Los primeros apartados de este documento rastrean, en algunos artículos y entrevistas, la pérdida de sentido y la cooptación del término, que revelan una visión particular y estrecha de universidad, para luego plantear algunas reflexiones sobre el sentido complejo de la autonomía universitaria, que sirvan a un debate abierto sobre las implicaciones de su naturaleza y función, y que permitan pensar en salidas a la crisis que atenta contra la estabilidad de la primera universidad pública del país. Una comprensión más compleja de la autonomía puede contribuir a evitar una polarización innecesaria de los estamentos de la universidad y de la opinión pública.
1 Integrantes del Grupo de trabajo sobre autonomía y constituyente universitaria. Agradecemos a Patricia Sierra y Ana María Ospina por sus sugerencias y observaciones. Este texto tuvo su impulso inicial en las reflexiones del Claustro autoconvocado de profesoras y profesores de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Colombia.
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“Lo que sí tengo claro es la autonomía universitaria: nosotros no nos alineamos ni con tendencias políticas, ni religiosas ni económicas”, afirmaba la profesora Dolly Montoya, recién nombrada para su segundo período como rectora de la Universidad Nacional, en una entrevista para El Espectador publicada el 25 de marzo de 2021. “Autonomía” es, según estas afirmaciones, la “neutralidad” necesaria para el cumplimiento de la función misional de la Universidad Nacional:
La Universidad es un centro de diálogo, donde buscamos construir nación. Y todos tenemos que trabajar en la construcción de nación. En eso tenemos total autonomía. Hay diferencia en la concepción de autonomía: una que dice que nos lo merecemos todo y otra que dice que debemos aprovechar la autonomía para que con nuestro conocimiento podamos apoyar el desarrollo de las regiones tanto en innovación social con las comunidades como con las empresas porque hay que generar competitividad en el país. En ese sentido tenemos muy clara cuál es la misión de la Universidad Nacional con el país.
Estas declaraciones son sintomáticas de la forma de concebir la universidad y su autonomía que se ha venido imponiendo durante las últimas décadas. Con frecuencia, los nuevos líderes académicos acuden, como lo hace aquí la profesora Montoya, a valores positivos y distinciones tajantes con un innegable sabor maniqueo: nadie puede negar que la Universidad sea “centro de diálogo”, que su labor esté ligada a la “construcción de la nación” o que el conocimiento deba servir de apoyo a “las regiones” o las “comunidades”, del mismo modo que muy pocos supondrían que la autonomía consiste en que los miembros de la comunidad universitaria “nos lo merecemos todo”.
Lo importante, sin embargo, es el contexto en el que se enmarcan todas estas bondades. “Innovación social”, “desarrollo” y “competitividad” son presupuestos cuya aceptación por parte de la comunidad debería, por lo menos, ser discutida si la Universidad aspira, en verdad, a ser un “centro de diálogo”. Lo que sí queda claro es que, de acuerdo con esta definición, la autonomía no es un fin, sino un instrumento para dirigir a la Universidad hacia la lógica de innovación y competitividad que caracteriza las relaciones sociales en la forma actual del capitalismo. Quienes defienden esta concepción parecen no darse cuenta de la contradicción en que incurren: cuando la autonomía es concebida como el instrumento “neutral” para un fin determinado, deja de ser neutral y deja de ser autonomía. La universidad laica es independiente de cualquier tendencia religiosa, pero la universidad que presenta la profesora Montoya sí se alinea con una tendencia política y económica muy precisa: la tendencia dominante de la productividad capitalista. En el esquema conceptual de la profesora Montoya, la “construcción de la nación” se reduce a poner el conocimiento al servicio del desarrollo económico y la competitividad. Y un conocimiento puesto al servicio de un fin externo, inmediato, ya no puede ser autónomo.
La definición de la profesora Montoya es además imprecisa e incompleta. En primer lu-gar, porque autonomía y neutralidad son dos cosas diferentes, sobre todo cuando la neutralidad se concibe como una cómoda posición de equidistancia con respecto a cualquier tendencia ideológica. La Universidad, como cualquier institución, tiene una posición particular en una red de relaciones políticas, económicas e ideológicas frente a las que no puede fingir indiferencia. Si la Universidad tiene como fin participar en “la construcción de la nación”, debe asumir posturas precisas con respecto a las tendencias dominantes: debe convertirlas en objeto de reflexión, someterlas a crítica, exponer su alcance y sus límites. En ese sentido, la Universidad no es un mero “centro de diálogo”. Su relación con el entorno es una relación crítica, y en la naturaleza crítica de tal relación se encuentra la clara función política de la universidad. Si la universidad se concibe como “neutral”, sólo lo es en un sentido negativo: es neutral en el acto de negar la absoluta autoridad de cualquier tendencia, sobre todo aquellas que le asignan a una función instrumental al servicio de poderes dominantes.
