Por ello votaron en masa por el candidato Trump que se negó a mencionar siquiera dos veces las palabras democracia, derechos e igualdades, desairando a la candidata Harris que repitió esas mismas palabras sin fatiga ante las minorías étnicas en las que buscó respaldo sin éxito.
Porque las cifras muestran que de una elección a otra crece la deserción del voto negro y latino del partido demócrata al republicano. Ellos, y una población independiente de blancos, parecen hastiados de escuchar esas mismas ideas sin verlas transformadas en hechos, desencantados de que hayan perdido utilidad para resolver sus carencias más apremiantes: el sobrecosto de la energía, de la vivienda, o les regrese la prosperidad perdida.
Están desconectados de los liberales de hoy, que han convertido la democracia y la libertad en un dominio de las ideas – semejante a www.democracia.com o www.libertad.com, que pueden consultarse en caso de necesidad –; sin percatarse de que perdieron todo sentido en la realidad diaria de los compatriotas a los que piden el voto. No se enteran que las viejas ideas que dieron paso al capitalismo y fundaron la división del poder político – la matriz de la democracia –, para renovarse periódicamente necesitan probar que realmente son útiles en la vida de la gente común.
Y el neoliberalismo, es decir, el mercado sin fronteras y sin obstáculos al empresario, con la producción global y su desbalance de costos salariales, convirtió a China, India, Corea, Taiwán o Pakistán en grandes productores, en perjuicio de la unión americana. Porque lo sabe, y lo convierte en un patriota – el título de más orgullo nacional –, Trump no cesó de culpar al globalismo liberal por arruinar la industria nacional y destruir miles de empleos. Y en esa misma línea consiguió que los gringos y los agringados residentes o nacionalizados, vieran en los inmigrantes indocumentados un enemigo de la estabilidad y el futuro de sus familias. ([i])
Con frecuencia, los asimilados que creen haber realizado el sueño americano, y los que siguen bregando para coronarlo, hacen mayores demostraciones de patriotismo que los nativos, y abrazan con emoción vistosa sus causas.
Donald Trump no ofreció democracia ni libertades, pero prometió recuperar el valor real de los salarios, seguridad en las fronteras, y “no más guerras”. Confiados en esa promesa repetida, los musulmanes en Dearborn, Michigan, decididos a “castigar” a Kamala Harris por la invasión en Gaza y Líbano, ofrecieron votar por el republicano que acusa a los liberales de iniciar las guerras. Y ganó en ese estado crítico. Y el hombre, que no da vueltas, en las vísperas de su elección, ante el Consultivo Nacional de la Fe, dijo: “La religión es el pegamento que nos mantiene juntos”.
No habló para la población educada que vive en los estados con la mayor concentración de universidades e institutos de alto nivel, y con los mejores salarios: Boston, New York, Massachusetts, New Jersey, Washington, Virginia, Maryland y California, mayoritariamente de filiación demócrata. Hábilmente se dirigía a las masas incultas y rurales que fueron históricamente republicanas, y habitan en Montana, Wyoming, Oklahoma o Arkansas, por ejemplo. Debía tener en mente a la mamá del soldado Ryan.
Porque en tiempos de elecciones en Estados Unidos, vuelvo a ver aquella mujer en la cocina de su casa en medio de grandes y tranquilos campos de trabajo, que al descubrir un automóvil negro dirigiéndose a la entrada, va a la puerta principal a enfrentar una duda sombría. Y tan pronto los dos oficiales en uniforme estricto se apearon con solemnidad, con un gemido ahogado se mal sentó en su pórtico: hundida, sin escuchársele un reproche. Allí recibió el pésame por sus tres hijos muertos en Normandía, y la promesa del ejército norteamericano de traer el menor vivo a casa. Tal es el motivo de “En busca del soldado Ryan”, estrenada en 1998.
Esa secuencia me dice que las mujeres blancas, hechas en el trabajo duro del mundo rural, y en la resignación por la gracia de la fe y el deber patriótico, rechazan desde lo más profundo de sus almas las ideas que no sirven para poner un buen plato en la mesa, pagar la hipoteca eterna, y que las avergonzaría si hablaran con Dios después de provocarse un aborto. Esas mujeres y sus hombres, hechos de tierra y sudor, no necesitan la palabra libertad ni las ilusiones que anuncia. Crecieron y envejecieron confiando en sí mismos y en su comunidad, no apuestan por el que ponga en riesgo su sopa, y votan republicano. Como creo que harían los negros de Mark Twain, los campesinos de Flannery O’Connor, o los vaqueros fronterizos de McCarthy.
Para millones de esos ciudadanos que habitan al margen de las novedades snob y de los hábitos no convencionales en las grandes urbes, votar demócrata es asunto de los que hablan de libertades y de igualdad de sexos, leen filósofos, viajan al extranjero y se doctoran en universidades, como los personajes mundanos y cultos de Edith Wharton, Scott Fitzgerald, Philip Roth, o Saul Bellow.
Esa población que solo se expresa políticamente el día de las urnas, vive orgullosa en el centro de su mundo concéntrico; pervive inalterada y aumenta su rebaño con el trabajo paciente de las iglesias que predican contra el peligro de las libertades; y permanece persuadida de que su propia fortaleza es la defensa de lo suyo. Por todo aquello, decidieron preferir al tipo que alardeó de su fuerza y su convicción para resolver sus problemas cotidianos, en lugar de la joven que, atada al cordón umbilical de Biden, al que culparon de sus males, estaba predestinada al fracaso.
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([i]) Sobre este asunto y la previsión de que Trump podría ser elegido, puede leerse “Un espantapájaros del neoliberalismo rumbo a la Casa Blanca”, publicado en la edición del pasado 21de octubre.
Álvaro Hernández
Foto tomada de: Diálogo Político
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