Desde entonces, el sistema de partidos – conjunto de las opciones políticas que compiten entre sí – se fracturó en una inédita multiplicidad de alternativas, que luego se morigeró, pero que aun así se tradujo en un formato compuesto por unos diez partidos. Y en cuyo orden de competencia se mezclan las diferencias dictadas por la búsqueda del poder y por las ambiciones en el liderazgo.
Minorías y coalición hegemónica
Como resultado del fenómeno, el sistema de partidos se convirtió en una pluralidad de minorías, en lo que concierne al escenario de las elecciones parlamentarias; de minorías importantes, claro está; pero finalmente minorías; ninguna de ellas en condiciones de imponer separadamente su voluntad en el Congreso; convertido así en una constelación de bancadas sin un partido mayoritario. Lo cual es un motivo para que los partidos que giran alrededor del gobierno se vean obligados a fabricar una coalición gobernante.
No, naturalmente, para la formación del gobierno, tal como sucede en los regímenes parlamentarios, en los que en ausencia de una mayoría, no cabe la constitución del gobierno; sino para que opere la gobernabilidad; y, claro, también la afirmación de una hegemonía política en manos de las élites partidistas que consiguen el control del gobierno. “Para que opere la gobernabilidad”, significa que el partido que tiene en sus manos la presidencia de la República necesita de una coalición mayoritaria para la aprobación de sus principales proyectos de ley. Y “para la afirmación de una hegemonía”, significa que las élites necesitan afianzar su mando, garantizar la obediencia de los grupos subalternos, y asegurar el desarrollo de su proyecto político o la imposición de sus intereses; o ambas cosas a la vez. Para lo cual, requieren de la marcha coordinada entre los distintos órganos del poder, según reza el canon constitucional.
En el régimen colombiano, que no es parlamentario, el orden político requiere sin embargo de las coaliciones para la gobernabilidad y para el afianzamiento de la hegemonía de carácter tradicional, la misma que integra en un bloque a las élites nacionales y a las clientelas regionales; a los liderazgos modernos y a los cacicazgos de lealtades pre-modernas.
Hegemonía y paz
La coalición hegemónica, heredada finalmente del Frente Nacional bipartidista (hoy encabezada por Santos y ayer por Uribe) resultó venturosamente funcional a los intereses de la paz, compromiso mayor del presidente actual.
Su solidez, sin embargo, ha comenzado a resquebrajarse, algo que se manifestó en los últimos momentos de la aplicación del fast track en el Congreso, puesto en marcha para la implementación de los acuerdos del gobierno con las FARC (acuerdos que deben leerse claramente como si fueran responsabilidad del Estado, para que así lo recuerden quienes no quieren entender que el presidente es el responsable último de la paz y del orden público).
Las grietas que comienzan a observarse en la coalición gobernante; y que amenazan con traducirse en deserciones frente a las propuestas del gobierno; nacen de dos elementos corrosivos; a saber: las distancias ideológicas (o polarización) y la indisciplina, producto de los intereses electorales o a veces de las aspiraciones burocráticas.
Distanciamiento ideológico e indisciplina
La polarización, muy sectaria, promovida por la enemistad de la oposición uribista frente al gobierno de Santos, logra afectar la cohesión interna de la coalición mayoritaria, pues debilita la alianza del partido Cambio Radical con la coalición de gobierno; una coalición dentro de la que Vargas Lleras, el jefe de aquel partido, siempre estuvo incómodo; como incómodo se ha sentido con los Acuerdos de Paz, sellados con un sentido de historia, por un jefe de Estado, del que curiosamente fungía como vicepresidente.
A este distanciamiento, digamos ideológico, con respecto a la paz, vendría a sumarse la tentación de la deserción; la de abandonar de cualquier modo la coalición; o, en otras palabras, la tentación de la indisciplina; atracción tanto más aguda cuanto que ya el presidente en funciones no tiene por delante su reelección; por lo que puede ser fácilmente traicionado o, incluso, mucho más intensamente presionado en términos burocráticos, pero ya sin los recursos, con los cuales responder.
Para completar la desazón política, en la coyuntura aparecen amplias franjas de la opinión que son ganadas por el pesimismo y por el escepticismo frente a una paz que, por el contrario, se consolida. Es un contexto en el que la bancada vargasllerista podría vacilar con respecto a la implementación de los acuerdos, una vez comience el nuevo año legislativo, momento en el cual las campañas electorales empiezan a calentar motores y puede recrudecerse el discurso uribista que levanta contra la paz el estigma de un, por lo demás, fementido castrochavismo.
Aun así, el efecto contra la implementación de la paz no sería necesariamente catastrófico. Los votos en Senado y Cámara pertenecientes a una supérstite coalición por la paz alcanzarían para asegurar la aprobación de las leyes y de los actos legislativos. El problema radica en que la deserción comience a hacer estragos en las filas mismas de los otros partidos, hasta ahora comprometidos con la paz; los mismos que podrían verse afectados por síndromes parecidos al Vivian Morales y su carga de resentimientos, animados por los prejuicios religiosos.
Ricardo García Duarte: Ex rector Universidad Distrital