Lo primero, alejando al CNE de la influencia de la Rama Legislativa (despolitizándolo un poco), y acercándolo a la Rama Judicial. Lo segundo, promoviendo el fortalecimiento interno de las organizaciones políticas e intentando un régimen de progresividad que elimina las candidaturas “por firmas” y más bien dota de sentido la figura de “movimientos políticos”, como una especie de partidos regionales que pueden aspirar a convertirse en partidos políticos de pleno derecho. Esto último, con una ambiciosa (se podría decir quimérica) propuesta de financiación totalmente pública de campañas electorales, y con un empuje al fortalecimiento y democratización interna de los partidos que contrarreste la vieja tendencia a la politización, el individualismo y el descontrol que ha imperado entre quienes militan y ejercen la política a nombre de nuestros partidos políticos.
Este artículo comienza por plantear el contexto en el que se plantea el debate de esta reforma. Aunque son aspectos del sistema político colombiano que se vienen discutiendo desde, por lo menos, la década de 1980, es también desde esta década que Colombia se encuentra en procesos de paz interminables. Y no es coincidencia. Acabar con la exclusión política, económica y regional que caracteriza a la democracia colombiana se ha identificado, desde hace años, como un aspecto crucial de la construcción de su paz. Ignorarlo ha tenido graves consecuencias en los procesos de paz recientes. Tenerlo en cuenta es uno de los aspectos más valiosos de nuestro último acuerdo de paz.
En segundo lugar, este artículo reflexiona sobre los cinco aspectos más relevantes que trae la reforma constitucional que se va a discutir prontamente en el Congreso, analizando su pertinencia, o los vacíos que trae la propuesta.
Reforma política y construcción de paz
La maltrecha implementación del Acuerdo de Paz de 2016 parece encontrar un nuevo aire tras la llegada de Juan Fernando Cristo al Ministerio del Interior. Los gobiernos de los últimos seis años han reducido la implementación del Acuerdo a algunos elementos puntuales que por una u otra razón (presión internacional en el caso de Duque, y agenda política en el caso de Petro) han considerado prioritarios, a pesar de que la lógica del Acuerdo exige la integralidad.
Es en este contexto que se vuelve a hablar de “reforma política”. De reformar las reglas con las que se distribuye el poder público entre los actores que tienen la pretensión de enarbolar su representación legítimamente. Porque ese es uno de los aspectos profundos y complejos, de los problemas estructurales de Colombia, identificados en las amplias discusiones que llevaron al Acuerdo de Paz de 2016. Por eso dedicó toda su segunda parte (su segundo punto) a la “apertura democrática para construir la paz”.
Vale recordar que este segundo gran capítulo del Acuerdo, sobre participación política (el Punto Dos), no tiene nada que ver con el tránsito de las FARC a la política a través del hoy Partido Comunes, ni a las 10 curules otorgadas a este partido hasta 2026 (lo cual está en el Punto 3).
Porque hay que tener siempre en mente que el Acuerdo de 2016 va muchísimo más allá de un pacto entre el gobierno de turno y la guerrilla de las FARC, para desmantelar a esta última en términos provechosos para las partes. Eso hace al Acuerdo un hito revolucionario a escala mundial, pero es negado hasta el cansancio por la crítica de derecha que se formó en torno a la negociación del Acuerdo, y que no ha querido entenderlo ni reconocer su valor.
La ácida crítica del Centro Democrático al Acuerdo de La Habana contrasta con su silencio ante un pacto de impunidad como el de la paz del Acuerdo de San José de Ralito con los paramilitares (no confundir con el Pacto de Ralito de 2001, que consolidó la alianza entre paramilitares y políticos de muchos partidos políticos que hoy siguen existiendo sin haber asumido mucha responsabilidad al respecto). Firmada en diciembre de 2002, constando de diez ítems en tres escuetas páginas, la Paz de Ralito se ejecutó en desmovilizaciones masivas hasta 2006, no sin antes dejar con salvoconducto a los comandantes paramilitares durante todo el periodo electoral de ese año, en el cual se consolidó el escandaloso proyecto de la parapolítica.
