Dislocamientos, desequilibrios y fragmentación
Las relaciones entre el Ejecutivo y el Legislativo deben pasar por la construcción de una mayoría en el órgano legislativo, que responda a las necesidades del proyecto político instalado en el poder. Hace falta que emerja la mayoría en cabeza de un partido o en manos de una coalición. Pero la fragmentación del sistema de partidos no deja pensar en un partido dominante en la institución parlamentaria. Por otra parte, en el caso del presente gobierno en Colombia, la coalición organizada inicialmente, a pesar de que se anunciaba como una aplanadora, fue no más que flor de un día.
Formada una coalición mayoritaria, ella debiera convertirse en la base determinante de un gobierno con una composición que guarde su correlación con los partidos y facciones comprometidos, desde luego partícipes del poder; y eso sin importar que se trate de un régimen presidencialista en el que el jefe de gobierno no estaría obligado a darle participación proporcional en el gabinete a los partidos de la coalición parlamentaria, como sucede al contrario en un régimen parlamentario, en el que, si no es así, se desbarataría inmediatamente la coalición. En el presidencialismo solo el pragmatismo es el que obliga, pero resulta decisivo, si se quiere sembrar confianza mutua.
Ocurre que la orfandad de una coalición estable abre la configuración de una especie de vacíos en la marcha legislativa, franjas de indefiniciones en las identidades políticas, que afectan la agenda; como si fueran zonas grises de lealtades inseguras; terreno fértil para las incertidumbres, cuando se trate de votar; y que se convierten fácilmente en nuevas fuentes de presión para los ministros, a cuya habilidad individual queda librada la suerte de los proyectos de ley. Con límites y angostamientos que, por cierto, se han acotado cada vez más, por el tránsito que han hecho algunas bancadas desde su condición de gobiernistas a la calidad de “independientes”.
De ahí que el Ministerio del Interior ya vaya para el cuarto inquilino en el Palacio de la carrera octava, al frente del Observatorio Astronómico y del Palacio de Nariño; y que también otros ministros con responsabilidades sensibles hayan tenido que abandonar muy pronto sus respectivas plazas.
Los estragos del clientelismo y la corrupción
No solo en la argumentación y en la experticia negociadora de los ministros reposaría el impulso de la agenda; también en lo que algunos llaman la “mermelada”; en las canonjías y favores ilícitos. Tal como discurrían las cosas en los relatos de los evangelistas bíblicos que describían, furiosos, la presencia de los mercaderes con su tráfico a la sombra del Templo; así también ha sido corriente el tráfico de influencias y el intercambio de servicios clientelistas, un flujo de prácticas deletéreas que corre paralelo al trabajo legislativo en el que se juega el destino de leyes, el de las certificaciones crediticias y el de proyectos de desarrollo local, según se ha evidenciado en el escándalo mayúsculo de la UNGRD, escándalo que por lo demás también ha contribuido a la inestabilidad, pues prácticamente sacó de sus puestos a un ministro de Hacienda y a uno del Interior, aunque solo fuera por indicios originados en pruebas testimoniales, susceptibles aún de ser controvertidas.
Las destrezas técnicas a prueba
En todo caso, la habilidad del ministro respectivo o de los altos burócratas, no ya su eventual inclinación a las prácticas indebidas que, no por corrientes dejan de ser anomalías que atentan contra el tipo- ideal del Estado democrático, es una destreza que siempre se pone a prueba en el proceso decisional de sus cargos, tanto más si se trata de un movimiento político de carácter alternativo que se estrena en el ejercicio del poder y que, a menudo, cuenta con un personal, sin la experiencia suficiente o sin la preparación profesional requerida.
El Estado moderno exige la existencia de una alta burocracia competente, siempre en plan de formación, cuya mira esté puesta en el Estado y no en intereses particularistas o patrimoniales; es lo que planteó con claridad Max Weber hace 100 años.
Es una exigencia que se ha hecho extensiva a los gobiernos, núcleo central del poder político; y a los partidos, agentes colectivos, poseedores de esa vocación que los define como sujetos transitorios de ese mismo poder.
Un partido ha de tener cuadros y activistas (vanguardia de la vanguardia), pero también un personal preparado en las lógicas y las técnicas del Estado; son dos dimensiones que se ensamblan en esa especie de nuevo príncipe, del que hablara Gramsci cuando se refería al partido, capaz de provocar un inédito bloque histórico.
Es esa doble cualidad -vocación y preparación- la que debe reunir el gabinete de un gobierno que se reclama del cambio. Si solo concurre la vocación, es voluntarismo; si solo lo hace la preparación, es el tecnocratismo.
Entre las facetas misionales de un gobierno está el manejo de la Administración. El gobierno, dentro del Estado, es gobierno propiamente dicho y al mismo tiempo Ejecutivo. Orienta y ejecuta; dirige y administra; es una suerte de unión que garantiza la gobernabilidad.
