Se reunían esta semana en la Ciudad de México representantes de partidos e intelectuales de todo el mundo con el partido MORENA, ganador de las elecciones presidenciales y que el 1 de octubre estrenaba nueva presidenta en la persona de Claudia Sheinbaum.
En esa reunión, donde había españoles, alemanes, italianos, franceses, norteamericanos, así como dirigentes de izquierda de toda América Latina (incluido Brasil), era un consenso que el país que más luz estaba ahora mismo irradiando es México. Igual que en los 60 Cuba era la referencia, Chile en los 70, la revolución nicaragüense atrapó el corazón de la izquierda en los 80 y a finales de los 90 fue la Venezuela de Chávez -que despertó enormes odios en la derecha y esperanza en el progresismo del sur-, es ahora, veinte años después, cuando México ha tomado el bastón de mando de la izquierda.
¿Qué ha hecho posible que Europa, siempre arrogante y eurocéntrica, así como el continente latinoamericano se plantee este escenario?
En primer lugar, genera una enorme envidia que López Obrador se haya marchado con más del 70% de aprobación popular. Con ese porcentaje, entra en los libros de historia y ya se le celebra como el mejor presidente del siglo -para muchos, el mejor de la historia del país-. En casi cualquier lugar, los presidentes suelen irse derrotados, bien en las urnas, bien con una última gestión mediocre, y con el rabo entre las piernas, logrando hacerse populares, si acaso, años después y más por lo que hagan que por lo que hicieron.
Esa popularidad de largo aliento le permitió a Claudia Sheinbaum en las elecciones presidenciales de octubre ganar con 30 puntos de distancia a la candidata de la derecha (a la que fue a apoyar Cayetana Álvarez de Toledo con escasa fortuna y no menos decencia), lo que, a su vez, lleva al otro gran asombro: una sucesión exitosa que no solamente no ha resentido a su partido (MORENA) sino que lo ha reforzado. Y, como añadido, permite continuar la senda abierta por la llamada Cuarta Transformación (la que sigue después de la Independencia en 1821, de la reforma de Benito Juárez y la separación de iglesia y Estado, y de la revolución de Madero, Villa y Zapata, que llega hasta Lázaro Cárdenas en 1934). Las sucesiones han sido un verdadero calvario en toda la izquierda: Rafael Correa dejó el cargo a Lenin Moreno, que traicionó y se convirtió en el peor enemigo del correísmo; Evo Morales dejó a Lucho Arce, con el que ahora está en pie de guerra; a Cristina Fernández de Kirchner le sucedió Alberto Fernández, a quien desautorizó no mucho después; Pablo Iglesias nombró a Yolanda Díaz que, lejos de estar agradecida, se empeñó en intentar matar a Podemos… No es extraño que la sucesión de Obrador, que se hizo a través de una encuesta pública en la que participaron todos los mexicanos y mexicanas, sea vista como la más virtuosa de las sustituciones, aún más cuando le deja a la ganadora una oposición literalmente destrozada en ambas cámaras y en la sociedad, que no tiene oportunidad de frenar las transformaciones.
El panorama de la oposición es de zona catastrófica. No solamente no tienen ni militancia ni liderazgo por haberse entregado a evidentes intereses económicos y haber sido incapaz de renovarse (han tenido que juntarse los tres viejos partidos del PRI, el PAN y el PRD para, encima, sacar un resultado ridículo, rehenes de su pasado de corrupción y violencia), sino que tampoco las armas mediáticas y judiciales que tanto daño han hecho en otros países han sido capaces de hacer mella en México. Las mañaneras y haberse recorrido cuatro veces el país han sido la kryptonita que ha debilitado al Superman televisivo mexicano (fue el gran error de Podemos pensar que bastaba salir en la televisión para ganarse la confianza del pueblo). La reforma del Poder Judicial, entregando a la decisión popular la elección de los jueces en una votación directa, ha quebrado los intentos de la derecha mexicana de conseguir en los tribunales lo que no han conseguido en las urnas, como están haciendo sin vergüenza alguna en España los jueces de derecha y de extrema derecha que le hacen el trabajo sucio a Vox y al PP.