Ese antecedente contrasta con las 310 páginas del Acuerdo Final de Paz de 2016, 21 de las cuales (el Punto 2) están dedicadas a formular reformas necesarias para que la democracia colombiana funcione apropiadamente: con garantías de participación política para la oposición (sea cual fuere su tendencia); con garantías de seguridad para el ejercicio de la política, en un país donde hace años no pasa un año electoral sin el asesinato de candidatos o colaboradores de campaña; con garantías de respeto al espacio de los movimientos y las organizaciones sociales, así como a la movilización y la protesta pacífica; y con un sistema político y electoral verdaderamente participativo, equitativo y transparente. Un sistema íntegro.
Con este ánimo el Acuerdo de Paz estipuló la creación de una Misión Electoral Especial, que en abril de 2017 (con Cristo también como ministro del Interior) presentó un ambicioso conjunto de propuestas (otras 300 páginas), que no lograron ser entendidas por el Congreso ni por la opinión pública de la época, ni ser impulsadas con la agilidad que en su momento permitió el “fast track” para reglamentar el Acuerdo. Al final, un tímido intento inspirado en las recomendaciones de la Misión terminó siendo tergiversado y hundido por el Congreso a finales de 2017, a pesar de los intentos del siguiente ministro, Guillermo Rivera. Destinos similares sufrieron intentos de reforma política posteriores, que incluían ecos de las propuestas de la Misión Electoral Especial, que también fueron tergiversados por los y las congresistas y que también se le hundieron, a la ministra Nancy Patricia Gutiérrez en 2019 y al ministro Alfonso Prada en 2023.
Pues bien, con Cristo de regreso, y retomando el impulso de la implementación del Acuerdo, se radicó ante el Congreso, en septiembre pasado, una nueva reforma política-electoral. Esta reforma vuelve a tener pretensiones mucho más modestas que la propuesta de la Misión Electoral Especial de 2017, pero ataca puntos neurálgicos del diagnóstico de esta Misión sobre por qué nuestro sistema político es excluyente y no ayuda a que termine de llegar la paz a este país que vive reciclando su violencia.
La reforma política de 2024
La reforma le apunta a las áreas centrales del sistema político-electoral establecido en la Constitución de 1991: al Título VI, que regula la participación democrática y los partidos políticos, específicamente al Capítulo 2 (sobre partidos y movimientos políticos); así como al Título IX, sobre las elecciones y la organización electoral, tanto al Capítulo 1 (sobre sufragio y elecciones) como al Capítulo 2 (sobre la autoridad electoral).
La reforma de este año se puede resumir en cinco puntos principales:
- Elimina las consultas “abiertas” (en las que puede votar cualquier persona con ciudadanía) para elegir candidatos y candidatas, y las cierra solo a personas formalmente afiliadas a las organizaciones políticas (reforma al artículo 107 de la Constitución).
- Elimina los “grupos significativos de ciudadanos”, o sea las “candidaturas por firmas”, y establece que las organizaciones políticas serán los partidos políticos y los movimientos políticos, organizaciones de menor escala con vocación de convertirse partidos políticos (artículo 108).
- Establece la financiación 100% pública de las campañas electorales; o sea que elimina la posibilidad de la financiación de particulares (artículo 109).
- Establece listas cerradas y bloqueadas para las candidaturas a corporaciones públicas: Senado, Cámara, asambleas, concejos y juntas administradoras locales (artículo 262).
- Cambia sustancialmente la naturaleza y la composición del Consejo Nacional Electoral (artículos 264 y 265).
A continuación, algunas reflexiones sobre estos puntos.
- Consultas partidistas solo con personas afiliadas
La reforma elimina de la Constitución (artículo 107) la posibilidad de realizar consultas populares o “abiertas” para la elección de sus candidatos. Suena contraintuitivo, pero es un intento por promover la democratización interna y el fortalecimiento interno de las organizaciones políticas. Les obliga a llevar un registro serio de personas afiliadas (que no pueden estar inscritas simultáneamente a más de una organización política), que serán el censo electoral de las consultas, quienes tomarán la decisión de definir las candidaturas a cargos uninominales (como la Presidencia), o el orden de las candidaturas en las listas a corporaciones (como el Senado).
