El Tiempo, el día 16 de enero, le publicó una columna al aplicado director de Planeación nacional Luis Fernando Mejía, quien, sin mencionar la crítica de González, tituló su ensayo como: La lucha contra la pobreza: una batalla que el país está ganando. Mejía sostiene en un análisis de más largo plazo, como la pobreza ha descendido en el período 2010-2016 debido a los acertados programas gubernamentales, aun con la estrechez fiscal que se enfrenta o la crisis producto del descenso en los precios del petróleo.
Hay al menos cuatro cosas importantes de este debate.
La primera es sin lugar a dudas lo refrescante de encontrar una discusión seria, con argumentos, válidos o discutibles. Se trata de unas posiciones razonadas y argumentadas, con rigor, que le permiten a quien se acerque a ellas, especialista o un simple mortal, entender los distintos planteamientos y poder, con un criterio estructurado, tomar partido o no. Una discusión por lo tanto necesaria y que se debe saludar desde la academia, el Gobierno, los partidos y la sociedad, como la puesta en debate de un tema que puede ser el de mayor importancia para la Colombia del postconflicto.
La segunda, y de la mano de esto último, tiene que ver con el llamado de atención que estos dos autores le hacen no solo al país, sino a las campañas presidenciales, mostrando como un tema que es esencial prácticamente desaparece del escenario público, donde, por lo contrario, debería figurar como resultado de las posiciones sobre la política económica y la justicia social que se tengan desde las distintas tendencias que aspiran a la presidencia.
La tercera se refiere, sin duda alguna, al éxito de la política económica que en la última década ha posibilitado la disminución de la pobreza. Explicado fundamentalmente, como lo plantea Mejía, por los programas de subsidios, que por lo mismo, por ser subsidios y no derechos adquiridos como deberían de ser, a través por ejemplo de una canasta básica o de un ingreso de ciudadanía, son mecanismos frágiles, sujetos al ciclo económico o político y que dejan en riesgo a una población que recién sale de la pobreza y por lo tanta es sumamente vulnerable, tal y como sucedió en los últimos dos años, que es el llamado de urgencia para el país y para Bogotá que hace Jorge Iván González.
La cuarta son las propias cifras de pobreza y desigualdad en el país. Frente a las primeras, se ha pasado por distintos momentos que han permitido ir teniendo un consenso sobre la medición tanto de la pobreza por ingresos como el aprendizaje en la medición del índice de pobreza multidimensional. La pobreza monetaria en el país ha pasado de un promedio del 45% (entre 1991 y 1999) al 46% (entre el 2000 y 2009) para llegar en los últimos años (2010-2016) al 31%. Solo con los datos obtenidos a partir de la metodología de la Misión de Pobreza se obtuvieron mejoras que van del 37.8% en el año 2010 al 28% en el 2016. Medida como un fenómeno multidimensional, la pobreza pasó del 30.4% en el 2010 al 17.8 en el 2016.
Esto es importante porque muestra dos tipos de efectos: el primero es la incidencia del comportamiento macroeconómico sobre la pobreza y la segunda la importancia de las políticas sociales; es decir, el fenómeno de la pobreza se demuestra que no puede ser visto solo como el resultado de la decisiones de los agentes en el mercado, el ciclo económico o la urgencia por garantizar crecimiento; también se hace necesaria la política pública para no solo contrarrestar los efectos de un ciclo negativo sino para permitir la salida de la pobreza a la población garantizando las condiciones estructurales para ello, es decir, con la urgencia de un ingreso y de los bienes necesarios para su subsistencia, como lo es el caso de la vivienda. En esto tiene mucho que ver la apuesta por lo social, por garantizar un Estado social de derecho desde la Constitución de 1991.
Es precisamente este el llamado urgente de Jorge Iván González, la vulnerabilidad en el proceso puede hacer revertir los esfuerzos de ya prácticamente dos décadas en el tema. No se desconocen en ningún momento los logros, lo alcanzado, de lo cual el país puede darse por bien servido, aún con las deficiencias persistentes. Mejía incluso no solo lo reconoce, aunque desestima el impacto en los dos últimos años del pobre manejo y desempeño económico, sino que hace eco de algo que se ha venido insistiendo desde distintos sectores del país: se requiere de una nueva política económica, que garantice una resignificación de lo rural y de la industria manufacturera, una forma distinta de concebir nuestra participación como país en los TLC, en la globalización, desde nuestra recomposición productiva y de competitividad.
Ahora, la Misión Rural y el Censo Rural, llamaron la atención sobre las inmensas brechas que siguen existiendo entre el campo y las ciudades, y con ellas la persistencia de las condiciones de pobreza y desigualdad en el mundo rural. Esta sí que es una gran deuda que el país en su conjunto tiene con el campo, de la cual lo acordado en La Habana en el punto 1 abre una esperanza, que también pareciera desvanecerse no solo ante la lentitud de la implementación de los acuerdos sino ante la posibilidad que, en el nuevo gobierno, estos no sean su prioridad, ya que, por decisión de la Corte Constitucional, no se podrán modificar, como si se querían hacer desde algunas tendencias presidenciables.
De otro lado y aún con los resultados sobre la pobreza que pueden tener las lecturas de corto o de largo plazo, benévolas o no tanto, la desigualdad en el país, esa que se debería constituir en una vergüenza nacional, en un imperativo moral para la Colombia presente y futura, no disminuye sustancialmente; se mantiene cercana al 0.5 y superior para constituirse en una de las más altas en el mundo (séptima) y la segunda en Latinoamérica, de acuerdo con cifras del Banco Mundial. Así mientras se pueden mostrar resultados importantes en términos de pobreza, la concentración del ingreso y de la propiedad (si es rural el tema es aún más drástico) hacen que la sociedad colombiana mantenga significativas brechas de desigualdad. Buena parte de la población tiene el riesgo permanente de pasar el umbral y caer en la pobreza. La justicia redistributiva no puede quedarse como un asunto de filosofía, tiene que estar en la agenda pública, ser parte de las decisiones de política económica y social para la Colombia que pretende construir la paz.
No es sencillo entonces para las distintas coaliciones políticas enfrentarse a una campaña presidencial que en primera vuelta debe dar cuenta de quienes serán las personas y programas que disputarán los destinos del país para los próximos cuatro años. La capacidad de plantear posiciones moderadas será esencial para el logro de los votos necesarios. Indiscutiblemente, esos centros, esas posiciones pragmáticas que el pueblo colombiano va a asumir, estarán de la mano de enfoques respecto a la calidad de vida de la población, ya por fuera de temas del conflicto armado. Paradójicamente y aunque se plantean, no son los temas relevantes de las campañas.
Por primera vez en muchos años una elección presidencial puede estar libre de la guerra y las decisiones de los grupos armados sobre ella, y debe ser el tema de la calidad de vida, el buen vivir, el sistema de salud y las pensiones, pero en particular de la pobreza y la desigualdad, los pilares de un debate que le pueda dar a la sociedad colombiana alternativas claras sobre su futuro. El asunto no será fácil porque es pasar de los odios a las ideas, del grito, de las postverdades, a los argumentos y de la reivindicación de la política como la forma expedita para decidir sobre nuestro futuro. Que importantes son los debates serios, con posiciones claras y argumentadas, que gratos son para la construcción de la democracia.
JAIME ALBERTO RENDÓN ACEVEDO: Universidad de La Salle
Enero 17 de 2018
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