El proyecto de reglamentación de la JEP estuvo empantanado varios meses en el Congreso mientras los partidos políticos lograban dilucidar quién sería el próximo presidente de los colombianos. Lograda la victoria en las urnas, el presidente electo pidió suspender el trámite de la ley, ya en el último tramo, deteniendo el proceso y anticipando los cambios que pretende hacer a temas claves de la negociación que llevó a cabo el gobierno del presidente Santos con las FARC. Terminó el gobierno por aceptar el grueso de las propuestas del Centro Democrático, salvo dos artículos que se propone demandar ante la Corte Constitucional para que esta se pronuncie de fondo respecto de los mismos.
Los artículos aprobados con reticencia se refieren al trámite de extradición y la comparecencia de militares ante la JEP. El primero contradice lo conceptuado por la Corte Constitucional la cual, al resolver la disputa de competencias entre la Fiscalía y la JEP por el caso del exjefe guerrillero Jesús Santrich, señaló que el Tribunal para la Paz, en función de determinar la fecha de un delito cometido por algún miembro de las FARC, puede decretar pruebas. Más compleja es la propuesta de crear una sección especial en la JEP para los militares con jueces diferentes porque supone una modificación a la Constitución y abre un compás de espera de año y medio a los militares que quieran comparecer ante la JEP mientras se tramitan los cambios necesarios para reconfigurar el tribunal.
Además de las modificaciones impuestas por el uribismo al proyecto de reglamentación de la JEP, el Centro Democrático ha anunciado también el cierre de la posibilidad de que los jefes guerrilleros ocupen sus escaños en el Congreso antes de pagar sus culpas ante la JEP y llevar a cabo una reforma para desvincular el narcotráfico como delito conexo a los acuerdos de paz.
Obviamente, hay discrepancia entre los juristas ante lo planteado. Algunos constitucionalistas como Juan Manuel Charry consideran que “lo que hizo la Corte fue decir que un acto legislativo que tiene vigencia para los próximos tres gobiernos es constitucional, pero eso no quiere decir que no se pueda modificar” (en particular las curules para las FARC). Otros expertos como Camilo Sánchez de Dejusticia consideran que los acuerdos no se pueden modificar sin la voluntad de la otra parte o como lo afirma Antonio Aljure, exdecano de derecho de la Universidad del Rosario, que la Corte al pronunciarse aprobó la inmutabilidad de lo acordado.
Por su lado, Patricia Linares, presidente de la JEP, quien ha comenzado una gira para fortalecer relaciones con Naciones Unidas en Nueva York y Ginebra, la Corte Penal Internacional de La Haya, la Corte Suprema de Noruega y con Dolores Delgado, ministra de Justicia de España, considera que desconocer los acuerdos es complicado porque son acuerdos de Estado, no de Gobierno, y acarrea obligaciones de carácter internacional para el Estado colombiano.
El Centro Democrático y sus acólitos arguyen que es inaceptable que las Fuerzas Armadas sean juzgadas en un tribunal diseñado por las FARC y para las FARC, que requieren una justicia justa y un procedimiento distinto al diseñado para las confesiones de criminales, así como unos magistrados conocedores de los manuales de operaciones de las Fuerzas.
No solamente incurren en falacias ad hominem, menospreciando el criterio de los expertos internacionales y prejuzgando los fallos de la JEP, sino que pasan por alto que la JEP fue concebida como un sistema encargado de juzgar, no acciones legítimas de guerra sino crímenes cometidos durante más de medio siglo de conflicto armado, cualquiera que fuese su autor, como los llamados “falsos positivos” y el asesinato de líderes políticos, incluyendo a agentes estatales que no fueran miembros de la Fuerza Pública. Ello sin olvidar que los militares activos estuvieron de acuerdo con la fórmula de la JEP. En consecuencia, cabe preguntarse si de lo que se trata es de evitar revelaciones sobre violaciones de derechos humanos conocidas por los militares y, de este modo, amparar a otros implicados en crímenes graves, particularmente empresarios que habrían financiado estos hechos y políticos que se beneficiaron de los mismos.
Se rechaza la aplicación de una justicia restaurativa con vocación hacia la reconciliación y se busca aplicar penas de cárcel en nombre de una “justica justa”, pero se pasa por alto que la JEP no es el primer sistema de justicia transicional de Colombia, y que de hecho tiene como referente las lecciones aprendidas de la Ley de Justicia y Paz diseñada para desmontar los grupos paramilitares durante el gobierno de Álvaro Uribe. Según Patricia Linares, este sistema tuvo el gran inconveniente y el obstáculo de prácticamente tener que acotarse a la sola versión del victimario, mientras que en la JEP este va a dar su versión, confesar sus delitos, aportar a la verdad plena, aportar a la reparación integral de las víctimas, y que su versión va a ser cotejada y confrontada con la información obtenida previamente por el juez, analizada y sistematizada.
Los defensores de los Acuerdos de Paz temen que la incorporación de los cambios del Centro Democrático a la JEP oficialicen la impunidad y la polarización que padece el país mientras lo pactado entre el Gobierno Santos y las FARC se queda en el papel. No obstante, y a pesar de la fortaleza de la aplanadora uribista que domina el Congreso de la República, desmontar lo pactado no es empresa fácil.
No solamente la inmensa mayoría de los colombianos rechazaría un regreso a la situación anterior a los Acuerdos, sino que a menos de que el nuevo gobierno quiera jugar con fuego, los pasos dados parecen haber sido dados en firme. Con el ánimo de asegurar la reincorporación de los exintegrantes de las FARC y convertirla en una política de Estado, el Gobierno expidió el pasado 2 de junio un Conpes que establece parámetros técnicos y presupuestales para fijar compromisos institucionales. El documento contempla de manera indicativa el destino de 6,3 billones de pesos durante ocho años, provenientes de recursos de autoridades del orden nacional sin perjuicio de los recursos que puedan aportar el tercer sector, privados o de cooperación internacional.
Para nadie es un secreto que en Colombia el incumplimiento de la Constitución y de la ley ha sido una constante, así como el debilitamiento de las instituciones desde el ejercicio político y electoral lo que ha significado costos altísimos para la democracia y el crecimiento del país. El presidente electo se ha presentado como respetuoso del régimen democrático y de la institucionalidad, elementos determinantes en el desarrollo de los países. La Colombia de hoy es muy distinta a la que gobernó Álvaro Uribe. Existe una conciencia generalizada de que la democracia no es el régimen de una mayoría soberana y que se deben respetar los derechos de las minorías, máxime cuando estas gozan de un estatus jurídico que les garantiza el derecho autónomo a oponerse a las políticas del Gobierno y a gozar de especial protección del Estado y las autoridades públicas. Si es cierto que a Iván Duque lo anima el respeto de las libertades y el espíritu de la reconciliación como lo ha expresado públicamente, debe tener presente que el Estatuto de la Oposición que entra en vigencia el 20 de julio y abre las puertas a un nuevo escenario, a una fuerza política significativa que no se puede desestimar. Que en un acuerdo no se negocian principios sino intereses con el ánimo de ganar más de lo que se cede.
Rubén Sánchez David, Profesor Universidad del Rosario
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