El método de consultas populares se ha prestado para el debilitamiento de las organizaciones políticas, privilegiando las individualidades sobre las agendas partidistas, y ha derivado en verdaderas atipicidades. Por ejemplo, en 2010 la candidata ganadora de la consulta del Partido Conservador a la Presidencia, Noemí Sanín, ganó la consulta con más de un millón de votos sobre Andrés Felipe Arias, y luego el día de las elecciones perdió más de 200 mil votos y no llegó ni al millón que había logrado en la consulta. O en 2014, Enrique Peñalosa ganó la consulta del Partido Verde con dos millones de votos y luego perdió la mitad, casi un millón de esos votos, al momento de las elecciones presidenciales. Posiblemente personas no afiliadas a esos partidos influyeron en esas elecciones. Cerrar las consultas, incentiva a fortalecer el orden interno de los partidos, más cuando, como se señala en el cuarto punto más abajo, esta reforma espera cumplir el viejo sueño de establecer la lista cerrada a corporaciones públicas.
- Organizaciones políticas: entre el cierre y la apertura, entre intereses generales e intereses particulares
Colombia tiene un debate no resuelto y con frecuencia mal planteado sobre la naturaleza de las organizaciones políticas que canalizan la representación democrática, y sobre cómo estas deberían acceder a una “personería jurídica” (lo que regula el artículo 108 de la Constitución), es decir, a financiación estatal para su funcionamiento, espacios de propaganda de sus ideas y propuestas en medios de comunicación y, sobre todo, el derecho de avalar candidaturas en las elecciones. Este ha sido un debate entre la apertura del sistema, para permitir la expresión de todas las corrientes políticas, o su cierre, para evitar la anarquía, la atomización y la excesiva individualización de la política, lo que en últimas significa, el riesgo de que los partidos representen intereses más particulares que colectivos.
En un lugar común de reduccionismo exagerado, durante décadas se criticó el sistema “bipartidista” que imperó desde mediados del siglo XIX hasta 1991, y que se supone que solo permitía la participación política del Partido Liberal y el Partido Conservador. Pero la apertura política de 1991 reveló que estos partidos eran casquetes, despojados de verdadera cohesión ideológica, dentro de los cuales pululaban, desde hace mucho tiempo, otro tipo de estructuras políticas: clanes, casas, familias, facciones; ni siquiera hay un nombre claro para ellas. Es el tipo de complejidad que explica que una parte del Partido Liberal haya avalado, para acceder a la Cámara, al honorable representante Pablo Escobar en 1982, y que por ese camino esa facción terminara conspirando para asesinar al candidato del mismo partido en 1989, Luis Carlos Galán.
En su momento, se pensó que la apertura política de los 90s iba a configurar un Congreso con más o menos tres grandes fuerzas: la derecha, el centro, y la izquierda que llegaba a la política legal tras la desmovilización del M-19 y otras guerrillas. En cambio, esa gran reforma política que fue el multipartidismo permitió la emergencia de decenas de organizaciones políticas, hasta dejar un Congreso totalmente atomizado, compuesto de partidos prácticamente unipersonales, cada vez más representativos de intereses particulares que poco o nada reflejaban intereses generales de sectores de la sociedad. Ello requirió nuevas reformas políticas (en 2003 y 2009) para cerrar el sistema político a menos partidos, más grandes, representativos de intereses más generales, más organizados, capaces de cumplir requisitos como los umbrales electorales.
Sobre todo, en tiempos de la parapolítica, estas reformas fueron un incentivo (vale decir, insuficiente) para que los partidos políticos se hicieran responsables por las personas que avalaban, y bajo cuya bandera hacían elegir, para acceder a cargos públicos.
El efecto, en las décadas de 2000 y 2010, fue, en el peor de los casos, la formación de alianzas de parapolíticos que desaparecieron conforme sus cabezas fueron a la cárcel, como le pasó a Colombia Viva, a Colombia Democrática, entre otros. Sus hermanos, hijos e hijas terminaron reciclados en los partidos más grandes y tradicionales, que mal que bien tomaron forma o se fortalecieron uniendo a grupos políticos diversos (y no todos ellos tan macabros como los parapolíticos) en la época de estas reformas: el Conservador, el Liberal, el Partido de la U y Cambio Radical.
Otros partidos se vieron obligados a consolidar alianzas entre diversas organizaciones afines hasta conformar partidos relativamente fuertes, como el Polo Democrático (sobre todo hasta antes del escándalo de corrupción del alcalde Samuel Moreno), el Partido o Alianza Verde, o la unión de iglesias cristianas Colombia Justa y Libres. Incluso estas reformas fueron un incentivo para el fortalecimiento interno de partidos pequeños hasta lograr superar umbrales, como el caso del Partido Mira, que incluso tuvo que pelear por cuatro años ante los estrados administrativos que sí superó el umbral de votos en 2014, demostrando además terribles fallas en el conteo de los votos.
