El chavismo –que recibió su nombre de Hugo Chávez, presidente de Venezuela de 1999 hasta su muerte en 2013– agrupa al conjunto de las fuerzas sociales, políticas y militares que constituyen el movimiento sociopolítico –aquí se habla de “alianza cívico-militar”– que defiende la “revolución bolivariana”. El Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) y sus cuatro millones de militantes declarados (de una población de en torno a 28 millones de personas) constituye hoy la fuerza central de ese “bloque histórico”. No obstante, en los últimos años ha surgido un chavismo disidente en el seno de la izquierda, en especial entre las filas del Partido Comunista de Venezuela (PCV) y varias organizaciones sociales del país. Sus actores denuncian que el Gobierno ha adoptado una deriva autoritaria y represiva contra sus oponentes, entre los cuales figuran ahora sindicalistas y huelguistas. En conjunto, critican las políticas liberales emprendidas en respuesta a la crisis económica y a las sanciones impuestas por Estados Unidos (1), la política de dolarización (generadora, de hecho, de fuertes desigualdades sociales), la liberalización de varios sectores económicos (recursos naturales, agricultura, explotación de los subsuelos) por medio de la instauración de zonas económicas especiales (ZEE) inspiradas en el modelo chino, la privatización de tierras aptas para el cultivo o las leyes favorables a los inversores extranjeros (con exenciones fiscales, facilidades para la repatriación de las ganancias, etcétera).
La iniciativa presidencial en el palacio de Miraflores persigue varios objetivos políticos semanas después del anuncio de los resultados electorales más cuestionados desde el comienzo del ciclo bolivariano. En efecto: el Consejo Nacional Electoral (CNE) proclamó la victoria del presidente saliente en los comicios del 28 de julio sobre el candidato de la Mesa de la Unidad Democrática (MUD), Edmundo González Urrutia (2); un resultado que fue ratificado el 22 de agosto por el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), la más alta instancia judicial del país. Pero se han levantado numerosas voces –que ya no solo proceden de la derecha nacional o regional, o de Washington y sus aliados occidentales– para cuestionar o poner en tela de juicio la transparencia del CNE en la organización del recuento de votos, así como para denunciar la imposibilidad de autentificar o corroborar de manera independiente los resultados anunciados. Lo cierto es que el CNE no ha realizado ni la publicación oficial y detallada del material electoral (colegio electoral por colegio electoral) ni auditoría alguna del sistema informático y de transmisión de resultados dentro de los plazos legales que le correspondían. Las autoridades alegaron un ciberataque masivo para justificar sus deficiencias.
En la actualidad, entre los que cuestionan o denuncian los resultados se cuentan también fuerzas de izquierda venezolanas, regionales e internacionales, así como algunos Gobiernos progresistas latinoamericanos. Brasil y Colombia no reconocen ni la victoria de Maduro ni la de su antiguo adversario, hoy exiliado en España (3) tras la emisión de una orden de detención por parte del Ministerio Público venezolano. Ambos Gobiernos instan a Caracas a publicar los resultados detallados de las elecciones. Por su parte, el presidente chileno de centroizquierda Gabriel Boric ha optado por la ruptura y, el pasado 22 de agosto, denunció a través de X una “dictadura que falsea elecciones”. En lo que respecta a México, al principio se alineó con la postura de Bogotá y Brasilia para, más adelante, darse por enterado de la decisión del TSJ sin entrar en valoraciones.
Por último, el Centro Carter –una institución especializada en actuar de observador en procesos electorales– y el Panel de Expertos Electorales de la ONU, ambos presentes en el escrutinio, consideran que este no cumplió las mínimas normas de transparencia que permiten verificar la integridad del proceso y certificar la veracidad de sus resultados. Ambas organizaciones, sin embargo, habían defendido hasta entonces la limpieza de los procesos electorales venezolanos. Cuestionada –y con motivo– debido a la imposibilidad de autentificar sus resultados, esta cita electoral no ha hecho nada por arreglar la crisis multifactorial –económica, social, política y geopolítica– que lleva agotando a Venezuela desde hace una década. De hecho, la prolonga y la introduce en una nueva fase… que tal vez se dilate en el tiempo. En todo caso, sigue en el aire una pregunta: ¿era posible organizar unas elecciones “normales” en las actuales condiciones materiales y políticas del país?
