Su método consiste en producir conmoción varias veces al día, vía Twitter u otros canales. Todo el mundo aguarda el nuevo “shock”, la última declaración provocadora. Y eso le sirve a su programa económico, el cual, gracias a estas distracciones, progresa entre bastidores, de forma bastante más discreta. Está rodeado de varios dirigentes de Goldman Sachs y, en una perspectiva más amplia, es a ellos a los que ha subcontratado su política económica. No se ha disociado en ningún caso de sus propios intereses de empresario privado. Lo mismo vale para el grupo de presión de los combustibles fósiles, muy arraigado en el entorno presidencial; este grupo de presión controla a Scott Pruitt, a quien Trump ha colocado al frente de la Agencia nacional de Protección Ambiental [EPA] y que acaba de abandonar el proyecto de energía verde que constituía la principal aportación de Obama a los acuerdos de París sobre el clima. Y eso cuela, porque toda la atención de los medios se concentra en el circo trumpiano.
Pero Trump es igualmente un producto de la doctrina del “shock” desde los años 70. Su primer gran golpe de promotor inmobiliario, cuando se desligó del amparo de su padre, consistió en adquirir un hotel en condiciones extraordinariamente ventajosas, prácticamente exentas de impuestos, pues la ciudad estaba al borde de la quiebra, un poco como hoy Puerto Rico, y en manos de gestores privados antes que de representantes democráticamente elegidos. Es un perfecto ejemplo de explotación de la crisis en beneficio de las élites.
¿Cómo definir la marca Trump?
La novedad de Trump es que representa un modelo empresarial que existe sólo desde hace dos décadas. Otros dirigentes ya habían tomado prestadas estrategias de marca en la empresa, como Tony Blair, al rebautizar el Partido Laborista como “New Labour” o al lanzar el lema “Cool Britannia”. Pero el hecho de que un presidente se transforme en marca que se lanza al mercado y confunda esta marca con la política presidencial, eso es algo inédito.
En otro tiempo, las empresas se presentaban como fabricantes de productos o proveedoras de servicios, y eran esos productos o esos servicios lo que vendían mientras creaban una identidad de marca para distinguirse de la competencia. Escribiendo No Logo, [Paidós, Barcelona, 2002] hace veinte años, descubrí un nuevo género de empresas que vendían, no ya un producto o un servicio, sino una identidad, un modo de vida. Para esta nueva tribu comercial, la producción era el marketing mismo, y la identidad de la marca se fundía en la cultura por referencia al deporte o a la música, incluso a la revolución. Nike fue una empresa pionera a este respecto: no tenía siquiera voluntad de poseer sus propias fábricas. Es lo que he llamado “marcas vacías”. Esas empresas estaban a la vez por doquier y en ninguna parte, indiferentes a su mano de obra, y subcontrataban sistemáticamente su producción. Nike vende la idea de transcendencia por medio del deporte, Starbucks, la de una comunidad; Apple, la idea de revolución. Trump ha aplicado este proceso: se ha lanzado al sector inmobiliario gracias a su fortuna familiar, pero dejó muy rápidamente de construir y de vender inmuebles para vender su nombre y su imagen de marca, asociados a un modo de vida, a otros promotores que cargaban con todos los riesgos concretos y financieros ligados a la construcción inmobiliaria. Trump encarna la fusión entre el hombre y la gran empresa, megamarca de un solo personaje, cuya mujer y cuyos niños son marcas derivadas.
¿Cuáles son los valores asociados a la marca Trump?
La imagen que vende Trump es la de la impunidad gracias al dinero, una libertad y un poder inaccesibles a la gente del común. Este sueño capitalista se acompaña del último signo de poder en nuestro mundo: estar rodeado de mujeres. Y así resulta que hace alarde de sus amantes, que deja caer rumores en las revistas de escándalos neoyorquinas sobre sus problemas conyugales y sus infidelidades. Su mensaje electoral era: vivid la misma vida de ensueño que yo. Creó una universidad de pega, que prometía, previo pago, enseñar sus métodos y poder acceder a su mundo. Sus casinos ofrecían la misma promesa. Pero esta experiencia culminó, a buen seguro, con su programa de telerrealidad, The Celebrity Apprentice, que exhibía su fortuna, su poder y su lujo, prometiéndoselos al único ganador del juego. Ha promovido la riqueza por sí misma, la idea de ser ganador en un mundo de perdedores, un predador ideal. Y para él, el significado supremo del poder es poder abusar de las mujeres. Trump obra sólo a su antojo: le echa el guante a todo lo que pasa, deshonra, humilla lo que quiere cuando quiere: es el predador en jefe.
