Este no es el primer intento de establecer el arbitramento forzoso, pues, por ejemplo, el artículo 17 de la Ley 1122 de 2007 estableció la obligación de un arbitraje técnico en materia de liquidación de contratos dentro del sistema de seguridad social subsidiado. Mediante sentencia C-035 de 2008 se declaró su inconstitucionalidad, basado en la sentencia SU-174 de 2007, en que se analizó en detalle la figura del arbitraje y recogió la amplísima jurisprudencia en la materia.
Esta decisión resulta interesante, pues muestra que, junto a la disposición constitucional que se pretende modificar, el arbitraje se explica por desarrollo del principio de autonomía. Según la Corte Constitucional “la justificación constitucional de este mecanismo de resolución de conflictos estriba… en que proporciona a los ciudadanos una opción voluntaria de tomar parte activa en la resolución de sus propios conflictos, materializando así el régimen democrático y participativo que diseñó el Constituyente”.
Pues bien, ¿de qué manera la propuesta gubernamental afecta esta idea? La respuesta es sencilla: limita nuestra libertad y renuncia al control territorial. Vamos, pues, a considerar estos puntos.
Todas las personas residentes en Colombia tenemos derecho a que el Estado resuelva nuestros conflictos jurídicos. La renuncia a la justicia privada consistió, primeramente, en que el Estado asumía el ejercicio de la solución de los conflictos (como se puede rastrear en Hobbes, por ejemplo). Al renunciar, el Estado asume el deber de ser garante de nuestros derechos, entre ellos, que el poderoso no utilice su poder para imponer su ley. Así, del derecho a la autodefensa se pasó a un derecho a que el Estado nos defienda. El derecho a la justicia propia pasó a al derecho a acceder a la justicia estatal.
Es en este marco donde la autonomía individual adquiere relevancia. La renuncia a la auto justicia da paso a que nadie puede exigir o forzar que se renuncie a la justicia que brinda el Estado. De ahí que el arbitraje sea algo voluntario. Dicho en otras palabras, el arbitraje supone que las partes están de acuerdo en que el caso salga de la competencia de la justicia estatal.
Ello explica que la jurisprudencia de la Corte Constitucional ha sido cuidadosa en señalar que en los contratos de adhesión o por mandato de la ley, no es posible establecer la obligatoriedad de acudir al arbitraje. Baste revisar la sentencia SU-174 de 2007.
Ahora, podrán decir que esa jurisprudencia se basaba en el texto del artículo 116 de la Constitución, que únicamente habilitaba a las partes a renunciar a la justicia estatal. Frente a esto, el proyecto de reforma pretende que también la ley pueda ordenar se acuda al arbitraje. Precisamente estas “barreras” son las que se desean remover. Empero, si se revisa la jurisprudencia, el punto de análisis de la Corte Constitucional no es simplemente el artículo 116 de la Constitución, sino dos derechos en particular.
De una parte, el derecho a la libertad, en el sentido de autonomía y, por otro, la igualdad. Por vía de la igualdad real (inciso 2 del artículo 13 de la Constitución) se prohíbe forzar el arbitraje en las relaciones jurídicas marcadas por la desigualdad. Ante condiciones de desigualdad, la parte débil no puede resistir la exigencia de la parte poderosa y, bajo el ropaje de, por ejemplo, un contrato privado, en realidad se oculta la fuerza de uno de los lados. De ahí que en los contratos de adhesión se estime prohibido el arbitraje forzoso. Esto, precisamente, es lo que se ha buscado en otras ocasiones.
Tras esto se esconde la idea peregrina de que todo contrato supone igualdad de las partes. Como se ha advertido en los artículos anteriores referidos a la tutela, esto supone una vuelta a los principios básicos del derecho civil vertidos en el código civil de Andrés Bello, en el cual la desigualdad real no es considerada. En efecto, el derecho civil colombiano, forjado en las huestes de la revolución francesa, se estructura en torno a un principio, en aquél entonces revolucionario, de igualdad jurídica de los ciudadanos.
Igualdad jurídica que encubre, como bien se sabe, las mayores desigualdades reales. Algunas de tales desigualdades son relevantes para el derecho (en tanto que impiden hablar de un acto de voluntad libre) y su reconocimiento llevaron a cambios en el derecho privado, como la creación del régimen jurídico laboral, el derecho de los consumidores y, más recientemente, la protección de datos personales. También ha llevado, por ejemplo, a la modificación de la regulación de la responsabilidad de los administradores de las empresas y la transformación de las relaciones familiares.
En suma, la complejidad del mundo contemporáneo ha llevado a una reducción del espacio en el cual se entiende que las relaciones jurídicas son entre iguales. Hay quienes, desde la racionalidad económica, insisten en que la igualdad formal es real, pues, dirían, “todos somos igualmente racionales”. Encontramos así las legiones neoliberales que insisten en negar la diferencia y, en el caso colombiano, claman por el reflorecimiento del derecho privado decimonónico, el cual, como bien lo atestigua la “regeneración” de 1886, “garantizó” el orden social.