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Las declaraciones de la profesora Montoya tuvieron lugar justo después de su re-designación como rectora en 2021, cuando el gobierno de turno se alineaba con la tendencia que ve la Universidad como la productora del lubricante que aceita los engranajes de la libre competencia. Tres años después, cuando el gobierno cambió de signo, la defensa de la autonomía por parte de los mismos poderes que hablaban de neutralidad ha tomado un nuevo cariz. En una entrevista publicada en El Espectador del 3 de mayo de 2024, el profesor Ismael Peña, recién autoposesionado como rector de la Universidad, afirmaba que la autonomía, “desde la Edad Media, es un asunto sagrado, que tenemos que defender”. La autonomía consiste para él, básicamente, en que “los cuerpos académicos deben garantizar la no injerencia de los gobiernos en las decisiones internas de la universidad”. La postura del profesor Peña es, en principio, correcta: la autonomía universitaria significa que la Universidad no puede aceptar la injerencia de los poderes políticos de turno. Parafraseando a Humboldt: los fines de la Universidad son los fines a largo plazo del Estado, no los fines a corto plazo de los gobiernos.
No obstante, de nuevo, esta defensa de la autonomía tiene un marco muy preciso cuyos presupuestos son problemáticos. El “cuerpo académico” al que se refiere el profesor Peña en su entrevista es el Consejo Superior Universitario (CSU), que en un momento determinado y a partir de una correlación de fuerzas determinada, tomó “una decisión” —designarlo a él como rector tras un proceso poco transparente— y la consignó “en un acta” —entonces inexistente—. Más allá del claro oportunismo de esta definición, vale la pena ver sus connotaciones. De acuerdo con la postura del profesor Peña, los cuerpos colegiados son los guardianes de la autonomía: su función es proteger la institución universitaria frente a las inaceptables injerencias de los gobiernos de turno. El problema es que, cuando determinado actor de una institución se autoerige como guardián de la autonomía, éste termina por definir a la fuerza qué debe ser la autonomía. De este modo, la defensa de la autonomía se convierte en una clara forma de autoritarismo. La autonomía universitaria necesita una comunidad que la ejerza, no un grupo de guardianes que la proteja.
Esto último fue lo que ocurrió con la designación que el profesor Peña defiende. Se usa la noción de autonomía para legitimar la decisión de un cuerpo académico sin argumentar los criterios según los cuales se tomó esa decisión, y para blindarla contra cualquier cuestionamiento. La autonomía que se arroga un cuerpo colegiado se convierte en la justificación para su acción arbitraria. Lo que está aquí en juego es la cuestión de quién es el sujeto último de la autonomía universitaria: al contrario de lo que opina Peña, tal sujeto no es un estamento o un cuerpo colegiado particular —o algunos de sus miembros— sino la universidad misma, concebida como una comunidad diversa y deliberativa. La salva-guarda efectiva de la autonomía implica, entonces, enfatizar en su comprensión como principio universitario, y por tanto, compete a todos los estamentos definirla, ejercerla y garantizarla. La autonomía universitaria no es un tesoro secreto, guardado en un cofre y celosamente custodiado por unos pocos, sino un bien público, y una práctica ejercida por todos los miembros de la comunidad.
Podría afirmarse que el sujeto de la autonomía es la comunidad universitaria, si ésta se entiende de un modo amplio y al mismo tiempo muy preciso. La “comunidad” está integrada por personas, pero también por los estamentos y los cuerpos colegiados; incluye a estudiantes, profesores y trabajadores, pero también a las facultades, las escuelas, los institutos y departamentos. Todos son, cada uno a su manera, sujetos de la autonomía; un sujeto colectivo cuya principal cualidad es la disposición al diálogo y el debate abiertos y transparentes. En la universidad, todas las decisiones y las políticas son puestas a prueba, analizadas y discutidas. Si una universidad es verdaderamente autónoma, no puede aceptar pasivamente decisiones injustificadas como meros hechos cumplidos.
