Aunque el Congreso ya aprobó la Ley de Amnistía y la Jurisdicción Especial para la Paz, así como la reincorporación política de las Farc y el Estatuto de la Oposición, no se ha implementado la JEP, que sigue siendo objeto de debate, ni se ha discutido a fondo el tema de la reforma política. Mientras tanto permanecen presos alrededor de dos mil ex combatientes y se ha incrementado la violencia en las zonas que estuvieron bajo el control de las Farc debido a la disputa territorial entre bandas criminales, disidentes de dicho movimiento y el ELN. Así mismo, ha aumentado el asesinato de líderes sociales en algunas regiones como Cauca y Norte de Santander y se han registrado tanto varios homicidios de desmovilizados como de algunos de sus familiares.
Los hechos mencionados minan la confianza de las Farc en el proceso de paz y obligan al Gobierno a acelerar la implementación de lo acordado en La Habana, teniendo en cuenta que el 1° de agosto aquellas se convertirán en partido político y que quedan pendientes varios proyectos de ley que deben ser discutidos en el próximo período legislativo. Entre estos proyectos, uno de los más urgentes, si no el más importante, es el de la reforma política, puesta en primera línea de la controversia por la financiación de Odebrecht a las campañas de Óscar Iván Zuluaga y Juan Manuel Santos.
Pocos ponen en tela de juicio en el país que el manejo de la política debe ser reformado por ser un manejo discriminatorio y excluyente, con unas disfunciones que impiden una activa participación ciudadana a la vez que desvirtúan el sentido de la representación. Que se impone una revisión y una modificación de las reglas de juego imperantes para concretar una democratización del poder, asegurar una mayor equidad en la competencia electoral y ejercer un mayor y oportuno control de los delitos electorales como requisitos indispensables para devolverle credibilidad a la política y legitimidad a las instituciones.
Fue este el propósito, y no otro, el de la Misión Electoral Especial cuya propuesta fue concebida como pieza clave para la reconciliación nacional, el fortalecimiento de unos lánguidos partidos en vías de desaparición, maculados por la corrupción, escándalos financieros y su falta de voluntad política para desarrollar la democracia en su interior.
Recuérdese que la MEE es un mandato de los acuerdos de La Habana, establecido para que un grupo de expertos planteara una reforma para “asegurar una mayor autonomía e independencia de la organización electoral; modernizar y hacer más transparente el sistema electoral; dar mayores garantías para la participación política en igualdad de condiciones y mejorar la calidad de la democracia”.
Uno de los puntos más cuestionados de la propuesta de la MEE fue el de la creación de la Corte Electoral que le quitaba funciones a la Sala Electoral del Consejo de Estado y dejaba al Consejo Electoral sin la poderosa herramienta de decidir sobre la pérdida y suspensión de la personería jurídica de los partidos y demás organizaciones políticas. Otro que ha desatado polémica es el de las listas cerradas y únicas que marcarían el fin de las empresas electorales aupadas por costosas campañas financiadas por contratistas del Estado.
Como era de esperarse, la propuesta de la Misión no gustó del todo al estamento político porque afectaba muchos intereses y, además, no fue concebida por políticos. De allí que fuera objeto de recortes antes de ser presentada al Congreso por el Gobierno. Sin embargo, después de lo que ha salido a la luz pública relacionado con la actuación de Odebrecht y de la lentitud con la que han obrado tanto la justicia como el Consejo Nacional Electoral ante la gravedad de lo que se conoce, y de posibles riesgos en escenarios identificados, la reforma política surge de nuevo como un imperativo en este año prelectoral e invita a algún tipo de discusión seria.
Entre los puntos más importantes relacionados con la reforma política se mantiene el de la conversión del Consejo Nacional Electoral en Corte Electoral o, en su lugar, la creación de una unidad de investigación de delitos electorales que redunde en sanciones efectivas y oportunas. Es un tema de suma importancia en estos momentos de descrédito de los partidos y los políticos ante una población que los identifica con escándalos y enriquecimiento personal más que como vehículos al servicio del bien común. De hecho, la concepción de mecanismos de control como los mencionados no es una novedad puesto que existen en otros países.
En Panamá existe la figura de la Fiscalía Electoral, independiente del Tribunal Electoral. El Fiscal Electoral, cuyas funciones son equiparables a las del Procurador General de la Nación, ocupa un cargo de alta jerarquía de similar importancia al cargo de los Magistrados de la Corte Suprema de Justicia. En México también existe una Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Electorales, perteneciente a la Procuraduría General de la República de México, y responsable de atender lo relativo a los delitos electorales federales.
Obviamente, los partidos actuales tienen reparos tanto a la propuesta de la MEE como al proyecto del Gobierno. Los partidos pequeños están interesados en que se baje el umbral para estar representados en el Congreso; los grandes se oponen a las listas cerradas con el argumento de que es volver a la dictadura del bolígrafo y la oposición uribista los descalifica por tener su origen en los acuerdos con las Farc.
Todo permite augurar que llegado el momento del debate difícil será llegar a un consenso pero dejar el asunto electoral como está es ampliar la brecha entre unas instituciones que han perdido legitimidad y una ciudadanía que no se ve representada en las altas esferas del poder.
Por Rubén Sánchez David: Profesor Universidad del Rosario