Este cierre, que redujo el espectro a poco más de una decena de partidos a mediados de la década de 2010, se ha vuelto a relativizar en los últimos años, más que todo por medio de decisiones judiciales, y sobre todo decisiones del Consejo Nacional Electoral. Hoy tenemos una treintena de partidos políticos, la mitad de ellos muy pequeños y, nuevamente, muchos con tendencias unipersonales.
Para intentar poner algo de orden en este ir y venir, la reforma establece que las organizaciones políticas en Colombia pueden ser de dos tipos: partidos políticos, o movimientos políticos. De plano, elimina a los grupos significativos de ciudadanos, las candidaturas “avaladas por firmas”. Un canal de participación política libre de la influencia de los partidos políticos, aunque con frecuencia utilizado por políticos para ocultar ante el público el evidente apoyo de grupos políticos tradicionales, o para hacer campaña electoral extemporánea. Sin duda esta eliminación será objeto de amplio debate en el Congreso.
En cambio, la propuesta define que un movimiento político es una organización que demuestre una base de afiliados (a riesgo de volver a caer en la simple recolección de firmas) de 0,2% del censo electoral nacional, o sea, unas 80 mil personas hoy en día. Que puede postular candidatos en los municipios o departamentos donde sus afiliados sean más del 1% del censo electoral local. Y que puede postular candidatos a nivel nacional si sus afiliados viven en más de la mitad del país (en realidad, en circunscripciones cuyos censos electorales superen el 50% del censo electoral nacional, así que bastará con concentrarse en las ciudades más grandes).
Los partidos políticos siguen siendo las organizaciones que logren obtener más del 3% de los votos válidos del Senado o de la Cámara en una elección, y con ello adquieren derechos más amplios como la financiación estatal a su funcionamiento, espacios en medios de comunicación, y la capacidad de avalar candidatos en todo el país en todas las elecciones.
Pero aquí la reforma presenta un enorme riesgo: abre la puerta al origen de nuevos partidos políticos con personería jurídica sin poner reglas claras de cómo se pierde dicha personería. El riesgo es volver a la proliferación de organizaciones políticas atomizadas y solo representativas de intereses muy particulares.
La reforma al artículo 108 elimina el requisito de seguir cumpliendo el umbral del 3% para mantener la personería jurídica, y declara explícitamente que esa no puede ser una razón para perderla. Aunque la reforma remite al Legislativo la tarea de hacer una ley que reglamente esta cuestión de la personería jurídica, abre la puerta para que los partidos existan por siempre: que pervivan como organizaciones políticas a pesar de que pierdan en la práctica su poder político (y sus votos).
A esto se suma algo que no se menciona en esta reforma: el problema de las coaliciones políticas. Introducidas en la Constitución en la reforma política de “equilibrio de poderes” (también impulsada por Cristo) en 2015, esta figura permite a los partidos que no sumen más del 15% de los votos de la elección anterior, unirse en la elección siguiente. Pero el Congreso no ha sido capaz de reglamentar esta disposición constitucional. El resultado: partidos absolutamente débiles, o que ni siquiera existían en la elección anterior (y por lo tanto no suman en ese 15%), se unen a una coalición en el Congreso y pasan de agache en alguna lista que supere el umbral del 3%. Se vuelven partidos zombies, que siguen existiendo a pesar de estar despojados de fuerza política.
El riesgo final de tener pequeños partidos, débiles electoral y organizacionalmente pero con los plenos derechos de un partido político, es que se convierten muy fácilmente en “máquinas de avales”. Se vuelven organizaciones totalmente vulnerables a la infiltración de intereses económicos, en especial de aquellos que quieren mantener un bajo perfil. Se vuelven presas fáciles de la corrupción, el narcotráfico y otras economías ilegales.
La reforma dice establecer un “régimen de adquisición progresiva de derechos”, en el que organizaciones políticas vayan ascendiendo, convirtiéndose en movimientos políticos y luego en partidos políticos, y deja en el Congreso la tarea de reglamentar esto mediante una ley. Quedaría, entonces, en manos del Congreso producir una ley que ponga reglas y barreras claras, que impidan una nueva atomización y personalización de la política, y que, ojalá, reglamente de una vez por todas la figura de las coaliciones partidistas.