Muy probablemente, no. Estados Unidos carga con una responsabilidad crucial en la degradación constante de la situación en el Estado caribeño. No ha dejado de interferir en los asuntos internos del país y de apoyar todos los intentos de desestabilización desde el golpe de Estado contra Chávez de abril de 2002 (4). También ha alimentado la polarización extrema y la violencia política que han ido minando el marco de la vida democrática nacional. Por recordar tan solo el periodo abierto con la llegada al poder de Nicolás Maduro en 2013, su hostilidad se ha traducido en la imposición de sanciones ilegales desde el punto de vista del derecho internacional. Las primeras, decididas en 2015 por el presidente estadounidense Barack Obama (2008-2016) con el pretexto falaz de que Venezuela constituía una “amenaza poco común y extraordinaria para la seguridad nacional y la política exterior de Estados Unidos”, fueron reforzadas por su sucesor Donald Trump (2016- 2020) y mantenidas por Joseph Biden (2020-2024) pese a algunas suavizaciones que han permitido la concesión a varias multinacionales (entre ellas Chevron) de licencias de explotación en el territorio nacional (5). Estas medidas coercitivas unilaterales tienen en su punto de mira a los dirigentes chavistas, así como a toda “persona” o “entidad” que mantenga una relación comercial o financiera (o en la que se haga uso del dólar) con el Estado venezolano, empresas públicas nacionales (entre ellas Petróleos de Venezuela, PDVSA) o que tengan algún vínculo con las instituciones públicas. Desde 2019 se ha prohibido a Venezuela el acceso al mercado energético (salvo exención), así como a las instituciones financieras y bancarias estadounidenses y a sus operadores en el mundo. Así, se ve imposibilitada de financiar su deuda en los mercados internacionales y su empresa petrolera ya no puede valerse del dólar en sus transacciones. Esta política por parte de Washington acelera –contra sus propios intereses– el acercamiento de Caracas a Rusia o China…
Guerra económica
La actuación de Estados Unidos asfixia la economía del país, agosta sus entradas de divisas, aniquila su comercio exterior y lo expone a un índice de riesgo país inasumible para los inversores internacionales. Según las autoridades venezolanas, entre 2015 y 2023 se dirigieron 930 medidas contra el Gobierno, la industria petrolera y el comercio exterior. Unas sanciones que han contribuido significativamente, junto con la falta de inversión en PDVSA (y la corrupción en el seno de la empresa) a mermar unas exportaciones petroleras vitales para el país. Estas últimas pasaron de cerca de tres millones de barriles al día en 2015 a 340 000 en 2020 (hasta 2019, Estados Unidos fue el principal cliente de Venezuela), antes de volver a superar la barrera de los 850 000 barriles diarios en 2024, lo que permitió una apreciable revitalización de la economía. El Gobierno evalúa las pérdidas de la industria petrolera en 232 000 millones de dólares desde 2015. Otro ejemplo: el bloqueo de los recursos financieros y la confiscación de los activos venezolanos en el exterior que, según Caracas, representan entre 24 000 y 30 000 millones de dólares entre cuentas bancarias, reservas de oro, la empresa Citgo –filial de PDVSA en Estados Unidos–, etcétera (6).
Las políticas estadounidenses tienen un efecto directo en el empobrecimiento de la población venezolana, en sus problemas económicos cotidianos y en el abandono del país por parte de millones de personas. “Las sanciones también influyen en las elecciones”, señaló el Center for Economic and Policy Research (CEPR). Este laboratorio de ideas progresista con sede en Washington, de reconocida competencia en materia de supervisión electoral, concluyó que los resultados no eran transparentes, pero consideró que las políticas de Washington constituyen una forma determinante de guerra económica que “puede convencer a la gente de votar como desea Estados Unidos, o bien de deshacerse del Gobierno por otros medios” (7).
No es posible, pues, que haya elecciones libres y justas en un país sometido a sanciones, pero también disfuncional desde hace una década en lo que atañe a las instituciones. Un país en el que quienes se enfrentan para hacerse con el poder y la posesión de las rentas petroleras no son tanto adversarios como verdaderos enemigos. El aparato del Estado, el Ejército, los tribunales, las fuerzas del orden y el núcleo de militantes “oficialistas” se movilizan en defensa de Nicolás Maduro. Por su parte, y según le interese en cada momento, la oposición acepta o no el juego democrático. Ha cuestionado la mayoría de los resultados electorales –que perdía– desde 2002, pese a ser validados por las misiones de observadores y la “comunidad internacional”. En otras ocasiones, boicoteó los comicios (bien en su práctica integridad, como fue el caso de las legislativas de 2005 o, en lo que atañe a sus principales fuerzas, las presidenciales de 2018 o las legislativas de 2020), dejando así a los chavistas las manos libres para ejercer el poder, sobre todo en el TSJ, cuyos magistrados son elegidos por la Asamblea Nacional por un periodo de doce años. También ha sabido recurrir a la opción de la insurgencia y la violencia (como en las manifestaciones de 2014 y 2017) y movilizar el apoyo político y financiero sistemático de Estados Unidos, cuando no el militar, como logró en 2020 María Corina Machado, líder del ala intransigente favorable a las sanciones y al derrocamiento de Maduro, inhabilitada para presentarse a los pasados comicios.