Obrador deja además un país más sólido económicamente. Ha superado a España en PIB (está en el puesto número 12 del mundo), ha mejorado la vida de amplios sectores populares (9,5 millones de personas han salido de la pobreza). La vivienda, la inflación, el empleo y el crecimiento económico son otros tantos rubros positivos, de la misma manera que ha revertido políticas claramente neoliberales. En ese horizonte ha recuperado el ferrocarril, ha comprado refinerías en EEUU y construido una gran refinería e México (Dos Bocas), así como levantado un nuevo aeropuerto recientemente galardonado por su buena arquitectura y que sirve para descongestionar el de la Ciudad de México, devorado por el crecimiento de la ciudad. La violencia, que quizá sea la peor lacra del país, se ha reducido en el último año de manera notable (aunque en términos generales ha crecido), y ni el gobierno ni el ejército han participado en ninguna matanza (cómo ocurría invariablemente en las anteriores administraciones). Como horizonte claro, las mujeres han empezado a ocupar un espacio institucional que nunca antes habían desempeñado, tanto en lo práctico como en lo simbólico (una mujer va a representar al país este sexenio).
Por si no bastara, México ha sido, junto a Venezuela, el país más generoso con los exiliados, regresando a ese lugar que tenía en América Latina y el mundo como país de acogida. Los bolivianos y los ecuatorianos perseguidos en sus países dan buena cuenta de ello. La tradición está ahí. No es gratuito que Lázaro Cárdenas recibiera a miles de españoles huidos del fascismo español en 1939, y tampoco que en la Asamblea Nacional mexicana, al lado de Álvaro Obregón, de Madero, de Villa, de Cárdenas, de Gilberto Bosques y los demás héroes de la patria, esté escrito en letras doradas el homenaje al “exilio republicano español”, que ayudó a construir el México actual y que explica a los ignorantes por qué la mayoría de los mexicanos desean una república en España y no toleran la soberbia de los Borbones restaurados por Francisco Franco, un asesino de republicanos.
Creo que hay cinco elementos, que faltan en la izquierda europea y americana, que son los que explican el éxito de Obrador. En primer lugar, su coherencia ideológica, donde no ha cambiado de opinión tuviera enfrente al presidente de los EEUU, al CEO de Iberdrola, a la patronal mexicana o al rey de España. Al lado de esto, su enorme coherencia entre lo que ha dicho y lo que ha hecho. A diferencia de otros líderes de la izquierda, que no acompañaron con actos su discurso ni las exigencias del personaje que habían creado, Obrador no ha tenido ningún renuncio, pese a que, como en cualquier otro país, han intentado descalificarle constantemente.
En tercer lugar, Obrador ha sido capaz de impulsar un partido-movimiento, MORENA, que es ahora mismo una máquina de ganar elecciones, de organizar al pueblo, de atraer a intelectuales y de formar ideológicamente (es esencial el papel del Instituto Nacional de Formación Política dirigido por Rafael Barajas, que recibe una buena parte de los fondos del partido). En cuarto lugar (pero con tanta importancia como el primero), la política informativa de Obrador ha sido luminosa, marcando la pauta cada amanecer en las mañaneras (guiño irónico popular al contacto sexual temprano rumiado por el cuerpo durante la noche) y consolidándola con una comunicación directa con su pueblo. No ha sido menor la gestión de gobierno. Aun sabiendo que se gana el gobierno y no el poder, en la medida de lo posible y sin caer en voluntarismos, Obrador ha usado la dirección del gobierno y de la administración para dejar claro que estaba gobernando.