El ascenso de Trump acompaña el triunfo del neoliberalismo desde los años de Reagan, los años 80. En ese contexto de precarización y de desclasamiento es en el que ha podido vender ese sueño de liberarse de toda regla, de vivir en su propia realidad, de negar incluso las constricciones del mundo real o de la ciencia. De ahí su fascinación por el “catch” y los combates trucados. Traspuso el principio del juego a su campaña electoral. Prometió a su electorado de clases medias inferior la misma revancha que a los candidatos de su juego televisado: el poder de aplastar a los perdedores… los inmigrantes, los negros, las mujeres…
¿Es Trump es una síntesis perfecta de lo que ha denunciado usted en sus tres libros precedentes?
En efecto, No Logo describía la forma en que las supermarcas invaden el espacio público: Trump representa la cima simbólica de esta tendencia ocupando el Despacho Oval. La idea de impunidad por el poder ha definido siempre, por otro lado, la política exterior norteamericana: el excepcionalismo norteamericano, el rechazo a rendir cuentas ante el Tribunal Penal Internacional y las demás instituciones de la ONU. En cuanto a la doctrina del “shock”, Trump explota crisis para exacerbar las divisiones económicas en beneficio de una élite minoritaria y riquísima. Le encanta desestabilizar a la gente y distraer su atención de lo que verdaderamente está en juego por medio de la trivialidad: ¡es a la vez la doctrina del “shock” y la doctrina del cheap! Sus ultrajes son adictivos como la comida basura…Pero de golpe, no se subraya que reduce las tasas a las empresas o la imposición inmobiliaria, lo que beneficiará directamente a su familia y a los multimillonarios que componen su gabinete, esos “maestros del desastre” que han construido principalmente sus imperios sobre la expropiación de las pequeñas gentes a raíz de la crisis financiera, enormemente imputable ella misma a Goldman Sachs, que se ha beneficiado de ella después. Es una escándalo bastante peor que los excesos histriónicos de Trump, y la perfecta ilustración de un “capitalismo del desastre” o de la catástrofe. Del mismo modo que lo es que la industria petrolífera mantenga una crisis crónica de la que saca partido: Exxon practica la desinformación sobre el cambio climático aprovechando el deeshielo del casquete polar para efectuar nuevas prospecciones. Han echado por tierra todas las reglamentaciones de control energético y ecológico. Ahora bien, la modificación de nuestro sistema de producción energética y de transporte supone tasas fiscales que no quiere la derecha.
Habla usted de tres “d”: destrucción, desregulación, deconstrucción
Al escribir La doctrina del shock, tendría que haber insistido, para empezar, en la forma en que el neoliberalismo explota la xenofobia y el rechazo de los inmigrantes. Es tan cierto de Trump como de Marine Le Pen o de los partidarios del Brexit. No se puede comprender el auge del neoliberalismo sin subrayar cuánto ha exacerbado las fracturas raciales para dividir a los trabajadores. Desde Reagan, pero también con Clinton, se ha acusado a los inmigrantes y a las minorías étnicas de abusar de las ayudas sociales, de vivir a expensas de la sociedad.
Reagan decía que “el Estado no es la solución a nuestros problemas: el Estado es el problema”, ¿Trump es su heredero o el producto de una nueva cultura empresarial que fetichiza a los “disruptores”, los innovadores que hacen fortuna ignorando las leyes de forma flagrante?
Trump es ambas cosas a la vez. La herencia de Reagan consiste en considerar a los directores ejecutivos como fuerza vital de los Estados Unidos, en borrar las fronteras entre el mundo de los negocios y el mundo político. Reagan no inventó este proceso, pero lo aceleró. Trump añadió a este desafío hacia el intervencionismo del Estado, e incluso hacia la sociedad civil, una verdadera diabolización de los poderes público, explotando el disgusto a veces legítimo del electorado frente a la corrupción de la esfera política.
