Esta deportación no fue la primera ni seguramente será la última de las deportaciones de ciudadanos colombianos y de otros países de América Latina. Lo que la convirtió en algo distinto fue la indignación que le produjo al presidente Petro las condiciones humillantes en las que trasladaban a los deportados. Poco o nada congruentes con las numerosas ocasiones en las que los diplomáticos norteamericanos han alabado a Colombia como un “país amigo” y un “aliado confiable”, al que incluso se ha incorporado a la OTAN como “socio preferente”. Si en realidad se creyeran sus propias palabras, los funcionarios a cargo del Departamento de Estado, habrían dado instrucciones a su embajador en Bogotá para que preguntara a nuestro gobierno por las razones por las que se había negado el permiso de aterrizaje a los aviones con deportados. Escuchadas sus razones se habría podido fácilmente llegar a un acuerdo como al que finalmente se ha llegado, por mediación de nuestra Cancillería: permitir que los deportados viajaran al país en el avión presidencial y en condiciones dignas y respetuosas de los derechos humanos.
Pero no se hizo así. Esos mismos funcionarios del Departamento de Estado o acaso del Pentágono, informaron al presidente Trump del incidente y este en vez de ordenar que se siguiera la vía diplomática para resolverlos tranquilamente, prefirió agrandarlo hasta el punto convertirlo en un grave problema de seguridad nacional. Subió a las redes sociales un mensaje virulento en el que ordenaba la imposición inmediata de aranceles a los productos de importación colombianos, registro policial riguroso de las importaciones y de los viajeros colombianos, el retiro de visas a los funcionarios del gobierno nacional, la negativa de futuras visas a militantes políticos y partidarios de Gustavo Petro y la amenaza de sanciones financieras al país. ¡Ni que las FAC de Colombia hubieran derribado los dichosos aviones de la USAF! O que por lo menos hubieran enviado cazas para conminarlos a abandonar de inmediato el espacio aéreo colombiano sino querían exponerse al peligro de ser derribados. ¡Qué forma tan poco amigable de tratar a un amigo y socio fiable! Me recuerda la célebre sentencia atribuida a Henry Kissinger: “Ser enemigo de los Estados Unidos es peligroso, ser su aliado implica un riesgo mortal”. O si no que pregunten hoy a la Unión Europea.
La arrogancia de la respuesta de Trump a la decisión del presidente resulta, por exagerada, sintomática. La arrogancia, como sus sinónimos la fanfarronería y la jactancia, es la vana exhibición de un poder que en realidad no se tiene. Tal y como dice el dicho: dime de qué presumes y te diré de qué careces. Y de lo que carece hoy los Estados Unidos de América es precisamente del poder incontestable que ostentó en los años 50, 60 y 70 del siglo pasado. El poder del que disfrutó hasta cuando su derrota en la guerra del Vietnam le hizo sentir los límites del mismo. El desplome de la Unión Soviética en 1991 le devolvió temporalmente la confianza: Estados Unidos volvía a ser la única superpotencia y por lo tanto podía volver a hacer lo que le viniera en gana. Y ciertamente lo hizo, como bien sabemos y padecemos, hasta el punto de alcanzar el peligroso estado de “sobre expansión estratégica” que, según Paul Kennedy – el historiador británico de los imperios modernos – habían alcanzado el Imperio español en el siglo XVII y el Imperio británico a finales del siglo XIX. El estado en el que los problemas que se enfrentan sobrepasan claramente la capacidad de los medios disponibles para resolverlos.
Los caricaturistas liberales, atrapados muy a su pesar en la retórica incendiaria de Trump, no se cansan de repetir que es un demente, un desquiciado, un loco, ignorando que, como en el Hamlet de Shakespeare, hay “un método en su locura”. Make América Great Again, la consigna con la que ha movilizado con tanto éxito a las masas estadounidenses desde hace más de una década, contiene un contenido de verdad que sus críticos más miopes se niegan a reconocer. Si hay que volver a hacer grande América porque ya no lo es. Ya no es la América a la que su formidable poderío económico y su régimen político de inspiración socialdemócrata le permitió, entre tantas otras cosas, el crecimiento constante de los salarios que garantizó la estabilidad política y la paz social.
