Ciclos de expoliación que empezaron desde la Conquista misma de estos territorios por los españoles y en contra de los indígenas, que continuaron con la Encomienda Colonial, se perpetuaron en la República en medio de las guerras partidarias, prosiguieron en la violencia social desatada por las guerrillas y se degradaron exponencialmente con la infiltración del narcotráfico en algunos sectores sociales, en el propio Estado y hasta en los mismos grupos armados, incluidos los paramilitares que ayudaron a crear. Organizaciones al margen de la ley que cedieron progresivamente su ideología ante el enriquecimiento ilícito, hasta configurar lo que hay hoy en el país: agrupaciones que giran cada vez más fuerte en torno a economías criminales, con un fraccionado control territorial, sin mayor base social, pero con la capacidad de perpetuar una guerra cada vez más degradada y sin sentido.
Este saqueo continuado e histórico se ha sostenido y tiene como protagonista a la ambición desmedida por bienes como el oro y otros metales preciosos; el petróleo y el carbón; los recursos maderables; los mega proyectos agroindustriales como la caña de azúcar, el caucho o la palma africana; la ganadería extensiva y, contemporáneamente, los cultivos de uso ilícito. Cultivos que gracias a la lucrativa prohibición del narcotráfico, desde los años 70 del siglo XX se convirtieron progresivamente en el combustible de la guerra y la violencia desmedida en Colombia, hasta configurarse junto a otras economías ilegales, como la razón de ser misma de la guerra.
Conflicto armado narcotizado, donde la peor parte la han sufrido los habitantes del campo colombiano, en medio de las violaciones a los derechos humanos y al derecho internacional humanitario que infringen los diferentes grupos armados. Y signado además, bajo una absurda y equivocada lucha contra las drogas que, por muchos años, se centró en las perjudiciales fumigaciones y el hostigamiento militar y judicial a los campesinos cocaleros, que son no solo la parte más débil de la cadena, sino su víctima, y que por esta vía también han sido desplazados y despojados.
En ese problema agrario no resuelto, que es la base del sistema de desigualdades que nos tiene como el país más inequitativo, del continente más desigual del mundo, esta la clave de la posibilidad de avanzar o no hacia la paz, y no solo la paz rural, sino también la paz urbana que tiene vasos comunicantes históricos y actuales con la violencia del campo. Violencia urbana que se nutre por la vía del desplazamiento forzado y que permite el crecimiento de la exclusión, marginación y pauperización de grandes franjas de población en las ciudades, donde al igual que en el campo, las organizaciones delincuenciales buscan como carne de cañón a jóvenes desesperanzados y sin futuro para sus empresas criminales de narcotráfico, hurto, extorsión y otras actividades ilícitas y violentas.
Una reforma agraria para sembrar la semilla de la paz total y la reconciliación en Colombia
Una verdadera reforma agraria en Colombia debe ser, como ninguna otra política pública, una gran iniciativa nacional por la reconciliación del país, ya que si por la tierra nos dividimos hasta la muerte, de la tierra debe venir el motivo de unión por la vida, el sólido cimiento de una transición hacia la paz o, como decía el gran poeta alemán Hölderling: “Allí donde está el peligro, crece también lo que salva”.
Y por esto, la reforma agraria debe partir de una profunda transformación del modelo de concentración y explotación por parte de unos pocos privilegiados, hacia un modelo de democratización en el acceso de la tierra y centrado en el apoyo decidido a la producción campesina de alimentos y su comercialización. Un modelo de fortalecimiento del pequeño y mediano propietario rural, así como de protección a las formas tradicionales de propiedad colectiva.
La reforma agraria para la paz por esto, no solo exige un fuerte proceso de redistribución de tierras, sino también un profundo replanteamiento del modelo de desarrollo rural bajo un enfoque pro campesino y con fuertes mecanismos de apoyo tanto para la producción, como para el mercadeo, así como el fortalecimiento para la organización gremial del campesinado y su participación social, política y cultural.
La reforma agraria debe ser una real apuesta de país por el campo, por una política que vaya más allá de simples proyectos productivos condenados al fracaso, de superar esa visión simplista de todos estos años que termina con la entrega de azadones, hachas y machetes para que ante la falta de oportunidades los campesinos se las arreglen como puedan tumbando selva y bosques en la frontera agrícola y aportando a una problemática creciente en medio de la guerra: el daño irreparable a la naturaleza.
