En el anunció del viernes 17 de enero el presidente habló de suspender los diálogos de paz con el ELN, pero el efecto necesario es la ruptura de tales diálogos, como cabía esperarse escuchando el eco de las palabras previas del jefe supremo de la fuerza pública, que no consienten una interpretación diferente.
Porque luego del ataque del ELN al cuartel policial de Puerto Jordán empleando una volqueta cargada con explosivos – a la sombra del cese al fuego bilateral no renovado –, Petro dijo que fue “una acción que prácticamente cierra el proceso de paz con sangre”, y reaccionó suspendiendo las conversaciones. Y ahora, tras conocerse los asesinatos de civiles indefensos buscados en sus casas, y el desplazamiento forzado de miles de ciudadanos en el Catatumbo, califica esos actos como “crímenes de guerra”, y afirma que “El Eln no tiene ninguna voluntad de paz”, según escribió en X.
Dado que el ELN no puede desmentir con palabras los hechos, ni Petro contrariar su concluyente dictamen, cerrar la puerta que se abrió en Ciudad de México era la decisión consecuente. El ELN tendrá que regresar al punto muerto en que lo dejó la administración Santos en otro enero de 2018, y su tropa enfrentará de lleno la guerra contra el Estado sin descanso ni esperanza de triunfo, como ha sido su ley en 60 años de existencia.
Resuelta la coyuntura política con el rompimiento de las negociaciones de hecho, queda por definir si las partes del proceso roto tienen voluntad real de concluirlo, y si una reapertura de negociaciones oficiales es posible. La primera respuesta requiere que se den ciertas condiciones subjetivas, y la segunda, que existan condiciones objetivas que lo permitan. Todo apunta a que tales condiciones no tercian en favor del gobierno y la guerrilla para renovar el proceso malogrado.
Respecto de las condiciones subjetivas, considérese en primer lugar, que ni en lo corrido del proceso ni en las reuniones extraordinarias, la delegación del ELN se abstuvo de dar certeza de que esa organización está preparada para superar el uso de las armas al término del presente proceso. Al contrario, Pablo Beltrán y Antonio García, sus voceros principales, desahuciaron públicamente el proceso al declarar que el tiempo del gobierno Petro está por agotarse, y que continuarán con el que llegue las negociaciones de paz. Solo la fe del carbonero que alienta a Petro y a su delegación en seguir intentando la paz, hizo que se pasara por alto la olímpica renuncia de la guerrilla a apresurar el ritmo y concluir un acuerdo.
Esa conducta pone en evidencia la primera de las condiciones subjetivas que militan contra el éxito del presente proceso: el Ejército de Liberación Nacional jamás ha probado tener la convicción indeclinable de hacer la paz. Nunca ha dejado claro con las palabras – y menos con los actos –, que al momento de entrar en contactos secretos, acercamientos, aproximaciones o diálogos exploratorios, o al sentarse a la mesa de negociaciones para iniciar un proceso de paz, hubiese llegado con la decisión de pasar a la vida civil.
Su comandancia histórica y sus delegados autorizados han eludido sistemáticamente afirmar que están allí para dejar atrás las armas a cambio de negociar un acuerdo político. A lo sumo, en las negociaciones en Caracas de 1991, y en las de Quito de 2017, se les escuchó decir que la confianza y la decisión de paz se construyen en la mesa de diálogo, confirmando que carecían de ambas al presentarse. Seis décadas de guerra y el espejo de seis acuerdos de paz celebrados por otras tantas guerrillas, no los forzó a tener formado un concepto sobre el probable destino de negociar un acuerdo igual.
Lo suyo es el diálogo, no el resultado. Es una organización diestra en “dar largas” a las conversaciones y eludir el compromiso final. Jesús Antonio Bejarano en su oficio de Consejero de Paz, en su tiempo definió el comportamiento de la guerrilla diciendo que, del proceso de paz, lo que realmente le gusta es el proceso, no la paz. Su sentencia sigue siendo un escáner del Ejército de Liberación Nacional.
Hay, por otra parte, ciertas situaciones objetivas que impedían de principio concluir con éxito el proceso con el ELN.
La primera de ellas radica en el funcionamiento del aparato político y militar del ELN, que impide lograr un consenso de todas sus estructuras de guerra sobre un eventual acuerdo de paz. Por la elástica autonomía con la que operan, no responden a una dirección única al estilo de las FARC-EP, el M-19, el EPL, el PRT, el Quintín Lame, o los Comandos Urbanos Ernesto Rojas, que en su momento llegaron a la apertura de negociaciones de paz con un principio de decisión adoptada, aunque ésta haya madurado en la negociación. Cierto es que algunos frentes como el Oriental y el Nororiental han tomado sus propias decisiones sobre la paz y la guerra, sin atender ni consultar el Comando Central, pues el primero fue responsable del carro bomba instalado en la Escuela de Cadetes de la Policía en Bogotá, que dio al traste con las conversaciones en camino en la administración Santos.
Así como el COCE es incapaz de meter en cintura a los autores de esos desafueros, tampoco controla a Comuneros del Sur, el frente que rompió con el ELN para hacer su propio proceso de paz, y que dio excusa a los que hasta el pasado 17 fueron delegados de esa guerrilla, para mostrarse renuentes a regresar a la mesa.
