A.V.
Lanzar a las fauces de la opinión pública los políticos y jueces corruptos no deja de ser, aun siendo inevitable, un distractor y un bocado apetitoso para el hambre de justicia desbordada por el mar de desigualdad en el que nos ahogamos los colombianos. Hay rabia en el ambiente, la gente repite indignada la consigna de Gaitán: «los mismos con las mismas»; sin embargo, muchas personas acuden puntuales a las citas electorales para reelegirlos. Y digo que es una cortina de humo porque se trata de la vieja teoría de las manzanas podridas que hay que eliminar para salvar el canasto. ¿Pero si el canasto y quien lo carga están podridos, qué hacemos? Ese es el verdadero dilema.
La corrupción tiene dos vertientes bien diferenciadas: una de carácter ético y otra de carácter político.
La primera tiene que ver con los valores y las costumbres y, sobre la manera como nos relacionamos en la cotidianidad. Pasa desde pasarse un semáforo en rojo hasta colarse o pagar para que le guarden un puesto en la fila, desde hacer trampa en la declaración de renta hasta mentir en la hoja de vida; desde quedarse con las vueltas el taxista o no devolver algún dinero que nos den demás; en fin, podríamos citar infinidad de ejemplos diarios en los cuales nos comportamos de modo corrupto. Estos casos que parecen nimiedades son la semilla de mayores corrupciones y, en cierta forma nos preparan para participar activamente en la corrupción o para aceptarla como algo natural.
La segunda es más de carácter estructural y tiene que ver con el modo en que se reproduce el poder. Luis Carlos Galán tenía razón y eso le costó la vida cuando afirmó que «La sociedad colombiana está dominada en este momento crucial por una verdadera oligarquía política que controla las corporaciones públicas y ha convertido la administración del Estado en un botín que se reparte a pedazos en cada elección». Veamos las cosas un poco más en detalle. La mitad de la gente no vota, los que votan están en su mayoría permeados por el clientelismo: algún tipo de trueque por su voto cautivo y finalmente, una franja de opinión más o menos libre e informada que apenas es una golondrina en el invierno de la corrupción. Entonces, lo decisivo es el clientelismo, la forma premoderna de la política basada en el compadrazgo y el paternalismo. De ahí la certera definición de Galán sobre el clientelismo cuando señalaba que este no era más que «la respuesta individual a problemas colectivos» (la beca, el puesto, el acceso a la salud, cupos educativos, el contrato, etcétera).
Es importante cruzar estas dos vertientes para entender lo que pasa. Si no hay oportunidades, si los caminos están cerrados para el común de los ciudadanos, si la desigualdad es el pan de cada día, podríamos pensar que el sistema mismo, tal como está diseñado, es una fábrica de corrupción. El empresario honesto que participa en licitaciones públicas sin intermediarios y coimas está destinado a la quiebra; el político que no acepta financiación de los intereses privados, en el noventa por ciento de los casos, no será elegido; el padre de familia que no encuentra empleo para su hijo o quiere garantizarle el que tiene en la administración pública, venderá su voto; los que no poseen vivienda y tienen la esperanza de alcanzarla, no solo darán su voto sino le conseguirán una cuota de votos al político que les garantiza esa ilusión de casa propia. Es como si estuviésemos en una cárcel, cada cosa cuesta una transacción corrupta: una llamada, un cigarrillo, un permiso, una comida, un cambio de patio, un puñal…. Dicho en otras palabras: en el reino del privilegio la corrupción es la moneda de cambio que circula. Cambiar ese orden de cosas se vuelve una tarea casi imposible, y es por ello, que todo parece haberse vivido ya, que hay una sensación de impotencia, que la gente dice; aquí no hay nada qué hacer, todo está podrido. Ante ello los corruptos felices y la corrupción gozando de buena salud, porque no hay nada mejor que echarle estiércol al ventilador y salpicar a todo el mundo.
Si la mentira al elector solo tiene como consecuencia política la reelección del mentiroso no podremos salir del laberinto de las quejas eternas. Todo pasa por la conciencia de la gente y ese es el problema. No hay una conciencia democrática lo suficientemente arraigada para pensar en una solución a corto plazo. Sin embargo, hay muchas cosas que se pueden hacer en la dirección correcta. Hay que descartar pedirles a los ratones que no gusten del queso, aun cuando si se ven amenazados responden como una jauría de perros salvajes que defienden un territorio común.
Las próximas elecciones, ante el hastío de las personas frente a las dimensiones de la corrupción, podrían llegar a ser el inicio de una vuelta de tuerca para airear estos recintos corruptos, solo que las elecciones mismas en la forma en que se organizan y se definen “corrompen” el debate político. Todo aquello que no esté destinado a seducir al elector se descarta de antemano y si todos hacen lo mismo se genera un gran mentira y sobre ella es que los ciudadanos, en su mayoría ingenuos y desinformados, toman la decisión de su voto.
Si queremos contribuir a que los intereses privados no sigan controlando la política, entre otras medidas, se podría articular con el concurso de la ciudadanía, las redes sociales y los medios de comunicación una plataforma virtual de libre acceso, en la cual los candidatos y candidatas a las corporaciones públicas de cualquier nivel, de manera voluntaria registren su hoja de vida y su declaración de renta para que cualquier persona pueda conocerlas, hacer las glosas correspondientes y votar a conciencia.
¿No creen ustedes que la corrupción además de un problema ético es fundamentalmente un problema de democracia?
HÉCTOR PEÑA DÍAZ
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