El mejor medio que podrá emplear para mantener su principado es que, siendo él un príncipe nuevo, lo organice todo de nuevo en aquel Estado.
Maquiavelo (Discursos)
Maquiavelo planteó en El príncipe su cuestión fundamental: la fundación de un Estado nacional en un país sin unidad. Y constató que esa tarea no podía realizarse por medio de las unidades políticas existentes en su tiempo. En el capítulo VI de esa obra fundamental es claro en su intención: exponer la naturaleza de “los principados completamente nuevos, tanto por su príncipe como por su organización política”. Un príncipe nuevo en un principado antiguo no puede lograr nada, pues se mantendría prisionero de viejas formas políticas. Para cumplir con la exigencia de su tarea política primordial, el fundador político debía él mismo estar libre de ataduras feudales y comenzar su obra prescindiendo de las existentes formas políticas dominantes. Un príncipe nuevo en un principado nuevo, tal es la consigna de Maquiavelo. Con ella no solo reprochaba el corto alcance de gobernantes, instituciones y Estados vigentes, sino que los recusaba a todos ellos.
Maquiavelo considera dos caminos únicos por los cuales alguien puede llegar a ser la cabeza de un Estado: bien por fortuna, bien por virtud. Quien llega por fortuna cuenta con el auxilio de un poderoso que le ha concedido su favor, por lo cual depende de su voluntad y capricho. Se convierte fácilmente en príncipe, pero le cuesta trabajo mantenerse. Por el contrario, quien dependa solo de su virtud (virtù), le costará más trabajo coronarse como gobernante, pero al llegar sin el auxilio de los poderosos le costará menos mantenerse dado que su poder y fuerza dependen de su arte y del favor del pueblo, y no de la obediencia servil a un protector. El político virtuoso, capaz de enfrentarse a resistencias y hacerles frente a múltiples dificultades, encuentra en cada obstáculo un medio para afianzar más su poder:
“Los príncipes se hacen grandes cuando superan las dificultades y los obstáculos que se les oponen. […] Por eso el azar hace que le nazcan enemigos, a quienes lleva a realizar empresas en contra suya con el fin de que él encuentre medios de superarlas y por la escala que sus enemigos le han proporcionado ascienda todavía más alto”[1].
El fundador político es al mismo tiempo un moldeador de hombres, un constructor del pueblo. En su empeño de instaurar nuevos modos y órdenes para un nuevo tipo de gobierno, el innovador hombre de Estado tendrá como enemigos naturales a todos los que se beneficiaban del anterior estado de cosas; a todos los que sacaban provecho del viejo régimen. Por eso es menester que un gran gobernante esté libre de las tenazas del viejo poder si su intención es fundar un nuevo Estado y dar lugar a una nueva fuerza armada y popular capaz de defender la instauración de nuevas leyes y costumbres.
“La máxima expresión del afán de gloria es el deseo de ser un príncipe nuevo en el más amplio sentido de la palabra, un príncipe completamente nuevo: el descubridor de un nuevo tipo de orden social, el moldeador de muchas generaciones de hombres”[2].
Nunca un libertador, un fundador o un descubridor pudo estar atado a las viejas formas. Para ser innovador es preciso ser primero un creador. Un verdadero hombre de Estado se sirve de su ingenio y su influjo avasallante para sentar y asegurar las bases de nuevos modos, órdenes, costumbres y leyes que habrán de engrandecer una nación. “El verdadero príncipe sería aquel que en el acto de realizar su virtù, se hiciera superfluo”, escribe Sheldon Wolin[3]. Un príncipe tiene entonces que “devenir varios” y erigir un sistema de leyes justas que proteja al pueblo de los excesos de ambiciosos oligarcas, ingeniosos criminales y hábiles usurpadores.