Es justo reconocer aquí, que las dudas guerrilleras sobre la seriedad y buena fe de algunos gobiernos en la negociación de la paz estuvo justificada en el pasado, cuando el alto mando militar, no preparado para que su “enemigo ideológico” pasara a la vida civil sin derrotarlo, tomó en la práctica las decisiones cruciales. Una situación claramente superada según lo probó el proceso de paz de las FARC-EP y el gobierno de Santos, y que está por fuera de toda sospecha con la política de Paz Total propuesta por un gobierno de izquierda.
En segundo lugar, de las condiciones contrarias al proceso, aparece el compromiso de las partes a llevar a cabo un interminable listado de transformaciones políticas y sociales que no dependen de la voluntad y competencias exclusivas del gobierno, porque compromete al poder legislativo y al judicial para respaldar los acuerdos. Esa realidad no valorada debidamente, era de entrada el mayor obstáculo en el camino de las negociaciones. La realidad política actual predice que los acuerdos proyectados en La Nueva Agenda para la Paz no serán aprobados por el congreso, no mientras la derecha política ejerza su voto de oposición al menor cambio del status quo que legitima sus privilegios.
Como tercera causa destinada a socavar el buen final del proceso con el ELN, debe mencionarse que las partes omitieron considerar el tiempo que demanda la negociación y pacto de los puntos principales de la Agenda. De todos ellos, solo puede tenerse como adelantado el de la socialización con las comunidades en los territorios. Por lo menos en lo que toca a la delegación gubernamental, o bien el entusiasmo impidió calcular que el proceso concluyera con el periodo Petro, o se confió en que otros gobiernos recogerán el proceso en el punto pendiente. Lo que está por verse.
Existe una cuarta situación que conducía al fracaso de las negociaciones: la cláusula de base, según la cual, la dejación de las armas no ocurre mientras las instituciones políticas nacionales no aprueben las reformas pactadas con el gobierno. La condición es toda una trampa que autoriza al ELN a denunciar el incumplimiento del gobierno, ante la garantizada oposición cerril de la derecha a “las concesiones ilegales concedidas por un gobierno de izquierda a una organización terrorista”, o algo semejante. Así sigue calificando al acuerdo con las FARC-EP.
Si bien el ELN está en su derecho de tomar recaudos sobre una desmovilización precipitada, no le asiste razón en haber exigido, adicionalmente, la materialización de las reformas como condición para el desarme.
Por último, aunque resultó ser la causa desencadenante de la ruptura del proceso con el ELN, debe señalarse el error de diseño de la estrategia de paz en su conjunto, al creerse posible sostener varios procesos paralelos con fuerzas ilegales distintas, con presencia armada cruzada en un mismo territorio.
La trabazón de fusiles en una misma zona, hacía improbable la eficacia de un cese al fuego bilateral pactado por separado con el ELN y las disidencias de las FARC, o el que pudiera pactarse con el Clan del Golfo o cualquiera otra organización armada. Con pretensiones de dominio en choque, resultaba inevitable la disputa sangrienta por el control de las fuentes de combustión de la guerra: la extorción, la minería ilegal, las drogas.
El resultado está a la vista. Dos organizaciones sentadas a la mesa de negociaciones de paz enfrentadas a muerte en el Catatumbo, responsabilizándose mutuamente por los asesinatos cometidos a sangre fría. Aunque el ELN tuviese razón en lo que dice, es imposible demostrar que tan solo respondió un acto de agresión de las disidencias de las FARC, y que no cometió los “crímenes de guerra” denunciados por la comunidad y calificados así por el presidente Petro. Menos aún podrá deslindarse del asesinato de desmovilizados de las antiguas FARC, a quienes sacó de sus hogares según los testimonios de sus parientes, repitiendo el oprobioso sistema paramilitar que el país conoció. Como en su tiempo hicieron las FARC con los desmovilizados del EPL en Antioquia y Córdoba. No puede olvidarse.
De momento, Antonio García anuncia que “seguirá corriendo sangre en el Catatumbo hasta que el comandante conocido como ‘Richard’, de las disidencias de las Farc, no se entregue”. Desconcierta el rol que el ELN se atribuye. Para Otty Patiño, Comisionado de Paz, el Comando Central del ELN tiene la “decisión clara y deliberada de apoderarse de una región, sin contemplar ningún respeto por la población civil”.
El gobierno puso demasiado en la cesta del ELN, y los huevos rotos deben obligar al gobierno a revisar las condiciones mínimas que a futuro conviene exigir a toda organización armada para admitirse como candidata a iniciar un proceso negociado de paz, o de sometimiento a la justicia. La previa decisión de paz es verificable, si se consiente en la reubicación de la fuerza en los primeros tiempos de conversaciones, antes de elevar el nivel de contacto al protocolo de la mesa de negociaciones.
El fracaso de la política de Paz Total no lo mide el rompimiento con el ELN, también lo hacen las conversaciones prolongadas sin fin, una situación originada en las fallas en el patrón de diseño del proceso general de paz. La oferta de paz hecha de buena fe, debe caer en terreno preparado para acogerla, porque los colombianos merecemos vivir en paz de modo permanente, como en los países civilizados que envidiamos.
Álvaro Hernández V
Foto tomada de: Las2orillas
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