Ganamos el Gobierno con una mayoría suficientemente amplia para contar incluso hoy con su respaldo. Si nos dejamos derribar no es por fuerza, talento, ni capacidad del enemigo. Contamos ciertamente con espantosos adversarios, verdaderamente siniestros y terribles, y no es por su bondad, ni su disposición como saldrá victorioso este Gobierno. Acaso necesitemos de ciertos golpes para hacer conciencia de lo que somos y lo que queremos (y de lo que quieren ellos); acaso necesitemos saborear varias veces la derrota para que vuelva a nosotros – la virtud-.
Quien verdaderamente hace política quiere conquistar o participar de cierto modo en el poder (que no es único ni indivisible); quiere influir en mayor o menor grado en la distribución del poder y en la correlación de fuerzas. ¡Por qué tan blando, preguntó cierta vez el diamante al carbón! Por qué tan blanda y dispuesta a ceder, pregunto yo a la izquierda colombiana. Con demasiada premura el solitario tiende la mano a aquel que se la ofrece. Y entiendo que la izquierda ha quedado sola y bastante huérfana después del exterminio de sus mejores líderes y cuadros, por aquello de que había que quitarle el agua al pez. Con frecuencia nos decepcionamos después de un rápido entusiasmo con quienes ni siquiera pueden ser nuestros amigos. Qué rápido aparece el desengaño cuando hipócritas oportunistas revelan realmente lo que son. La izquierda es hábil de palabra, tiene visión y buen oído (se deja endulzar fácil), pero le falta tacto y mucho olfato.
En política nos enfrentamos a la envidia, el egoísmo, la traición, la mezquindad, la mentira, la difamación, la sospecha y otras tantas cosas cenagosas y desagradables que surgen del deseo y la ambición, más aún si el enemigo no es en absoluto honrado, o el aliado suficientemente honesto. Sin embargo, no es con cantilenas, ni sermones, ni críticas morales como debe combatirse al adversario o al traidor. Su moralidad no nos importa. Nos interesa, sí, forjar la unidad y hacer acopio de fuerzas para dialogar, discutir y negociar mientras se pueda, y cuando no, responder y confrontar, que el pueblo sabrá dar su manotazo. No es del todo cierto lo que dice el presidente Petro: que él va hasta donde la gente diga. Es al revés, los pueblos van hasta donde el gobernante ordene. Para eso hace falta primero granjear su voluntad y mostrarle como ejemplo la acción estimulante y valerosa de un Gobierno decidido que se ha ganado al pueblo y está dispuesto a conducirlo.
Quien construye sobre el pueblo no construye sobre el barro, pero el gobernante que espera sentado que el pueblo lo salve cuando esté rodeado de los enemigos, se equivoca.
“Pero si quien se apoya en el pueblo es un príncipe capaz de mandar y valeroso, que no se arredra ante las adversidades, ni omite otras formas convenientes de defensa, que con su ánimo y sus instituciones mantiene a toda la población ansiosa de actuar, tal príncipe jamás se encontrará engañado por él y comprobará que ha construido sólidos fundamentos para su mantenimiento” (Maquiavelo, 2013, p.87).
El presidente debe rodearse de amigos que sepan defenderlo, de ministros que quieran protegerlo. Un ministro no es solo un funcionario público, es sobre todo un actor político. Para ser un buen ministro no basta con saber de la materia respectiva del ministerio. Se necesita mucho más que el perfil de un simple “técnico”, pues sus decisiones están políticamente condicionadas, y sus actos repercuten en la distribución y transferencia del poder: en su conservación y crecimiento, o en su disminución y pérdida. Un ministro debe ejercer como político: debe ser prudente al nombrar, al delegar, tiene que saber rodearse, y sobre todo, actuar según el criterio y los principios del Gobierno al que representa y debe defender. Los ministros son los facilitadores de las tareas de un gobierno; son abreviadores y no obstáculos que saboteen los canales de comunicación y bloqueen la acción del gobernante. Dicho sea de paso, el presidente Petro parece no advertir el peligro extremo que corre con Juan Fernando Cristo en su gabinete. El Ministerio del interior, ¡el de la política! en manos de un hábil politiquero enemigo del Gobierno. El fracaso legislativo de la última semana se debe mucho a él.
Pero dejemos a un lado la tartufería que invoca la legitimidad y la justicia de nuestras convicciones mientras reprochamos la injusticia y la mezquindad de nuestros adversarios. El enemigo no existe para complacernos, y siempre que encuentre ocasión para atacarnos lo hará con ánimo faccioso. Si la defensa del gobierno se hace con tibieza y miedo aparece un peligro serio para el presidente. En El príncipe afirma Maquiavelo que es preciso examinar si los políticos innovadores se valen por sí mismos o dependen de otros, es decir, si para llevar a cabo su gobierno “necesitan predicar o, por el contrario, recurrir a la fuerza”. De ahí extrae su famosa máxima. La que enseña que todos los profetas armados han vencido, y los desarmados, perecido: “Moisés, Ciro, Teseo y Rómulo no hubieran podido hacer observar a sus pueblos durante mucho tiempo sus instituciones de haber estado desarmados” (2013, p. 68).