De ahí que, con el paso de los años, se haya instaurado una dialéctica destructiva entre ambos bandos. La cadena de acontecimientos que ha llevado hasta los últimos desarrollos es el resultado de la combinación de varias dinámicas vinculadas a dicha dialéctica. Por una parte, los numerosos intentos de desestabilización: golpe de Estado en 2002, huelga petrolera en 2003, intento de asesinato de Maduro por medio de drones en 2018, incursiones “de carácter humanitario” desde Colombia en 2019 –durante el periodo en que Juan Guaidó, apoyado por Washington, se autoproclamó “presidente encargado” del país (8)– y de mercenarios paramilitares (la operación Gedeón) al año siguiente. También podemos recordar que el Gobierno estadounidense lleva desde 2020 poniendo precio a la cabeza del presidente venezolano y ofrece 15 millones de dólares a quien brinde información que lleve a su arresto y condena por narcoterrorismo.
Por otra parte, el desgaste de un poder que lleva un cuarto de siglo al timón del país ha favorecido los fenómenos de corrupción y clientelismo característicos de los países en los que existe un vínculo orgánico entre poder político y captación de los ingresos petroleros (9). El debilitamiento de la hegemonía chavista, comenzado tras la muerte de Chávez en 2013, ha llevado a Maduro a reforzar el componente militar del chavismo en el Estado. Su mala gestión económica durante la crisis mundial de la década de 2010, con el trasfondo del desplome del precio del petróleo y el estancamiento productivo de PDVSA, lo fragilizó. En este contexto, la oposición ha jugado la carta de la obstrucción sistemática para poner trabas a sus intentos de reactivación económica. Así sucedió en 2015, cuando una nueva Asamblea Nacional recientemente afecta a la derecha prometió apartar al presidente “en seis meses” y le negó la posibilidad de renegociar la deuda soberana del país. Esta doble decisión provocó la ruptura y la radicalización sin vuelta atrás de Nicolás Maduro. Obligado como se vio a reducir drástica y brutalmente los gastos del Estado y unas importaciones de vital importancia para el país, el poder impuso una fuerte política de austeridad, provocando una deflagración social. Fue entonces cuando dio comienzo el ciclo disfuncional que llevó a lo sucedido en las elecciones de 2024, un periodo en el que Venezuela llegó incluso a hallarse, entre 2017 y 2022, bajo un doble sistema de poder. Por un lado, un Gobierno apoyado en una Asamblea Nacional Constituyente (que nunca presentó proyecto alguno de una nueva Constitución) cuya función era eludir la Asamblea Nacional y aprobar las leyes propuestas por el Ejecutivo. Maduro no dudó, durante ese paréntesis, en cambiar las reglas del juego político con el fin de paralizar a sus adversarios. Por otro lado, había una Asamblea Nacional con competencias suspendidas y un presidente interino autoproclamado –Juan Guaidó– surgido de las filas de ese poder legislativo neutralizado, pero respaldado y financiado por Washington y una sesentena de países sobre el trasfondo de un crisis económica agravada y manifestaciones violentas en 2017 (las llamadas “guarimbas”), cuya represión le costó al presidente venezolano la apertura, desde 2021, de una investigación del Tribunal Penal Internacional por supuestos crímenes contra la humanidad.
Promover las negociaciones
La lógica de un enfrentamiento sin concesiones, los resentimientos y las injerencias reiteradas y sistemáticas constituyen el tríptico de la erosión democrática venezolana. Y también explican que Maduro, el titular del verdadero poder estatal, haya entrado por sus elecciones en una dinámica autoritaria. El chavismo de Estado se percibe en la actualidad como un poder cívico-militar embarcado en una lucha por su supervivencia. Saberse abocado al exilio, la cárcel, un juicio internacional o la eliminación en caso de que la oposición vuelva a ocupar el poder no inclina a aflojar las tuercas a sus adversarios. Aguantar a toda costa se convierte en un proyecto de gobierno.