- Financiación electoral: el sueño de la financiación pública y la pesadilla de la transparencia
La reforma cambia el artículo 109 de la Constitución y establece que, mientras que personas u organizaciones particulares pueden aportar financieramente al funcionamiento de los partidos políticos, no lo pueden hacer a las campañas electorales.
Es decir, la reforma propone unas campañas electorales con financiación totalmente pública. Eso es una quimera. Por dos razones.
La primera razón, es que implicaría que el Estado tenga la capacidad de entregar a manera de anticipo cuantiosos recursos financieros para que candidatos y candidatas (los cerca de 3.000 que compiten al Congreso, o los más de 100.000 que compiten en unas elecciones locales) puedan hacer sus campañas sin tener que buscar financiación privada y, por el camino, someterse a intereses demasiado particulares. El reto financiero y logístico es impresionante y, bajo las reglas actuales, ha demostrado ser impracticable.
Las normas que rigen los anticipos de dinero público para campañas electorales parten del principio de que los candidatos y candidatas no se deberían embolsillar el dinero; lo deberían usar para hacer campaña. Para demostrar ello, las normas exigen que el dinero se convierta en votos. Los candidatos y candidatas deben superar un “umbral de financiación”, y lograr un mínimo de votos que amerite la financiación que se les entregó. Si no lo logran, tiene que devolver ese dinero. Para asegurar que lo devolverán, las normas piden pólizas de seguros. ¿Y qué aseguradora querría asumir ese riesgo? ¿Quién le daría semejante póliza a un político? Sobre todo a uno sin plata, sin respaldo económico y que, por lo mismo, está buscando los anticipos.
Habría que reformar este sistema normativo para los anticipos, y a riesgo de despilfarrar el dinero si no se establecen controles efectivos.
La segunda razón de por qué la financiación electoral totalmente pública es una quimera tiene que ver con la prohibición de la financiación particular. ¿Cómo se piensa controlar? Prohibir la financiación privada de campañas es un incentivo para ocultar el dinero de fuentes privadas que entra a una campaña, algo que ya es una práctica generalizada en las campañas electorales en Colombia.
La financiación 100% no significa que las campañas no puedan funcionar con dineros privados: significa que no dependan de esos dineros. Con la reforma, al igual que sucede hoy en día, un candidato o candidata se podría apoyar en dinero privado para hacer campaña. Las normas de hoy establecen que la autoridad electoral determina de alguna manera el valor de los votos, y lleva a cabo una “reposición” de gastos. Las campañas se pueden apoyar en dinero privado, y luego el Estado “repone” ese dinero pagando por los votos obtenidos, y el candidato o candidata queda libre de deudas con los particulares (familiares y amistades, empresas, bancos) que le dieron ese dinero para hacer campaña.
El problema es que, como lo señaló la MOE en su Mapa de Riesgo Electoral de 2018, “las elecciones en Colombia se hacen a pérdida”. En general la reposición de votos solo cubre entre el 50% y el 70% de los ingresos reportados por las campañas electorales. El resto se pierde. Y hay que subrayar el “reportados”, porque es harto sabido que en Colombia las campañas electorales no reportan todo el dinero que les ingresa (ni mucho menos, de dónde proviene ese dinero). En un país con una cultura política de hacer campaña electoral a pérdida, endeudándose con quién sabe quién (o más bien, siendo los políticos y políticas la inversión financiera de quién sabe quién), es utópico querer prohibir la financiación privada, y obligar a las campañas a limitarse al nivel de recursos que el Estado les puede reponer.
Experiencias en otras partes del mundo, señaladas por Transparencia Internacional, enseñan que lo mejor es un régimen mixto, donde una financiación pública robusta y accesible esté acompaña por una financiación privada bien regulada y bien controlada (para evitar el incentivo a ocultarla).
Claro está: una pieza clave del control de la financiación electoral, y de su total descontrol actual; casi que la piedra angular del asunto, tiene que ver con la capacidad de control del Consejo Nacional Electoral (el tema del punto cinco, abajo).
- Las listas cerradas: el viejo sueño de tener partidos, no individuos
La reforma busca modificar el articulo 262 de la Constitución para que las listas de candidatos sean cerradas, o sea, que la ciudadanía vote por un partido sin manifestar su preferencia por algún individuo particular dentro de la lista de candidatos. Este aspecto ha sido central a las últimas tres reformas políticas que, como se ha dicho, se han hundido. Incluso, una de las razones de su hundimiento ha sido el nivel de las concesiones que los y las congresistas han pedido a cambio de permitir el cierre de las listas.
