los testimonios del mundo undergraund y la literatura de alcantarilla para develar el suburbio, la noche y muchos fantasmas que reclaman un decir. El gran Gabo decía que la literatura estaba regada por ahí en el suelo, que lo que se necesitaba era saber recogerla. Tal vez tenía razón. Dostoievski lo vio y lo sintió todo. Y a Vargas Llosa le falta mundo, necesita noche, aunque es un gran investigador y un escritor de profesión.
“No creo haber temido a la locura, porque, primero, eché mis miedos fuera a
través de la literatura, es decir, escribí mi miedo a la locura” (Lessing)
Por mi parte, nunca le tuve miedo a los dioses, la noche, los fantasmas, ni a la policía, ni a la pobreza y tampoco a la muerte. Siempre decía que le tenía pavor a la locura. Y por muchos años creo haber experimentado algo parecido a ella o vi sus rostros semejantes. Aprecie la locura en la literatura, el arte y el amor. Hacer compulsivamente lo que no se quiere, hacer el mal sin quererlo, pero conociéndolo según dicen que lo dijo Pablo de Tarso. Vivir una larga pesadilla de día y de noche, sabiendo “conscientemente” lo que se está experimentando, acariciar otras realidades muy diferentes a ala comunes y corrientes, sufrir de placer. Cantar el bolero …” miénteme, miénteme más, que tu mentira me hace bien…”. O este “…ódiame por favor yo te lo pido, ódiame sin mentira ni clemencia…” y continuar
con “Loca Ansiedad”. Es decir, llame a gritos la locura sin haberme servido ni el cristianismo ni el marxismo. También renuncié a la masonería y a todas las logias posibles, me entregué a la anarquía, me le salí al sistema y terminé en las calles, los suburbios y los hospitales para poder escribir estas líneas y muchas otras más. Por eso amé a Don Quijote y tampoco quise que lo volvieran normal cuando estaba a punto de morir, sencillamente porque ya no sería El Ingenioso Hidalgo de la Mancha; sería simplemente un caballero más. Por lo mismo, conociendo a Michel Foucault, aplacé la lectura de la Historia de la Locura, sólo para cuando estuviese bien internado y bien amarrado; solo así la estudié y la completé en mi estancia en medio de esos barrotes con Locura y Sociedad de George Rosen. Después de haber conversado con miles de locos en la calle o en los internados, ya no sé qué decir seriamente. Todo se tambalea. Después de haber asistido a decenas de sesiones con sicólogos, psiquiatras, terapeutas y sacerdotes, no creo que me reste algo para confesarme. He preferido seguir leyendo, escuchando música y tratando de escribir poesía, pero fundamentalmente tertuliando con los amigos y, he notado que las palabras, sus palabras y mis palabras me permiten vivir más o menos en forma sensata y sostenida.
“Conocí Jericó / yo también tuve mi Palestina / los muros del manicomio eran los muros de Jericó / y estaba también el Mesías / confundido con la muchedumbre: / un loco que gritaba al cielo / todo su amor a Dios” (Ada Merini)
Cuando dirigí La Biblioteca de los Ñeros al lado de Meditabundo y Meditavirus había unos personajes de antología. Eran los primeros en llegar a las 4 y 30 de la mañana, ya bañados y vestidos a reclamar diez biblias para reunirse a rezar y cantar, siempre decían “la Palabra, la Palabra”, claro, con mayúscula como un sujeto especial de carne, hueso y sentimiento. Estaban aferrados a la Palabra ante tanta desventura. Se echaban la bendición para irse a robar y drogar. Uno le decía al otro:
– – – |
Vaya con Dios Cuídese Tranquilo que yo voy es con el de arriba |
Y así sucesivamente todos los días. Se bendecían antes de ingresar a la olla y, algunos santificaban el puñal. Por eso no me extraña que, en la reciente guerra entre Israel y Palestina, cada uno acuda a su Dios y a su libro sagrado. Quién tiene la razón, el del Talmud, el del Corán o el de la Biblia; pero tampoco tienen la razón los ateos. Todos se agarran de un discurso, de unas palabras más o menos coherentes para entrar a la guerra, ya sea callejera o en los campos y ciudades de exterminio. En Medallo y en la sicaresca paisa hace rato está La Virgen de los Sicarios y en la Argentina ya se Tiene a Santa Evita y se adora La Mano de Dios. Y por si faltara algo, Chávez hizo redactar el Padre Nuestro de su propiedad, en el cual se le cita expresamente a él. ¿Dónde están los locos? Quién podrá responder o habrá que recurrir a la máxima de la vieja España: “Averígüelo Vargas”.