En un artículo publicado en El Espectador el domingo 19 de mayo, Mario Posada García-Peña, rector de la Universidad de América, condena la decisión reciente del gobierno de nombrar un ministro de Educación ad-hoc y exigirle al CSU el nombramiento de un rector interino para resolver la crisis de la Universidad Nacional. Lo hace invocando la sacro-santa autonomía universitaria y haciendo eco de las advertencias apocalípticas que han circulado recientemente sobre la inminente “muerte” de esta autonomía a manos del actual gobierno. También cita, como un texto esencial para su argumento, el artículo 69 de la Constitución política: “Las universidades podrán darse sus directivas y regirse por sus propios estatutos de acuerdo con la ley.” Eso está muy bien, solo que el autor omite mencionar dos puntos que son pertinentes para entender la crisis actual en la Universidad Nacional: primero, que la Universidad estaba justamente en proceso de “darse sus directivas” cuando ocurrió la intervención intempestiva de algunos pocos miembros del CSU, que buscaba que tales directivas fueran, a la fuerza, las que les servían a esos pocos y no a la comunidad; y segundo, que los estatutos de las universidades no pueden estar escritos en piedra como las tablas de la Ley, petrificados por los siglos de los siglos en la forma que les sirve mejor a ciertos actores. Al contrario, tiene que ser posible volverlos objetos de reflexión crítica y eventualmente de revisión, para asegurar que sirvan mejor a las necesidades de toda la comunidad universitaria. La autonomía no es un principio que fija las relaciones académicas; al contrario, es la que las pone en movimiento y las dinamiza. En ese sentido, el proceso de constituyente universitaria que está en curso en la Universidad Nacional participa de esta reflexión crítica por parte de la comunidad, que tiene el derecho a la vez moral y legal de autoconvocarse para buscar mejores formas de gobierno que la que nos ha llevado a la actual parálisis.
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Las reflexiones anteriores muestran que, para pensar la autonomía hoy, es necesario un doble ejercicio. Por un lado, hay que entender cómo cierta lógica dominante se ha apropiado del término para adaptarlo a sus fines; y por el otro es necesario destituir los sentidos y los usos que se le han impuesto, y reconstituir su sentido a partir de la crítica. El sentido dominante del término “autonomía” —que se evidencia por ejemplo en las declaraciones de Montoya, Peña y otros— tiene su origen y su respaldo en una forma específica de concebir la universidad, y en particular una universidad como la Nacional. Desde la década de 1990, en nuestro país, la idea de un sistema público de educación superior y de investigación en el que la Universidad de la Nación tiene un rol central, se ha desmontado con bastante éxito. En su lugar, lo que se ha implementado en la práctica es un cuasimercado de servicios educativos, de investigación y extensión al servicio de una clientela compuesta por personas y entidades públicas y privadas. En este falso mercado hay agentes, también públicos y privados, que luchan entre sí por obtener recursos. Y la Universidad Nacional ya no cumple el papel rector que debía tener; en cambio, es uno de esos agentes que compite en “igualdad de condiciones” con los otros.
Esta nueva visión de la Administración Pública, que se ha venido imponiendo lentamente desde la década de 1980, ha servido de base para la desfinanciación de la Universidad Nacional, la cual se ha visto obligada a jugar con las reglas de ese mercado para mantenerse a flote. Al hacerlo, ha sacrificado su autonomía y se ha puesto al servicio de demandas externas: estudiantes, que ya no son vistos como miembros de la comunidad, sino como clientes que esperan un “retorno” de su inversión en su formación; un Estado que quiere un servicio barato para cubrir necesidades inmediatas; agentes públicos que adquieren servicios al mejor postor, y clientes privados que usan la universidad del Estado para darle prestigio a su nombre en proyectos cuyo objetivo central es el lucro; etc. Si la Universidad se subordina a las lógicas de sectores privados, pone en riesgo su independencia de criterio y, por lo tanto, su autonomía.
Por otro lado, los ránquines, los sistemas de clasificación de individuos y productos, las bases de datos, y los sistemas de acreditación de “alta calidad”, entre otros, son los instrumentos que el capitalismo académico le ofrece a los Estados para regular el mercado de provisión de servicios educativos y de investigación. Estos instrumentos miden el “prestigio”, que sirve a su vez para captar recursos públicos y privados. Durante las últimas dos décadas, la Universidad Nacional, presionada por las circunstancias, ha renunciado a su función de orientadora del sistema de educación superior en el país para someterse, con el abierto beneplácito de sus directivas, a estos instrumentos.