Las listas abiertas, o el “voto preferente”, son la posibilidad que tiene el electorado para escoger específicamente por cuál candidato o candidata votar en la lista de un partido político a una corporación. Las listas en Colombia no siempre han sido abiertas. Esa fue la concesión que tuvo que dársele al Congreso en 2003 a cambio de establecer las listas únicas. Antes, las listas eran cerradas (se votaba por todo un listado en un orden prestablecido), pero un mismo partido podía postular varias listas a una misma elección. Así que a finales del siglo XX tanto el Partido Liberal, como el Conservador, elegían a muchos candidatos, pero muchos iban por listas diferentes y representaban intereses contrapuestos entre sí (como dijimos, incluso al punto de asesinarse). Prácticamente como si fueran partidos distintos. Por eso, al abrir el sistema político en 1991, sucedió la atomización en decenas de partidos.
Al intentar obligar a los políticos a unirse en una sola lista de candidatos con la reforma política de 2003, los y las congresistas pidieron a cambio que la lista fuera abierta, que no hubiera un orden prestablecido; que el orden lo definiera la ciudadanía a través del voto. El resultado ha sido que los Ñoño Elías y los Musa Besaile resultan siendo muchas veces los candidatos más votados del país sin que mucha gente, ni siquiera dentro de su mismo partido, los conozca. La ciudadanía va a las elecciones de Congreso pensando que va a votar por individuos, no por partidos políticos.
Cerrar las listas, con mecanismos de democracia interna de las organizaciones políticas (como las consultas entre personas afiliadas a los partidos y movimientos) es un intento ambicioso de fortalecerlas, de evitar la atomización y la individualización excesiva, y esto último está ligado al descontrol sobre la financiación de las campañas. Listas cerradas, donde los partidos tienen un control más centralizado de quiénes son sus candidatos y candidatas, y qué recursos se están moviendo en sus campañas electorales, reduce el riesgo de corrupción electoral.
El gran desafío es que exista una verdadera democracia interna en los partidos. El riesgo es que la reforma también flexibiliza los requisitos para obtener una personería jurídica, por lo que cerrar las listas puede motivar a grupos políticos a crear sus propios partidos, donde tengan mejor control de las listas de candidatos que postulan, y el sistema puede estar siendo empujado a una nueva atomización.
Sin embargo, hay otra enorme ventaja, una ganancia histórica, en cerrar las listas. Desde la reforma política de 2015 se consagró en la Constitución, como un saludo a la bandera, que las listas de candidatos y candidatas en Colombia deben ser paritarias (compuestas la mitad por hombres y la mitad por mujeres), alternadas (en orden mujer-hombre-mujer-hombre), y esto debe aplicar universalmente, desde el Congreso hasta las elecciones locales. Cerrar las listas implicaría lograr la paridad en las corporaciones públicas, que el 50% de las candidaturas, y de las personas electas, sean mujeres. Sería pagar una deuda histórica con la equidad de género en nuestra democracia.
- El Consejo Nacional Electoral: el sueño de una autoridad seria
Muchas de las reformas previamente descritas, incluso muchas de las buenas normas que ya tenemos pero que se han quedado escritas en el papel, solo funcionarán en la realidad si hay una autoridad electoral capaz de vigilar y controlar que se cumplan, y ello requiere sin lugar a dudas la reforma del Consejo Nacional Electoral, el CNE.
La Misión Electoral Especial en 2017 fue lejos en este aspecto, y siguiendo el ejemplo de varios otros países en la región y en el mundo, propuso la creación de una Corte Electoral, una alta corte de la Rama Judicial encargada de impartir la justicia electoral. Pero este tipo de propuestas es polémica, difícil de explicar y compleja de debatir. En su momento esta propuesta se rechazó y descartó.
La reforma actual se plantea un objetivo más alcanzable. Intenta alejar el Consejo Nacional Electoral de la Rama Legislativa y acercarlo a la Rama Judicial. Es un paso hacia el sueño, frustrado por muchos años, de tener la Corte Electoral.
Mientras que otros países tienen cortes o tribunales electorales como su máxima autoridad electoral (incluso en algunos países, como Brasil, no solo imparten justicia, sino que organizan ellas mismas las elecciones), en Colombia la Organización Electoral es en teoría independiente de las tres ramas del poder público. En realidad, esto ha significado una relación compleja con las tres.