Por otra parte, comparte con los “disruptores”, el culto de la innovación brutal, con el desprecio a toda regla y una indiferencia total a toda objeción o acusación. Su postulado es que, llegado a un cierto grado de riqueza, se puede eludir toda pregunta sobre la forma ilegal en que se ha llegado a obtenerla. Es la misma impunidad que reivindican Google, Facebook o Uber.
El fenómeno Trump ¿es la encarnación de ese lugar común según el cual los millonarios serían los únicos capaces de resolver nuestros problemas?
Quería, sobre todo, disipar un mito, el que imputa toda la responsabilidad a los republicanos, como si hubiera dos Norteaméricas estancas. Pues los demócratas también han contribuido a poner en marcha este sistema. Si bien Trump ha explotado de modo efectivo el racismo, la misoginia y la homofobia, nunca hubiera accedido al poder sin la deriva de los medios, incluyendo los progresistas, hacia la información espectáculo, y su forma de tratar la campaña electoral como un programa de telerrealidad. Él entró en escena, pero no construyó esta escena. Sencillamente, es mejor actor para este género de papel que los políticos tradicionales. El espectáculo sensacionalista es su universo.
Y este mito del millonario filántropo, que sugiere que los problemas políticos más candentes (los del medio ambiente o la educación, por ejemplo) podrían arreglarse gracias a las limosnas de algunos oligarcas más ricos que bastantes estados, existe también entre los progresistas. La Fundación Clinton es buen ejemplo de ello. En lugar de recurrir a instituciones transparentes y democráticas, se apela a la benevolencia de estos multimillonarios, y se subcontrata con ellos la resolución de estos problemas, aunque no tengan ninguna experiencia en esos terrenos. Su fortuna hace las veces de competencia. Son supuestos progresistas como los Clinton, Bill Gates, Richard Branson o Michael Bloomberg los que le han preparado el terreno a Trump.
Pero a la inversa, las campañas de Bernie Sanders y Jeremy Corbyn demuesran que es posible tener un impacto político real, si el fondo, el contenido del programa responde a las necesidades de la gente en término de sanidad, de vivienda, de educación, de ttransportees…En este sentido, considero a Corbyn como el “anti-marca” por excelencia. Es su espectacular ausencia de credibilidad [electoral] la que le vale la confianza y el fervor de los jóvenes, y lo que paradójicamente le confiere un aura de estrella del “rock” entre ellos. Los ejemplos de Sanders y Corbyn confirman que se puede hacer todavía política sin adherirse a este peligroso modelo de la marca hueca, adoptado tanto por la izquierda como por la derecha, por Trudeau como Por Macron, a golpe de lemas vacíos.
Para usted, Trump ha podido mantener un clima de crisis esencialmente gracias a su retórica de excesos. ¿A qué catástrofe o serie de catástrofes nos arriesgamos? ¿Choques bélicos, choques económicos, choques climáticos?
Todos estos riesgos me inquietan. Las primeras conmociones que se han producido bajo la presidencia de Trump están ligados al clima: los incendios forestales de California han durado todo el verano, pero nunca habían proseguido así en otoño, y siguen empeorando. Y a continuación de los huracanes, inmensos territorios del continente americano, como Puerto Rico, tienen que reconstruirse; ahora bien, la asignación de esos mercados de obras públicas constituye una apuesta crucial. La reconstrucción de Houston se ha confiado al antiguo presidente de la Shell…La doctrina del “shock” aplicada a Puerto Rico está destinada a permitir la privatización de la electricidad y de la red vial, invocando la deuda pública local. Pero se constata una resistencia, tanto sobre el terreno como por parte de los portorriqueños asentados en los Estados unidos. Esta crisis ilustra la articulación entre el peligro climático, la herencia del neoliberalismo y la del colonialismo, pues Puerto Rico sigue siendo en el fondo una colonia desprovista de derechos, sobre todo electorales. La gestión de la crisis se ha confiado a un equipo privado, no elegido. Yo pertenezco a un grupo que milita por una reconstrucción justa de Puerto Rico, por la anulación de la deuda y una participación democrática en las decisiones que haya que tomar. Una implicación de la población que contribuiría a crear empleos, sobre todo por medio de una política agraria, una menor dependencia de las energías fósiles, a fin de favorecer la autosuficiencia energética.