En este contexto, la autonomía ha dejado de ser el principio intrínseco de funcionamiento de la vida académica, y se ha convertido en un término estratégico en la lucha por la defensa de intereses particulares. Vaciado de contenido, el concepto de autonomía universitaria se usa para evadir el debate, y para imponer a la fuerza decisiones que no son sometidas al debate público. No es casual que, en sus declaraciones, el profesor Peña hable de la autonomía como un bien “sagrado”: lo sagrado es lo que no se toca ni se somete a discusión, y de lo que ciertos cuerpos colegiados se arrogan el papel de sacerdotes y custodios.
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Presentar la autonomía como algo “sagrado” tiene otro efecto: limpiarla de su contenido político y hacerla aparecer como un concepto cuasireligioso, como un dogma. La política, de acuerdo con la visión dominante en la que priman los intereses particulares sobre los bienes colectivos, es algo sucio, malo. Sin embargo, la discusión sobre autonomía es una discusión ideológica y se debe enmarcar en un debate sobre cuestiones políticas fundamentales, como qué es la universidad y cuál es la relación del conocimiento con la sociedad. La revitalización del concepto de autonomía se lleva a cabo en el plano político, entendido como el ámbito de discusión sobre la cosa pública, sin subordinarla a variables económicas o de interés privado. La Universidad es autónoma porque aquello que ella reelabora, produce y transmite críticamente es un bien público, no una propiedad individual. Cuando la universidad se justifica a sí misma por variables como la empleabilidad, la producción de patentes o los retornos de inversión, se concibe a sí misma como productora de bienes privados o privatizables. Lo que la universidad busca mejorar es a la sociedad en su conjunto, no a los individuos particulares. Si la universidad forma científicos, artistas, humanistas, ingenieros o sociólogos, no lo hace para que cada uno de estos profesionales aumente sus ingresos o ascienda en la escala social (estos objetivos son muy legítimos para los individuos involucrados, pero no pueden ser el fin de la institución). Los forma, porque sabe que estos profesionales, si son de alta calidad, constituirán un bien público preciado para la nación. Los índices de empleabilidad no miden estas cosas, y en cambio parten de la idea de que la formación es un bien privado y no público: que su fin único es la satisfacción de intereses de individuos particulares, y no el mejoramiento social de todo un país. Por eso, es necesario cambiar el lenguaje con el que se habla de la universidad, y en particular de la Universidad Nacional. El lenguaje de los índices de desempeño, de los productos, de la econometría, puede tener sentido para las universidades privadas, que se conciben a sí mismas como agentes en el mercado de la provisión de servicios educativos, de investigación y extensión, pero no para una universidad pública cuya finalidad coincide con los fines del Estado: es en ese sentido que la Universidad Nacional contribuye a la construcción de la Nación.
Si la Universidad Nacional quisiera realmente ser autónoma, tendría que ser financiada por el Estado en su totalidad. Pedir financiación estatal completa no significa afirmar, como dice la profesora Montoya, que “nos lo merecemos todo”. Significa decir públicamente que si la financiación estatal no está garantizada, y si las universidades resultan dependiendo de la participación económica de la empresa privada para sobrevivir, la Universidad Nacional —al igual que todas las universidades públicas regionales o las nacionales de otros países— no puede cumplir sus fines misionales. Por otro lado, en un contexto en el cual las relaciones de la universidad con la empresa privada son una realidad, es importante resaltar que la autonomía de la Universidad Nacional no se puede definir únicamente en relación con el Estado, sino en relación con los actores económicos que hoy en día tienen una participación en su financiamiento. Es hipócrita por parte de las directivas pretender que están defendiendo la Universidad Nacional de la injerencia del gobierno mientras la entregan, de manera oculta, a la empresa privada.
Patricia Simonson; Patricia Trujillo; William Díaz, Integrantes del Grupo de trabajo sobre autonomía y constituyente universitaria. Agradecemos a Patricia Sierra y Ana María Ospina por sus sugerencias y observaciones. Este texto tuvo su impulso inicial en las reflexiones del Claustro autoconvocado de profesoras y profesores de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Colombia.
Foto tomada de: Más Colombia
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