El CNE es un ente de naturaleza administrativa (sus decisiones no son leyes ni son sentencias judiciales, son actos administrativos), pero no hace parte del Gobierno, así que no es exactamente la rama ejecutiva. El CNE es elegido por el Congreso en pleno, de listas de candidatos inscritos por los partidos políticos y mediante el sistema de cifra repartidora, lo cual quiere decir que el CNE refleja la composición del Congreso. Además, la experiencia muestra que sus miembros suelen ser los candidatos que se “quemaron” por poco en las listas a Senado y Cámara. Así que no es el Legislativo, pero sí está íntimamente ligado a él. Y en la práctica, el CNE toma decisiones (repitamos, administrativas, no judiciales) sobre asuntos de justicia electoral, y sus miembros son llamados “magistrados”, aunque por sus trayectorias políticas suelen estar lejos del perfil de los magistrados y magistradas de la Rama Judicial. Así que el CNE parece algo judicial, pero no lo es. En teoría el CNE es la máxima autoridad electoral, pero por ser un ente administrativo, con personal poco idóneo para tomar decisiones de justicia electoral, sus decisiones son con no poca frecuencia, demandadas ante el Consejo de Estado, y del mismo modo, revocadas.
Basta citar un solo ejemplo que es casi caricaturesco. Para las elecciones de 2015, una alcaldesa electa en 2011 en un municipio de La Guajira y que renunció en 2014, se postuló como gobernadora del departamento. Al haber sido electa en la elección inmediatamente anterior dentro de la misma circunscripción, estaba inhabilitaba para candidatizarse, y su candidatura fue demandada ante el CNE. La defensa de la candidata fue liderada por un famoso penalista (no por un experto en derecho electoral) que convenció al CNE de que la inhabilidad no existía. La gobernadora, electa en octubre de 2015 con la bendición del CNE, vio su inscripción y su elección anuladas por el Consejo de Estado en junio de 2016. La autoridad judicial tuvo que corregir el mal juicio que tuvieron los magistrados y magistradas del CNE cuando permitieron esta candidatura, obligando al Estado a repetir las elecciones de gobernación de La Guajira en octubre de 2016, que costaron 7 mil millones de pesos de la época, pagados con los impuestos de la ciudadanía. Así de costosas son las malas decisiones del CNE. Y como ese, hay más ejemplos.
La actual reforma política altera el artículo 264 de la Constitución en un sentido que aleja significativamente al Legislativo y sus dinámicas políticas de la composición del CNE, y en cambio lo acerca a la Rama Judicial. Primero que todo, altera el periodo de los magistrados y magistradas del CNE. Hoy es de 4 años, e inicia pocos meses después de instalado el Congreso de la República el 20 de julio cada cuatro años, y luego de que este renueve el CNE en el agosto siguiente. El nuevo periodo sería de seis años, lo cual rompe la coincidencia de periodos.
Pero, lo que es más importante, la reforma le quita al Congreso la potestad de postular y elegir a los nueve miembros a la cabeza del CNE. Con la reforma, serían elegidos por las tres altas cortes: tres por la Corte Constitucional, otros tres por la Corte Suprema de Justicia, y otros tres por el Consejo de Estado. Esto no garantiza la “despolitización” del CNE; basta con ver las recientes postulaciones de la Corte Suprema y del Consejo de Estado para la terna de Procurador General de la Nación. Pero sí aleja muchísimo la influencia política del Congreso y los partidos sobre una institución encargada de ejercer control sobre las organizaciones políticas y las elecciones.
La reforma también propone prohibir ser magistrado o magistrada del CNE a personas que hayan sido congresistas o dirigentes de partidos políticos en los siete años anteriores a la elección para el CNE. También prohíbe a quienes pasen por el CNE, ser nombrados en los dos siguientes años como ministros o directores de departamento administrativo, ser dirigentes partidistas, o incluso candidatizarse a cualquier elección. El debate legislativo determinará si estas son medidas exageradas y las podrá ajustar, pero reflejan un claro (y muy sano) intento de cortar la relación del CNE con las ramas legislativas y ejecutiva, en procura de su independencia.
La reforma no impone requisitos muy estrictos para ser magistrado o magistrada del CNE. En su momento, la Misión Electoral Especial propuso cualidades académicas y profesionales mucho más altas. En todo caso, dejar requisitos al alcance de nuestras figuras políticas, pero pasando la nominación a la Rama Judicial, es una forma modesta y realizable de despolitizar significativamente el CNE.