Y estoy aterrada por las tensiones con Corea del Norte. Ciertamente, Trump explota una crisis preexistente, pero dispone unilateralmente del poder de desencadenar una guerra nuclear. Creo que está fascinado por la dimensión espectacular de la guerra. ¿Resistirá la tentación de explotar el arsenal militar norteamericano para un “show de shows” de violencia apocalíptica?
Por último, la presencia de miembros de Goldman Sachs en su entorno me hace temer una nueva crisis financiera y la forma en que esta gente podría explotarla.
¿Milita usted por una movilización transversal debido a que Barack Obama ha decepcionado en lo tocante a las esperanzas de cambio desde arriba? ¿Tiene usted ejemplos de formas de resistencia eficaz a Trump?
He titulado mi libro Decir no no basta porque si nos contentamos con resistir volveremos simplemente al punto en el que estábamos con Obama: un periodo de precariedad económica y social, de expulsión masiva de inmigrantes, de violencias policiales hacia la población negra, de exacerbamiento de la crisis climática. Nuestra tarea es más difícil y más ambiciosa: asociar a la resistencia propuestas concretas para cambiar las cosas. Si se ha elegido a Trump, no se debe sólo a los votos que ha obtenido sino también a la desmovilización y el abstencionismo. Fue Hillary Clinton, sobre todo, la que perdió las elecciones, pues una buena parte de su base electoral no se reconocía en su programa. Me infunde esperanza la constatación de que un número cada vez mayor de gente es capaz de decir a la vez que no y que sí, luchando palomo a palmo para preservar su seguro médico. Vemos que surge una ola de fondo que reclama una cobertura médica universal, tanto a escala federal como de los estados, y diecisiete senadores, neoliberales con todo, se han sumado ya a esta propuesta de Bernie Sanders presionados por su electorado. Del mismo modo, los jóvenes inmigrantes no sólo se resisten a las medidas de expulsión de Trump sino que critican el sistema de protección de menores inmigrantes establecido por Obama, argumentando que instauraría una brecha entre los menores y sus padres, que seguirían estando amenazados de expulsión. Reclaman por tanto el mismo estatus para todos los inmigrantes recientes.
La movilización de los indios y los ecologistas de Standing Rock contra el capitalismo ecocida y el supremacismo blanco constituye otro ejemplo a seguir. Vemos también centenares de municipios que, bajo el impulso del alcalde de Pittsburgh, se niegan a retirarse de los acuerdos de París sobre el clima y toman iniciativas ecológicas a escala local. El problema es que todos estos envites siguen estando demasiado separados: el medio ambiente, la justicia racial, la justicia social…En lugar de tener una convergencia de luchas, se constata una privatización (¡muy neoliberal!) del activismo político.
Está ligado a la debilidad de los sindicatos, que se contentan con defender a sus afiliados sobre una base corporativa, en lugar de proporcionar una infraestructura para un reagrupamiento de las luchas y de la contestación. Hay que crear un espacio sin barreras donde los representantes de diversas causas puedan planear el después de Trump sobre la base de una visión global, holística y una definición de los valores de una sociedad fundados sobre la solidaridad, la ayuda mutua, el vivir juntos y la preocupación por el planeta.
Es usted coautora de The Leap Manifesto, que proponía un programa sin partido. ¿Por qué?
Estábamos en plena campaña electoral canadiense y constatamos que los programas de los grandes partidos disociaban los problemas: desigualdades económicas, problemas climáticos, derechos de los pueblos indígenas…Y su enfoque de la crisis climática seguía sordo a las alertas de los científicos, bajo la presión del cabildeo de las energías fósiles. Nuestro grupo reunía a sindicalistas, representantes de movimientos ecologistas como Greenpeace, pero asimismo militantes de base que actuaban en favor del derecho a la vivienda o de los derechos de los inmigrantes. Hemos dado prioridad a una discusión positiva, a que vaya más allá del no para proponer soluciones de recambio y sobre todo una visión nueva. Pues una de las armas del neoliberalismo consiste en declararle la guerra a la imaginación haciendo creer que no hay alternativa, que hemos alcanzado el final de la historia.