Esa es la razón de que, en el Encuentro de las Cinco Generaciones, Maduro defienda su postura con uñas y dientes y confíe en volver a movilizar al chavismo oficial, así como demostrar su indefectible unidad “cívico-militar-policial” frente a los actos de violencia “terrorista” perpetrados, según él, por las corrientes “fascistas” de la oposición en el marco de un intento de “golpe de Estado” apoyado desde Washington. No ha respondido a las propuestas regionales de mediación hechas por Brasilia y Bogotá y se enorgullece de haber procedido a la detención de 2400 personas en los días que siguieron al 28 de julio (10). Su propósito es asestar un gran golpe, dejar impronta en las mentes y advertir que no se tolerará la menor tentativa de desestabilización; el Encuentro transmite, desde este punto de vista, un mensaje claro destinado a sus detractores y las cancillerías de todo el mundo: “¡Cuando entregue el mando, lo entregaré a un presidente o una presidenta chavista, bolivariano y revolucionario!”, declara Maduro, que promete que la revolución seguirá adelante durante “los próximos treinta años”. Por su parte, la oposición denuncia un “fraude histórico” y define el poder chavista como “terrorismo de Estado”.
Es un callejón sin salida. Ya no se trata de discutir sobre el carácter socialista de un proceso que perdió hace ya años la fuerza que le daba impulso, que aplica políticas económicas ortodoxas tras años de sanciones y que recurre a la represión para mantener en el poder a su círculo dirigente. Cuanto más se prolongue la política de “presión máxima” y sanciones, más se adentrará Venezuela en un derrotero de tipo nicaragüense (con cierre del espacio político y militarización del poder y la sociedad) con el apoyo de China, Rusia e Irán.
¿Es posible que semejante perspectiva acabe llevando a una guerra civil en un país en que circulan millones de armas? Las consecuencias –bomba migratoria, inestabilidad fronteriza, atolladero militar– supondrían un cataclismo para la región, en especial para los vecinos Brasil y Colombia, así como para Estados Unidos. Temida por muchos, la escalada hacia un escenario de radicalización explica la prudencia de varias capitales o de la Unión Europea que, escarmentadas por el fracaso de la “tentativa Guaidó” no reconocen a vencedor alguno en las elecciones del 28 de julio y reclaman una solución política negociada. Hasta Washington se muestra cauto, ya que, pese a haber reconocido la victoria de la oposición, ha apoyado la propuesta de unos nuevos comicios –rechazada por todos los protagonistas en Caracas– formulada por Brasil y Colombia. Y todo ello mientras una sesentena de países ha reconocido la victoria del presidente saliente. Evitar una caída por la pendiente de lo peor requiere no tanto organizar unas elecciones formales en condiciones imposibles como unas negociaciones liberadas del peso de las sanciones.
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(1) Véase Maëlle Mariette, “Y de repente, Washington sonríe a Venezuela”, Le Monde diplomatique en español, abril de 2022.
(2) Con el 51,95% de los votos frente al 43,18%, según el segundo boletín oficial del Consejo Nacional Electoral (CNE), publicado el 2 de agosto.
(3) Véase Hèctor Estruch y Vladimir Slonska-Malvaud, “Madrid, refugio latinoamericano”, Le Monde diplomatique en español, mayo de 2024.
(4) Véase Maurice Lemoine, “Dans les laboratoires du mensonge au Venezuela”, Le Monde diplomatique, agosto de 2022.
(5) La multinacional española Repsol o la empresa francesa Maurel & Prom también se benefician de esas licencias.
(6) Datos ofrecidos por el Observatorio Venezolano Antibloqueo: https://observatorio.gob.ve
(7) “Venezuela’s Disputed Election and the Path Forward”, CEPR, 12 de agosto de 2024, https://cepr.net
(8) Véase Julia Buxton, “¿Hacia dónde va la oposición en Venezuela?”, Le Monde diplomatique en español, marzo de 2019.
(9) Véase Gregory Wilpert, “Venezuela y el exceso de petróleo”, Le Monde diplomatique en español, noviembre de 2013.
(10) A los que se añaden 25 muertos y 192 heridos (entre manifestantes, miembros de las fuerzas del orden y militantes chavistas), según las autoridades.
Christophe Ventura, de la redacción de Le Monde Diplomatique.
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Fuente: Le Monde Diplomatique edición Chilena. Octubre de 2024.
Foto tomada de: RTVE.es
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