La propuesta de reforma política también ajusta las funciones del CNE (artículo 265 de la Constitución), y sobre todo le da un mandato de control sobre las actuaciones y decisiones de la Registraduría Nacional del Estado Civil. Esta otra parte de la Organización Electoral colombiana tiene a su cargo enormes presupuestos y responsabilidades (organizar las elecciones), y suele estar manejada por una sola persona (el Registrador), sin mayores mecanismos de vigilancia y control.
Aunque en el organigrama el CNE es la máxima autoridad electoral y la Registraduría está debajo y cumple funciones de carácter técnico, en la práctica, hasta hace muy pocos años, el CNE dependía administrativa y financieramente de la Registraduría (en la práctica los sueldos del CNE los ordenaba pagar el Registrador), funcionaba desde el edificio de la Registraduría y tenía una planta de personal muy inferior y muy poco capacitada. La reforma política también propone un nuevo artículo constitucional (265A) que crea una carrera administrativa especial en el CNE, para profesionalizar y tecnificar a su personal.
Conclusión: el laberinto del Congreso y el sueño de la democracia y la paz
La reforma política que se comienza a debatir es, en general, buena. Falta ver el rumbo que toma este proyecto en los ocho debates legislativos que le esperan, la seriedad con la que la opinión pública acompañe este debate, y el resultado de la esquizofrenia legislativa: hasta qué punto los y las congresistas lograrán anteponer los intereses generales que dicen representar a los intereses particulares que los llevaron hasta ese lugar.
Lograr alguno de los puntos más importantes de la reforma, como cambiar la forma de elección del CNE, o cerrar las listas de candidaturas a corporaciones, por sí solos ya serían una ganancia para la democracia.
Otros puntos, como pretender una financiación totalmente pública de las campañas electorales, o flexibilizar los requisitos de la personería jurídica de los partidos, requieren discusiones profundas, y tal vez especificaciones más precisas para que en un futuro, ojalá no lejano, el mismo Congreso reglamente estos aspectos a través de nuevas leyes.
La democratización interna de las organizaciones políticas y su fortalecimiento interno es otro gran propósito de esta reforma. Ello no depende solo de lo que se le quite o se le ponga a la Constitución, sino de una toma de consciencia y un compromiso de parte de los líderes y las lideresas políticas, de la opinión pública, y de la ciudadanía, sobre el tipo de organizaciones políticas que queremos en nuestra democracia. En Colombia los partidos políticos siempre han estado muy lejos de las expectativas de la ciudadanía. Esta parte de la reforma requerirá un trabajo importante de reflexión y construcción de nuestra cultura política.
En el fondo, fortalecer a las instituciones que ejercen y controlan nuestra democracia, para que cumplan con los niveles de equidad y transparencia que pregonan los principios políticos de nuestra república, es un paso fundamental hacia la construcción de la anhelada paz.
Eliécer Cuervo Ramírez
Foto tomada de: Senado
Jose gutierrez says
Ante este panorama tan sombrío de nuestra maltrecha democracia por la acción e influencia de clanes. Grupos, familias y caciques, que han sabido blindar la corrupción y el nepotismo a través de normas, leyes y organismos de control, surge la siguiente inquietud a la que se le tiene ojerisa por lo vivido en Colombia y latinoamerica. Me refiero a las Fuerzas armadas. que si están constituidas para defender la honra y bien de todos los colombianos y garantizar el cumplimiento de la constitución y la ley porqué ante tanto despelote atropello y violación a la carta magna, no hacen nada para poner en cintura a todos los politiqueros que toman los partidos para robarse el presupuesto. No es que deba haber un gobierno militar o golpe de estado, no es eso; la inquietud es. porqué no cumplen una de las funciones por las que fueron creadas . En Colombia será porque también están permeadas por las familias y grupos de poder, o por que viven su propia burbuja.
No hay en Colombia institución que no esté afectada por la corrupción, hasta las iglesias; pero si las fuerzas armadas que tienen poder de coacción y convicción no cumplen su deber de garantizar el cumplimiento de la constitución, no tendremos esperanza de mejorar la inclusión socia, política y económica que se requiere para convivir en armonía.
Cuestionable mi inquietud, pero algo se debe hacer para sacar a colombia de tanta corrupción, impunidad y nepotismo, pues los politicos reforman la constitución pero para ahondar la exclusion