Hemos logrado suscitar un debate, y algunos partidos han retomado nuestras propuestas, pese a la perplejidad de los medios frente a este programa sin partido. Hay que cambiar de paradigma: substituir una ideología fundada en la especulación financiera y el consumo masivo, que considera a la gente y al planeta como recursos inagotables y desechables, por una cultura que proteja y respete a cada persona y cada lugar. Para ello, hay que llegar a un 100% de energías renovables de aquí a treinta años, pero en el intervalo hay que construir un sistema económico más justo, una gestión democrática y equitativa de la energía, en lugar de dejarla en manos de grandes empresas. Los fondos públicos deben asignarsea los pueblos indígenas y a los inmigrantes para que puedan controlar su acceso a la energía, o para que no estén ya más expuestos a la contaminación.
Es lo que llamamos líneas de frente. Hay que establecer una política del cuidado y la reparación, de la reconstrucción. Hay demasiadas actividades no contaminantes que no se reconocen todavía como ecológicas: la puericultura, la ayuda a las personas mayores, o incluso la creación artística. Hace falta que estas actividades se reconozcan como tales y, en el caso de las primeras, estén mejor pagadas, en lugar de que caigan bajo un sistema de explotación. Hay que desarrollar una economía de progreso para financiar todo esto, teniendo por principio que los que contaminan son los que pagan, para evitar toda desigualdad ecológica. Pues si los trabajadores se muestran hostiles a la ecología es porque sus beneficios son acaparados por los ricos, que ni siquiera la financian. Y nuestro manifiesto ha inspirado a otros a escala local, en los estados o los municipios, en Canadá y luego en los Estados Unidos, en Los Ángeles, por ejemplo, donde estos envites, sobre todo los ecológicos, son algo candente.
¿Puede hablarnos de los avances del “People´s Summit” de junio de 2017, en el que participó usted?
Esta cumbre la organizó la National Nurses United, el sindicato de enfermeras. Se trata del mayor de los sindicatos norteamericanos, del que 150.00 afiliadas son mujeres de color, sobre todo inmigrantes. Hemos entablado formas de colaboración fructíferas con los movimientos Black Lives Matter, Fight for $ 15 (que exige el aumento del salario mínimo) y decenas de organizaciones más. Las enfermeras se expresan en tanto que personas que prestan ayuda, defienden también los derechos de sus pacientes, a menudo privados de cobertura médica. Y ligan la salud a la preservación del medio ambiente. Luchan, por tanto, a la vez contra la supresión del Obamacare, contra la proliferación de oleoductos y minas de carbón, contra la expulsión de las enfermeras puertorriqueñas, con una energía increíble. Afirman el valor de toda vida. Un movimiento gestionado por un grupo así, y no por los sindicatos de las industrias tradicionales, aporta una dinámica nueva.
¿Por tanto, es usted optimista?
¡La verdad es que no! Pero me niego a complacerme en el pesimismo, lo que nos jugamos es demasiado importante para ser derrotistas. En lugar de replegarnos sobre nosotros mismos, toda persona que disponga de una tribuna y de posibilidades materiales, sociales y culturales para expresarse tiene el deber de hacerlo para redibujar el mapa político. Deposito muchas esperanzas en las nuevas generaciones, en esos jóvenes partidarios de Sanders y de Corbyn, que ya no se creen el cuento de hadas neoliberal. Su imaginación es mayor que la nuestra, y su cólera, más fuerte. Me impresiona mucho su compromiso, su voluntad de transplantar su activismo del terreno de la sociedad civil a la arena política, al seno de los partidos y del proceso electoral.
Es un momento crucial de movilización: ¡todo el mundo a la barricada! Nos hace falta una contraestrategia de choque. Reencontrar el fervor utópico que ha animado a los grandes movimientos sociales. Actuar partiendo de la base para mejorar radicalmente la vida de la gente. Rebasar la cólera para ir adelante colectivamente. Negarse a entrar en el juego del antagonismo y del odio que se intenta imponernos, pero proponiendo una visión afirmativa y positiva.
NAOMI KLEIN: autora, entre otros libros, de La doctrina del shock y No Logo.
Fuente: L´Obs, nº 2764, 26 de octubre-1 de noviembre de 2017
Traducción: Lucas Antón
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