A López Obrador le ha guiado en su sexenio un imperativo moral muy elevado, más deudor de su pensamiento que de la ideología. De hecho, ha sido la gestión política y la zafiedad de las derechas la que le ha ido llevando hacia la izquierda, algo que no era tan evidente cuando arrancó hace seis años. Además, hablando cada día a su pueblo de historia (algo que se echa en falta en la política española), ha reinventado un pueblo y le ha devuelto la confianza como una suerte de espejo. Esa construcción de pueblo e historia ha estado marcada por lo que el dirigente de Tabasco llama el “humanismo mexicano”, la creación de un sentido común que desafía al individualismo egoísta y violento del sentido común neoliberal. Una emoción racional que invita a formar parte de una aventura que merece la pena.
Es a partir de ahí donde Claudia Sheinbaum va a continuar la tarea, aportando sus cualidades personales y diferentes en lo que se conoce ya como el “segundo piso de la Cuarta Transformación”. Sheinbaum tiene procedencia urbana frente la condición rural de Obrador, de manera que incorporará referentes citadinos (por eso, su primera mañanera se dedicó a pedir perdón por la matanza de universitarios en Tlatelolco en 1968, suceso que tuvo lugar en el entonces Distrito Federal); pertenece a otra generación, más joven, de manera que estará atenta a la sensibilidad de las clases medias urbanitas, así como al desarrollo tecnológico; es científica -Obrador es historiador-, de manera que es probable que le preste más atención a las cuestiones medioambientales(aunque esto dependerá de quién venza en la correlación de fuerzas que va a acompañar al problema ecológico y a los cambios en los patrones antropológicos), al avance científico y a la Inteligencia Artificial . Igualmente, Sheinbaum se ha declarado “no religiosa”, de forma que cuidará, como se ha hecho hasta la fecha, de la separación de iglesia y Estado. Y, sobre todo, como mujer, va a hacer del feminismo y de las mujeres el principal impulso de lo que sea su sexenio. Esto último va a ser revolucionario en un país con tantas deudas con las mujeres.
Quien haya estado estos días en México se habrá encontrado una combinación contradictoria de dolor y amor, de pérdida y de encuentro, de tristeza y de alegría. Ese llanto no puede ser una resignación a no crecer. Ni México es Nunca Jamás ni los mexicanos son Peter Pan. Tampoco Claudia Sheimbaun es Wendy ni Clara Brugada (jefa de Gobierno de CDMX) ni la maestra Delfina (Gobernadora del inmenso Estado de México) son Campanilla. Pero el capitán Garfio existe. Todos saben que les toca seguir creciendo en la ausencia del padre del nuevo México y que la derecha va a leer como un momento de debilidad la sucesión. El capitán Garfío del neoliberalismo herido está ahí agazapado, lo que, por la ley de la acción y la reacción, une y da coraje. Siempre nos construyen nuestros enemigos.
El México progresista sabe que queda mucho por construir (clarificar lo que pasó en Ayotzinapa es un debe del sexenio de Obrador que ha asumido como propio la nueva presidenta). Muchos países tienen una situación económica, de igualdad y paz social mejor que la mexicana, pero el anhelo de cambio, la fuerza y la determinación de ir caminando en la superación del capitalismo está más presente en ese país que en cualquier otro. Un México que sigue “tan cerca de los EEUU” pero que ya parece estar un poco “más cerca de Dios” (no en vano, es la primera vez que hay un Papa latinoamericano). México es ahora mismo, por todo esto, el país donde la izquierda más luz entrega. La maestra Ifigenia Martínez, un icono de la izquierda del país, le puso, con enormes dificultades por su enfermedad, la banda presidencial a Claudia Sheinbaum. Ha fallecido, a los 94 años, cuatro días después. Quiso que su último aliento le alcanzara para nombrar a la primera presidenta mujer de la historia de México. Algo que parece salido del Pedro Páramo de Juan Rulfo.
Esa luz ilumina también a la vieja Europa, donde parece querer caer otra vez la noche del fascismo. El mundo se debate entre democracia y autoritarismo. ¿Aprenderemos del país hermano? Bien le merece la pena a Europa, y en especial a España, mirar con otros ojos al continente latinoamericano. La esperanza viene del sur.
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