Es esta comprensión de la virtud la que decide la vida de las sociedades. La búsqueda del bien común, a saber, la autonomía política, la prosperidad económica, la estabilidad pública, el gobierno de la ley y la grandeza nacional, son los fines con los que el verdadero político demuestra su virtù. Hay también una virtud y un ingenio para la maldad, hombres hábiles dispuestos para el crimen que se sirven del Estado y su fuerza para violentar las circunstancias y disponerlas a su favor. Se engrandecen a sí mismos a costa de rebajar la patria, y en un régimen de corrupción adquieren honores envileciendo al ciudadano. Estos hombres, de personalidad fuerte, absorbente, esclavizadora, no tienen como fin liberar, sino someter al individuo y desatar las fuerzas destructoras de la sociedad. Son más bestias que hombres, y son zorro, lobo y león al mismo tiempo. Hay, por el contrario, estadistas muy avanzados en conciencia y en humanidad, y su finalidad es la libertad individual, social, continental, humana. Bolívar es un claro ejemplo. Y hoy hay otros como él, si no iguales en su genio al menos sí en su intención. Estos últimos coinciden en su deseo de escuchar la voz del pueblo porque comprenden que estos tiempos son los tiempos de los pueblos.
El pueblo no es, pues, un simple asunto demográfico. Como categoría política expresa una relación social definida por el carácter conflictivo que implica la lucha de intereses presentes en la sociedad. El pueblo no es un grupo preexistente. Como término enunciativo apenas sirve para referirse de un modo muy abstracto y general a una población bastante heterogénea. “El pueblo es un nombre falso para la totalidad social de la que extraemos todos los aspectos de nuestra vida”[4]. Es en la lucha y en la actividad conjunta organizada que esta masa, abocada a una situación común de intereses compartidos, se constituye en pueblo para sí, con conciencia de su posición social en los intereses de clase que defiende.
Así pues, la lucha popular es una lucha política orientada por un interés social común. El pueblo es el resultado de un proceso de formación y autoconstitución política a partir de sus reclamos y demandas. A pesar de que frecuentemente los pueblos están más dispuestos a defender el interés de sus amos que los amos mismos, es inevitable que dado cierto nivel de contradicción y conflictividad social una población adquiera conciencia de sí misma y empiece a organizarse para confrontar a quienes cree que tienen el poder y los medios de satisfacer sus exigencias. Este, sin embargo, es apenas el primer paso en su camino de liberación.
“El acto político revolucionario o emancipador, ¿no se efectúa más allá de ese horizonte de demandas? El sujeto revolucionario no opera en el nivel de demandar algo a quienes detentan el poder; lo que quiere es destruir a estos últimos”[5]. En efecto, un sistema popular y democrático no hace sus demandas a otro u otros que están por encima suyo. El pueblo delibera, manda y se obedece. El proceso social constituyente es el paso fundamental para erigir un poder político del pueblo capaz de enfrentar y destituir al viejo régimen de privilegios. Este es el planteamiento de Rousseau en El contrato social al concebir al pueblo simultáneamente como soberano y súbdito: “En cuanto a los asociados, reciben colectivamente el nombre de pueblo: el de ciudadanos en cuanto son miembros de la autoridad soberana, y el de súbditos en cuanto están sometidos a las leyes del Estado”[6].
Al accionar odioso de este régimen bárbaro debemos la postración actual de nuestro país. Si queremos librar a Colombia de los colmillos sangrientos de esa síntesis de corrupción, narcotráfico, paramilitarismo, brutalidad y violencia que son el uribismo y sus secuaces cobardes del centro hipócrita debemos estar listos para enfrentar al más temible devastador de la nación. No caer de nuevo en las manipulaciones del odio político y su embriaguez sádica. A toda esa ralea vil e intrigante y a sus deseos de un golpe de Estado se le debe responder popularmente con la revolución.
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[1] Maquiavelo, N. El príncipe. Alianza Editorial. Madrid, 2013, p. 137.
[2] Strauss, L. ¿Qué es filosofía política? Alianza editorial, Madrid, 2014, p. 133.
[3] Wolin, S. Política y perspectiva. Amorrortu editores. Argentina. 2001, p. 250.
[4] Žižek, S. El coraje de la desesperanza. Anagrama, Barcelona, 2018, p. 314.
[5] Žižek, S. Contra la tentación populista. EGodot, Argentina, 2022, p. 29.
[6] Rousseau, J. J. El contrato social. Taurus, México, 2012, p. 22.
David Rico Palacio
Foto tomada de: Las nueve musas
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