Empiezo por los perdedores, que son, en primer lugar, Venezuela, cuyo gobierno socialdemócrata va a sufrir el recrudecimiento de la estrategia de acoso y derribo, que el propio Trump puso en marcha durante su primer mandato. (2016-2020). Es previsible que no descansará hasta la lograr que sus multinacionales recuperen el pleno control de sus enormes yacimientos de gas y petróleo. “Es nuestro petróleo”, declaró en numerosas ocasiones.
En segundo lugar, México, al que en el tramo final de la campaña electoral amenazó con imponerle aranceles exorbitantes a sus exportaciones y reiniciar la construcción del muro sino ponía fin a su supuesta complicidad con la inmigración ilegal y con las mafias que exportan fentanilo desde su territorio. Ambas acusaciones falsas ciertamente. Y sus verdaderas razones, aparte de la demagogia electoral, serían tanto la revitalización del nacionalismo mexicano (“México no es colonia de nadie”, López Obrador dixit) como las reformas de la Constitución del país promovidas por él, que han roto la columna vertebral del blindaje constitucional del ruinoso modelo neoliberal.
El gobierno de Petro también puede ser incluido en la lista de los perdedores. Porque, violando el principio de no intervención en los asuntos internos de un país, no tuvo mejor idea que la de viajar a Estados Unidos y apoyar públicamente a Kamala Harris. Ese no es el papel ni debe ser nunca el papel de un presidente de la República de Colombia. Ni con respecto a Estados Unidos, Rusia, China o quien sea y menos aún con respecto a la hermana república de Venezuela.
Con todo, no es este solo el motivo por el que incluyo al gobierno de Petro en la lista de perdedores. Tanto o más pesa el hecho de que Trump va a dejar de lado la agenda verde, la agenda de la descarbonización, que nuestro presidente ha colocado en el centro de su discurso político.
Cuba y Nicaragua también figuran en la lista de perdedores, porque la primera es socialista y la segunda nacionalista. Pero se puede ir aún más lejos y prever que, en realidad, es toda América Latina la que va a perder. Con Trump en la Casa Blanca, el Pentágono se sentirá aún más envalentonado de lo que ya está, para encargar a la generala Laura Richardson, comandante del Comando Sur de las Fuerzas armadas de los Estados Unidos, la “administración” directa de recursos naturales, que ella considera más suyos que nuestros. Y para promover el desmantelamiento o por lo menos el bloqueo de las relaciones económicas y políticas de nuestros países con China. Ella no para de viajar a todas las capitales de nuestra América para aconsejar a los gobiernos fieles y para conminar o directamente amenazar a los gobiernos díscolos. La Argentina de Milei está encantada de recibir órdenes. La incógnita es saber qué va a hacer Trump con el Brasil, el gigante latinoamericano, socio fundador de los BRICS+, que, sin embargo, por aquello de dar una de cal y otra de arena, decidió vetar el ingreso de Venezuela en dicha asociación multinacional, muy probablemente para congraciarse con Washington.
Nuestra América también va a sufrir por la política de reindustrialización adoptada por Trump. Que es una mezcla de mercantilismo y neoliberalismo: propone imponer aranceles entre el 10 y el 20% a todos los productos importados y la drástica reducción de los impuestos a las grandes empresas. ¿La consecuencia inevitable? Un importante crecimiento del déficit fiscal, que sólo podrá resolverse con un aumento de la deuda pública y con nuevas emisiones de moneda, que traerán consigo más inflación. Un problema para la economía norteamericana, pero también para las latinoamericanas, porque tanto sus importaciones como su deuda pública está nominadas en dólares.
El lugar de la Unión Europea en el balance de ganadores y perdedores con la nueva presidencia de Trump es incierto. Los medios atlantistas del viejo continente afirman que la UE sale perdiendo con Trump, debido a su anuncio de que va imponer aranceles a todas sus exportaciones. Una decisión que tendría un impacto negativo en el comercio de los países europeos con su segundo socio comercial (el primero es China). Los partidos y los movimientos europeístas piensan, por el contrario, que no hay bien que por mal no venga. Piensan que los europeos pueden responder a Trump poniendo aranceles a las importaciones norteamericanas, para así y de manera indirecta beneficiar a sus propias industrias. Piensan que no carecen ni del Know How ni de los recursos humanos calificados indispensables para emprender ellos mismos el camino de la reindustrialización. Quieren invertir el eslogan de Trump y adoptar el de Make Europe Great Again.
En este contexto no se puede pasar por alto la guerra de Ucrania. La guerra que Trump ha propuesto resolver en 24 horas. Desde luego no lo va a conseguir en ese plazo e incluso es posible que no lo consiga del todo. Recordemos que él, como presidente, ordenó el retiro de Siria de las tropas de ocupación norteamericanas y esas tropas siguen allí. También pactó con los Talibán la retirada ordenada de Afganistán, pero la llamada “comunidad de inteligencia” saboteó el acuerdo y Biden directamente violó el calendario pactado, provocando las escenas dantescas en el aeropuerto de Kabul que todos pudimos ver en las pantallas de los televisores. El funcionamiento entero de la economía norteamericana depende actualmente dos mega industrias: la industria financiera y la industria militar, por lo que es muy difícil, por decir lo menos, que deje de vender deuda y deje de promover guerras. Desde la Caída del muro de Berlín en 1989, Washington ha promovido 13 guerras o, si prefiere, “conflictos armados”. El incomparablemente más costoso de todos y, por ende, el más rentable para su todopoderosa industria militar: el conflicto ucraniano. ¿Sera Trump capaz de matar esta gallina de los huevos de oro? ¿Estará dispuesto además a dar a los europeístas la posibilidad de librarse de la tutela del Big Brother americano?
Carlos Jiménez
Foto tomada de: Agencia EFE
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