El ejemplo contrario es Jerónimo Savoranola, que cayó con sus instituciones porque su poder lo basada en la prédica de su palabra, y tan pronto tuvo necesidad de defenderse careció de medios efectivos para hacer frente a la amenaza y conservar firmes a su lado a quienes en él habían creído. Es tan ingenuo el político que basa su poder en la oratoria como aquel que funda su derecho en la justicia o nobleza de sus intenciones. Hay un verso de Fernando Pessoa que nos advierte de esta candidez: El mundo es de quien nace para conquistarlo y no del que sueña que puede conquistarlo, aunque tenga razón.
Un gobernante no debe engañarse respecto de sus fuerzas, y comete un gran error si basa su poder en la riqueza, en la capacidad de persuasión o en la benevolencia de los hombres. La política no se hace con dinero, ni con plomo, como cree el uribismo. Cierto que el dinero y la violencia son poderes y acrecientan la fuerza, pero por sí mismos no son nada y no dan ninguna garantía de estabilidad y aceptación. Ni plata, ni plomo, sino hierro: una voluntad acuciosa y resuelta capaz de actuar y defender es la virtud del gran político, que no se atemoriza ante el peligro. El nervio de la guerra no es el dinero, sino los buenos soldados, dice Maquiavelo. Y la política es una lucha permanente y una guerra en la que no necesariamente se recurre a la violencia, sino frecuentemente a métodos más refinados y sutiles. Se puede tumbar a un presidente sin dar golpe de Estado; se puede interrumpir el ejercicio del Gobierno sin recortar un solo día su periodo. Es lo que ha pretendido el actual Congreso de Colombia, y ha actuado en conformidad con ese plan.
No basta la conciencia histórica y la sensibilidad social si permanecemos en el plano de la contemplación idealista y evitamos hacerle frente a la realidad y sus peligros. El proyecto progresista ha empezado su camino, su realización y profundización no puede malograrse por escrúpulos morales, purezas teóricas o puritanismos ideológicos.
Solo una sociedad de mojigatos y majaderos basa su censura en el prejuicio moral. No hay nada más hipócrita que la indignación de un moralista. Estos defensores de las buenas formas, estos guardianes de las buenas costumbres son la especie más embustera de todas. Bullosos y chillones, estos agitadores tienen más de comediantes que de personas rectas y morales. No se detienen a pensar, saben demasiado poco y cuando aprenden lo hacen mal, por eso tienen que mentir. Estos bufones sin pudor se llenan la boca de nombres y palabras nobles: hablan de familia, de amor y caridad, y hasta de justicia, pero no hay una sola palabra, por clara y pura que esta sea, que salga limpia de su boca una vez la usan. En ellos hasta la verdad se hace dudosa.
¿De qué sirve la moralidad burguesa y la caridad cristiana en un pueblo que se niega a hacer leyes justas y a construir una adecuada institución política? La caridad y el robo no son incompatibles. Es más, para el político ladrón y el ciudadano deshonesto son prácticas inseparables. Para cumplir un derecho no hace falta la moral, para aparentar que se es moral no hay que garantizar ningún derecho, ni dejar de ser corrupto. Por eso la derecha prefiere antes la actividad caritativa de las fundaciones que el establecimiento de un Estado justo.
¿Queréis la justicia? No la obtendréis con sermones ni discursos exhortatorios. Solo la obtendréis haciendo que la injustica resulte infructuosa. Lo que necesitáis no es tanto la formación del carácter y las apelaciones a la moral como la clase adecuada de instituciones” (Leo Strauss, 2014, p. 134),
La extrema derecha y la derecha tibia y solapada, ambas pacatas y gazmoñas, quieren definir el bien de la sociedad (el bien común) mediante prédicas, basados en modelos de virtud y moralidad individualista. Pero es al revés, es la virtud la que debe definirse y ponerse a prueba en la búsqueda del bien común y en la fundación de instituciones nuevas. Esta es la virtù maquiaveliana, la cual moldea y determina la vida de las sociedades.
El bien común es el objetivo primordial de toda buena sociedad, y se expresa en su deseo de igualdad, libertad, prosperidad, justicia, paz, derechos, etc. La virtud política (virtù) es la fuerza necesaria capaz de movilizarse para luchar por todo esto, y honestas son todas las acciones orientadas a alcanzar tales fines, que son los únicos por los que una sociedad puede ser considerada virtuosa. Todo lo que se haga para alcanzar este fin es bueno. Este fin y solo este fin justifica los medios. No hay que tener miedo.
David Rico Palacio
Foto tomada de: Cultura Genial
Oscar Gomez says
Claro,limpia cuerpo y espíritu,Amlo lo puso en práctica.