En la Cínica El Prado estaba recluido un señor que todos los días y a toda hora, se arrodillaba frente a cada cuadro de un tal Pikika y exclamaba:
– – |
Gloria al Dios Uribe. Gloria al Dios Uribe. |
Por supuesto, le colocaba mucha atención a este paisano tan delirante. Ni veía a Dios, ni veía a Uribe. Pero él insistía en su admiración, talvez producto de la imaginería religiosa, de lo deformado y oscuro del cuadro, de la máxima ideologización de la política y de la ortodoxia delirante de la religión. Todo en él tenía asiento, se revolvía y sus palabras eran el resumen caótico de su condición. Más tarde supe que era el hermano de un político muy distinguido del Centro Democrático en esta región y, que mientas el otro llenaba sus arcas con discursos alambicados y llenos de una retórica basada en puras falsedades, el interno solo se inclinaba y pedía, mientras aumentaba su deterioro físico y mental, Ante este paisaje humano y social, yo no puedo afirmar qué es la locura y quién definitivamente está loco. De todas maneras, ahí seguían preguntándose los médicos, los psicólogos y los psiquiatras, mientras en las calles los votantes asistían fielmente a una reelección presidencial.
“No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio” (Camus)
Cuando por fin dejé de andar y conversar con Meditavirus y Meditabundo en las sucias calles de la capital, regresé a una región bella, rica y poderosa, donde los periódicos, la radio y la gente en los corrillos no hablaba más sino de los suicidios que cometían los adolescentes y jóvenes de todos los estratos sociales, económicos y culturales. ¡Qué zozobra! Primero fue un terremoto que azotó la tierra, los edificios y toda la sociedad. Salían de los escombros los locoquitos de siempre. Aparecían nuevos enajenados cada día y, cuando supuestamente se terminó la reconstrucción del Eje, ya estaba saturados los hospitales, los manicomios y los llamados Centros de Rehabilitación. Droga y trago por doquier alimentaba las almas desesperadas y aquellas que decían haberse salvado de las tumbas improvisadas por la naturaleza en cada barrio, casucha o edificio. Cuando volví a inquirir:
– ¿Qué le está pasando a la gente?
Alguien me respondió de inmediato:
– Aquí le movieron el piso a todo el mundo.
Continué con mi perorata:
– ¿Y por eso se matan?
Y volvió tajante con su palabra el vecino:
Claro, si a uno le mueven el piso y Ud. queda girando en los escombros de la tierra y de la vida, ¿qué más?
Yo no tenía elucubraciones filosóficas y psicológicas frente a esta sabiduría popular. Los burócratas hablaban de un cierto “tejido social” roto y ganaban mucha plata dizque “reconstruyendo el tejido social”. En los cambuchos se violaba, maltrataba, peleaba, mataba, drogaba y se deliraba cada noche. Había mucho licor robado, gratis, fino y al alcance de todos. Pasar una noche en la calle implicaba fiesta y demencia. Pero años después, todo siguió casi igual. Ahora la nota periodística y la alarma oficial y educativa es el mostro del suicidio que ronda por los barrios populares y los edificios del norte, donde mujeres bellas se arrojan al vacío.
Pero antes del sismo hubo una generación que adoraba a Ciorán y se inyectaba H. Hablaban de la podredumbre en los términos del filósofo iconoclasta, dizque el heredero excelso del autor del Ocaso de los Ídolos y El Anticristo. Cómo seguir un hombre que nunca se suicidó, pero si envalentó a la juventud europea y latinoamericana. Un buen ensayista que nunca tuvo que trabajar ni pagar estudios, pues siempre vivió de su esposa y de las becas universitarias. Y dejo el rumano para revisar los periódicos y terminar aterrado frente a la tele, observando como en Norteamérica cada tanto un joven se apea de las mejores armas, avisa por las redes lo que va a cometer e inmediatamente ingresa a un colegio como Pedro por su casa, mata 5, 9 o15 y después se suicida. En los Estados más modernos, bellos y ricos, que tienen las mejores universidades del mundo, los locos campean por estadios, parques y centros educativos y, los más excelsos aprietan el gatillo desde la Casa Blanca y el Pentágono para cometer grandes masacres, homicidios selectivos y verdaderos genocidios. Pero la psiquiatría en los EE.UU. y Europa está muy avanzada. Me agradaría volver a mis ejercicios peripatéticos con Meditabiundo y Maditavirus para intentar alguna respuesta; pero caigo en la cuenta de que no existe un asomo de determinación al respecto. Qué lástima que mis amigos de otrora se sigan suicidando a plazos en las interminables noches del frío tortuoso y acariciante a su vez.
Francisco A. Cifuentes S.
Foto tomada de: Zenda
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