El problema es que la estrategia política y económica que Trump ha adoptado para lograr la restauración del poderío americano enfrenta tantos y tan grandes obstáculos que cabe dudar seriamente de sus posibilidades de éxito. Él probablemente ha tomado en cuenta el diagnostico de Jimmy Carter, quien, preguntado por las razones por las que la economía china hubiera tomado la delantera, respondió que fue porque durante décadas los Estados Unidos había despilfarrados billones de dólares en guerras inútiles, mientras China los había invertido en su desarrollo económico. Y es aún más posible que haya escuchado a los estrategas del Pentágono, plenamente conscientes de que el poderío militar de una nación moderna depende enteramente de la fortaleza de su base industrial. Tal y como lo aprendieron ellos estudiando la historia militar desde las guerras napoleónicas hasta la Guerra Fría. Ellos probablemente le habrán advertido que la desindustrialización de Estados Unidos – causada por el traslado al extranjero de muchísimas sus empresas en el marco de la globalización neoliberal – amenazaba seriamente su supremacía militar.
La guerra de Ucrania ha confirmado este diagnóstico. En los tres años que ha durado, Estados Unidos ha vaciado prácticamente sus arsenales sin lograr reponerlos en el mismo volumen y con la misma celeridad con la que los está reponiendo la Federación rusa. Cuyo presupuesto militar, cabe recordarlo es seis veces menor que el de los Estados Unidos. Si Trump busca ahora un alto al fuego en Ucrania no es tanto por cumplir una promesa electoral como por ganar tiempo para corregir este desequilibrio.
China plantea problemas aún mayores a la estrategia de asediarla y someterla. Los estrategas de la Armada norteamericano están alarmados con el crecimiento espectacular de la marina de guerra china en los últimos años. Que ya supera a la de los Estados Unidos tanto en navíos de superficie como en submarinos. Crecimiento que recuerda el impresionante éxito del plan adoptado en 1935 por el presidente Franklin Delano Roosevelt para quitarle a la Armada británica el primer lugar entre las marinas de guerra del mundo que entonces ostentaba.1 En 1945, 0 sea 10 años después, ya lo había conseguido. Los estrategas de la Armada americana se dividen ahora en dos bandos: los que quieren provocar a la mayor brevedad posible la guerra con China para impedir que se fortalezca aún más, y los que prefieren esperar a que el programa de reindustrialización de Trump consiga el éxito esperado y les permita recuperar la iniciativa y sobrepasar de nuevo a China.
La reindustrialización de Estados Unidos luce muy razonable en el papel. El problema, el problema de los problemas, son los métodos proteccionistas elegidos por Trump para lograrla. El proteccionismo estresa a tal punto una economía mundial profundamente moldeada en las últimas décadas por la globalización neoliberal, que su implantación en Estados Unidos no puede sino resultar traumática. Y despertar resistencias de toda clase y en todas partes, empezando por China, que se ha erigido en paladín del libre comercio y en defensor de los acuerdos comerciales de mutuo beneficio para todas las partes implicadas. Los aranceles que Trump planea imponer a las importaciones de México y de Canadá afectan los intereses de las numerosas empresas norteamericanas instaladas en ambos países, que son principales responsables de dichas exportaciones. Como afectarán al millón de empresas norteamericana que todavía operan en China, entre las que destacan las de Elon Musk. La esperanza blanca de Trump, su mano derecha.
En fin, la lista de dilemas y contradicciones que enfrenta la política de reindustrialización de Trump puede alargarse sin problemas, para poner seriamente en duda su viabilidad. Y por tanto la posibilidad de que resuelva la debilidad que aqueja actualmente al poder norteamericano. Por lo que no me resisto a recordar el más reciente avatar del del conflicto desencadenado por los aviones norteamericanos con deportados colombianos. Una vez que trascendió la noticia del arreglo con el que se resolvió, Trump publicó un nuevo trino en el que se pavoneó de su victoria. El mundo ahora sabe – vino a decirnos – que debe aceptar sin rechistar las remesas de deportados que les enviemos. El miércoles, sin embargo, publicó un nuevo trino con un mensaje completamente opuesto. Insistió, pensando en sus votantes, en que deportaría a “millones de inmigrantes delincuentes”. Pero añadió que también está preparando un paquete de medidas económicas y legales destinadas a favorecer los inmigrantes honrados dispuestos a trabajar. Incluso les ofreció 2.000 dólares para que “busquen trabajo hasta debajo de las piedras”. El portavoz más vociferante del racismo y la xenofobia ha sufrido una inesperada revelación: los inmigrantes del Sur global son indispensables para el funcionamiento normal de la economía norteamericana. Sin ellos no cabe ni siquiera soñar en la reindustrialización.
Carlos Jiménez
Foto tomada de: France 24
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