Qué es y qué no es reforma agraria
Sumado a la violencia histórica que han sufrido las poblaciones rurales del país, está también la grave situación de abandono estatal y exclusión del campo colombiano, cuya evidencia más descarnada es que ni siquiera se los ha tenido en cuenta para darles un título de propiedad, así que mucho menos se los iba a integrar a un modelo democrático de desarrollo rural. Como lo vuelve a mencionar el Informe de la Comisión de la Verdad al exponer el círculo vicioso en el que quedaron atrapadas las comunidades rurales entre la violencia y el desarrollo rural: “No hay desarrollo rural por la presencia de los grupos armados y hay grupos armados por la ausencia de desarrollo rural”.
Un abandono estatal, por un lado, que además estigmatizó poblaciones enteras de grandes franjas del territorio colombiano, bajo denominaciones como “zonas rojas”, donde se agruparon departamentos enteros, zonas de frontera agropecuaria o territorios indígenas o afrodescendientes; o el término urbano de “desechables” para justificar políticas subrepticias paradójicamente llamadas de “limpieza social”, con la que dan la bienvenida en las ciudades a las comunidades rurales que atemorizadas llegan huyendo a alimentar los cordones de miseria. Y un control territorial violento de los grupos armados por parte de las guerrillas, paramilitares y narcotraficantes destinada también a “limpiar” las zonas rurales, reclutar forzosamente e impedir el derecho a la participación política y social del campesinado por la vía del asesinato de líderes sociales y el desplazamiento forzado de las comunidades organizadas.
Y para completar el mapa trágico del campesinado colombiano, en el país no solo se hizo una tímida reforma agraria, luego de múltiples intentos, sino que contemporáneamente lo que si se hizo contundentemente fue una “contra-reforma agraria” por la vía del despojo violento de los campesinos, afros e indígenas. Contra-reforma agraria que se legalizó institucionalmente en una alianza con empresarios y transnacionales bajo un modelo de desarrollo rural que pretendió exterminar la producción agrícola campesina de alimentos, para imponer militar y políticamente un modelo de desarrollo rural pro empresarial y de megaproyectos agrícolas.
Asi que cuando hablamos de reforma agraria, estamos hablando de políticas de redistribución de tierras, en un país de latifundios, y no de políticas de titulación de la propiedad de los campesinos o de titulación de la propiedad colectiva de las comunidades étnicas, que es el mínimo derecho en una democracia liberal y capitalista. Tampoco es reforma agraria dar otorgamiento de títulos sobre baldíos que son del Estado y cuyo fin es ser entregados a campesinos vulnerables y no a los terratenientes, porque ahí no hay ninguna política redistributiva sobre la propiedad de la tierra.
Y mucho menos la restitución de tierras es reforma agraria, ya que la restitución es una de las formas de reparación de las víctimas de despojo y abandono de tierras ante el crimen de guerra y de lesa humanidad del desplazamiento forzado. Así la magnitud del despojo cuadriplique la extensión de tierras que se tiene como meta entregar en la reforma agraria, acá estamos ante la reparación de daños ocasionados por el despojo de tierras y no ante la redistribución de la misma bajo políticas de democratización de la tierra.
Por esto, cuantitativamente (más de 10 millones de hectáreas) y cualitativamente (justicia reparadora), la restitución es un hecho político más relevante que la propia reforma agraria, pero se encuentra con la misma como parte del punto 1 de los Acuerdos de La Habana sobre la Reforma Rural Integral.
Como dijimos la reforma agraria además implica un cambio en el modelo de desarrollo rural, no es solo entregar tierra, sino modificar las condiciones estructurales para que el campesino o las comunidades étnicas no se enfrenten a grandes transnacionales o empresarios agrarios, sin el apoyo y las condiciones necesarias para sobrevivir y ser productivos.
La misión de la reforma agraria por eso abarca el acabar la acumulación desmedida de tierras por unos pocos y terminar la visión empresarial que ve al campesinado como mano de obra barata rural. Pero para esto debe complementarse con las políticas de seguridad humana, para blindar a las comunidades rurales de los embates del conflicto armado y romper para siempre las alianzas de grupos armados, funcionarios públicos y empresarios para apoderarse de la tierra. De lo contrario la reforma agraria será lo que hasta ahora ha sido: una política gatoparda donde todo cambia para que nada cambie.
Gabriel Bustamante Peña
Deja un comentario