Los ministros comparten la misión de orientar y la de ejecutar. Cumplen una función bisagra, entre el poder gubernamental y la burocracia, cuya operatividad debe llevar las decisiones hasta sus últimos resultados,
Seguramente deben apropiarse del discurso y de los imaginarios ideológicos del jefe de Estado para legitimar sus ejecuciones, pero deben ser lo suficientemente pragmáticos e inteligentes, como para atenuar el énfasis ideológico y los arrebatos retóricos, mientras se aplican a la construcción de consensos para la buena ejecución y para sacar adelante sus proyectos legislativos.
Tal vez los titulares de algunas carteras ministeriales han terminado jugando durante los primeros años del mandato el desapacible rol de fusibles que saltan por dejarse arrastrar en las derivas del discurso, sin conseguir al mismo tiempo resultados materiales en su encargo; lo cual les ha creado resistencias y acarreado el abandono de su misión, mediante un paso al costado.
Cuando Gustavo Petro en su Consejo de ministros televisado, el del 4 de febrero, les dice a sus altos funcionarios que están super- atrasados en las metas, está criticando su competencia y su capacidad ejecutiva. Y cuando les dice que son sectarios, les está criticando su liderazgo, su presunta estrechez ideológica y su capacidad de orientación.
Todo lo cual debe rebotar en una autocrítica con respecto a su mismo liderazgo presidencial y a su capacidad para conformar y dirigir equipos en la misión suprema del cambio. Claro está que, en el fondo, todo ello no pasa de ser el reflejo de una falla estructural, la débil construcción de un partido, proveedor de dirigentes y líderes que se encarguen en su momento del Estado.
Ambivalencias entre el espíritu de Frente Amplio y el de secta
Cuando el presidente Petro, en el mentado Consejo televisado -pura línea streaming– señaló como sectarios a algunos de sus ministros y jefes administrativos, no solo quería que el regaño fuera entendido como una invitación para que dejaran disponibles sus cargos y, de paso, para que algunos de ellos escogieran entre las ambiciones electorales (una onza de mala leche no sobraba) y, por otro lado, las responsabilidades institucionales de su oficio. También enviaba un mensaje, a quien quisiera escucharlo, lo expresaba en el sentido de que prefería una composición más pluralista en el alto gobierno, con miras a enfrentar tanto la agenda legislativa como el déficit en ejecuciones e inversiones, en el gasto público, pluralismo que permitiría abroquelar alianzas en el Congreso.
En varias ocasiones, el jefe de Estado ha postulado la necesidad de un Frente Amplio, como la plataforma en que se apoye el “gobierno del cambio”; pero sin que se sepa muy bien si se trata de reconstruir una coalición interpartidista o de forjar una alianza en la base con las organizaciones sociales.
Sin embargo, el Frente no ha conocido la luz del día, a pesar de los empeños de Cristo, el último ministro del Interior. Así, la agenda legislativa siguió presentando los mismos tropiezos en el Congreso y, por otra parte, los recambios ministeriales siguieron llenándose con figuras muy cercanas al Presidente. Con todo, el Ministerio del Interior siempre ha estado en manos de liberales, aunque claro, no de militantes de partido. Algo parecido ocurrió con otros ministerios, encabezados por personalidades ideológicamente moderadas y liberales; tal, el caso del ministro de Defensa, así mismo, sin representación partidista: son unos elementos que parecieran los rastros de una coalición invisible, pero sin los compromisos de una alianza formal, algo que, de todos modos, no es suficiente para los retos que impone la gobernabilidad en este año 2025.
El Presidente, por supuesto, pareciera entenderlo cuando reconoce que su votación, la del 2021, fue amplia y muy diversa, lo que debiera reflejarse en un gobierno más pluralista, ajeno al sectarismo. El problema reside en que su oposición a ese vicio político, es también el expediente para defender la posición prominente en su gobierno de Armando Benedetti, un personaje efectivamente no petrista en sus orígenes y tampoco de izquierda; pero que, en cambio, proviene de las filas del tradicionalismo clientelista en todos sus matices.
Si el ex–senador Benedetti (reconocido eso sí como un eficaz operador político) simboliza la amplitud y el pluralismo desde la izquierda, agenciados por un presidente que, en sus palabras, no se va a “dejar encerrar” por los que únicamente quieren afirmar su izquierdismo, o sea, por los petristas de todas las horas, también termina simbolizando la apertura de esa izquierda hacia el clientelismo en todas sus variantes, algo que, por cierto, inhibiría cualquier lucha contra la corrupción. En ese sentido, el espíritu de Frente Amplio no solo sería asaltado por los continuos arrestos sectarios y excluyentes en el debate público; también sería carcomido internamente por los efectos delicuescentes del clientelismo y de la tolerancia con las malas prácticas en el ejercicio de la política.
Conclusiones
Al gobierno de Gustavo Petro le queda efectivamente como tarea la reconstrucción, así sea a medias, de una coalición que sume a los partidos independientes; y así conseguir resultados más contundentes en materia de avances reformistas; de igual manera, le resta barajar la composición del gabinete con cuadros competentes, al tiempo que mejora el enfrentamiento contra la corrupción; eso sí, después de que conjure el escándalo con el “rey del contrabando”, Diego Marín. De por medio, está el legado histórico de su gobierno.
Ricardo García Duarte
Foto tomada de: CW+
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