La liturgia y el sentimiento religioso
Al ser jefe de una iglesia, que le confiere cierto poder sacralizado, una especie de condición de santidad (ficción que tiene efectos reales en las relaciones sociales), el Papa se sitúa inevitablemente en el centro del sentimiento religioso colectivo, ese “sentimiento oceánico” del que hablaran Romain Rolland y Sigmund Freud; y que nace con la Fe, como una experiencia que se trasciende a sí misma hasta dominar por completo al propio sujeto que la vive.
La sola figura del Papa, rodeada además por cierto halo de bondad, movilizó en la multitud dicho sentir místico, lo que fue intensamente reforzado por los ejercicios litúrgicos, las cuatro misas en las que se reiteraron los rituales centrados en el dogma de la Santísima Trinidad y en la fe que gira en torno de un creador trascendente; realizados todos ellos ante unas muchedumbres absortas, arrobadas subliminalmente en medio de la simbolización de los misterios de ese Creador y de sus transfiguraciones, en función del sacrificio del Hijo y de la redención; algo que de suyo alivia las tensiones psicológicas y aligera las penas.
El mensaje moral
Ahora bien, Francisco no se limitó al papel del oficiante apostólico que reproduce ritualmente la adhesión emocional y simbólica a una fe, la católica.
Insistió en convertirse en pastor, en orientador de la grey, para lo cual aprovechó el espacio que en la liturgia le proporcionaban las homilías; todo ello dentro de la tradición cristiana, originada en el sermón de la montaña, según lo refieren San Mateo y San Marcos.
Y en sus homilías –transmisión evangélica, enseñanza y exhortación- se las arregló para articular siempre un mensaje en el sentido del rechazo al ánimo de venganza, fuente del odio que regresa siempre; así mismo, en el sentido de la apropiación de la cultura del encuentro con el otro, el que así deja de ser el enemigo, para que juntos todos construyan la paz y fomenten la reconciliación. Una reconciliación para la cual hay que disponer las voluntades y enderezarlas en el camino del perdón, un ejercicio superior del orden moral, en el que víctimas y victimarios se sanen y se liberen, curen sus dolores y expíen sus crímenes; eso sí, solo a través de la verdad; medio éste de justicia con el que los implicados conjuran el odio y la venganza.
Este fue el discurso de orden moral, no condicionado sin embargo por el dogma, ni contaminado por el moralismo religioso; aunque por supuesto estuviese emparentado con lo mejor de un humanismo cristiano que se reconcilia con la filosofía de la dignidad y de los Derechos Humanos.
Política y justicia
Así, el aliento de una moral sensata se dejó sentir, por otra parte, en los mensajes de contenido claramente político; todos ellos encaminados en la dirección de dar apoyo a la paz en Colombia; como cuando hizo en Cartagena el llamado a apoyar la paz estable y duradera y a ir un paso más adelante en el horizonte de las transformaciones sociales; o como cuando insistió en superar la injusticia social, que es el origen de los conflictos y las violencias; o como cuando sostuvo, a la manera de un fino analista político, que la paz debiera consolidarse mediante un delicado equilibro entre el derecho y la política; mejor dicho, entre la justicia y la paz; equilibrio diseñado por cierto con el arte de la filigrana en los acuerdos de La Habana, a través de la Justicia Especial de Paz, el escenario que ahora debe abrirse para el perdón, la verdad y la justicia, un proceso para el que debiera ser muy útil el “Evangelio” de Francisco, en materia del encuentro, de la reconciliación y de la paz.
RICARDO GARCÍA DUARTE
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