Instaurar la posibilidad del arbitraje forzoso, implica abrir la puerta para que el poderoso imponga las condiciones al débil. Serán sus árbitros quienes decidan, pues el débil no tiene cómo seleccionarlos o pagarlos. Piensen, por ejemplo, en el arbitraje forzoso en materia de prestación de servicios públicos ¿quién se enfrentará a EPM, a Enel, etcétera? ¿Quién enfrentará a los bancos, como se pretendía en la Ley 546 de 1999?
Frente a esto dirán que todo depende de la regulación legal. Es posible, por ejemplo, lograr un sistema de arbitraje, de carácter institucionalizado y al margen de los intereses de los poderosos. Si. Eso es posible, pero también lo contrario. Cabría una pregunta ¿será gratuito? Hoy en día no lo es y hay razones para ello, pues ¿quién financia el trabajo de los árbitros? A los jueces los pagamos con los impuestos. Así, además de pagar con impuestos el funcionamiento de la justicia, ¿también deberá pagarse con recursos propios el funcionamiento del sistema de arbitraje? Es claro quienes terminaremos pagando todo eso.
La autonomía, por su parte, también ha de entenderse de manera real. Dicha realidad nos obliga a asumir que vivimos en un mundo en el cual el acuerdo libre de las partes es, salvo los intercambios ocasionales de los consumidores de productos en tiendas y supermercados, una especie en vía de extinción. Hoy los contratos están fijos, sea por regulaciones estatales o imposiciones de los oferentes de bienes y servicios. ¿Acaso, quién de nosotros puede negociar los términos de privacidad que rigen los contratos de prestación de servicios de las empresas de telecomunicaciones o de internet o de lo que sea? ¿Podemos, acaso, negociar el precio de productos ofrecidos masivamente? Nada.
Nuestra libertad se reduce y debemos convivir con ello. Pero frente a tal reducción de la libertad, se ha de fortalecer la garantía de que la justicia permanece igualitaria. La garantía de dicha justicia igualitaria la ofrece la justicia estatal, no aquella definida privadamente y a costos de mercado.
Mentira, dirán, pues de sobra se sabe que la justicia estatal lejos está de ser igualitaria. Está atravesada por los corruptos y los intereses particulares. Al fin y al cabo, se recordará, la justicia es para los de ruana.
Pues bien, si ello es así, la solución no puede consistir en el abandono de la justicia estatal, para abrazar aquella de origen privado. Nos han engañado para hacernos creer que la solución a los males de nuestra sociedad está en reducir el tamaño del Estado y dejar en manos de los particulares la realización de todas las tareas. Alrededor vemos cómo operan dichas manos privadas. El ánimo de lucro y el interés egoísta, que puede explicar las relaciones comerciales, terminan por corroer la prestación de servicios públicos esenciales (baste mirar cómo están en la costa caribe con sus servicios públicos). Ante esto ¿qué garantiza que el arbitraje no se venda al mejor postor?
Estamos enfrentados a una doble renuncia. Como dije, renunciamos a la auto justicia y, ahora, a la justicia que nos podía brindar quien pretende el monopolio del poder. En los términos más liberales posibles ¿cómo se nos pide renunciar al pacto civil? ¿Acaso tal renuncia no legitima el retorno a la justicia por la propia mano?
Pero tal renuncia a la justicia por la propia mano, aquella renuncia básica dentro del contrato social tiene una consecuencia adicional. La prohibición del Estado a brindar justicia y, más allá, a brindarla en todo el territorio. Con la propuesta se abre la posibilidad de tribunales permanentes (en virtud de la ley) privados. Que es lo mismo a la renuncia del Estado a sus funciones más elementales.
Ciencia ficción, dirán algunos. ¿Cómo se me ocurre que el gobierno que nació de la derecha renuncie a ello? Bien, hay indicios. Consideremos uno. En el “Informe Final del Diagnóstico del Arbitraje en el Territorio Nacional”, preparado por la Cámara de Comercio de Bogotá para el Ministerio de Justicia y publicado en diciembre de 2017, se lee que “el arbitraje sí podría ser un mecanismo útil para la resolución de conflictos en el post conflicto, pues podría llegar a lugares como veredas, corregimientos y barrios en donde la rama judicial no ha podido acercarse”. Así, proponen que se utilicen “los kioscos digitales para ofrecer servicios de arbitraje virtual”.
En otras palabras, el arbitraje (obligatorio, porque no habrá más o porque así se establecerá) aparece como una solución a la incapacidad del Estado colombiano para lograr cobertura nacional, por controlar su territorio. Paradójicamente, el Estado pretende ocupar el territorio, pretende lograr el control territorial mediante árbitros. No es muy distinto a pretender defender la integridad territorial y la soberanía con mercenarios. No es distinto al final del imperio romano.
Me pregunto, si la rama judicial no ha llegado a las veredas del país ¿por qué no fortalecerla? ¿Por qué no proponer soluciones novedosas para que la gente pueda acceder, así sea virtualmente, a la administración de justicia?
Al llegar a este punto algunos podrían estar tentados a decir que quien escribe es abogado y que está luchando por que se mantenga su casta y la oportunidad de vida de los abogados. Que me resisto a las formas de justicia alternativa. Pero, precisamente se buscan alternativas institucionales. Ellas dependen de que exista la libertad para elegir. Que en las veredas se fortalezca la posibilidad de acudir a los componedores o a los palabreros, en lugar de verse forzados a acudir a los abogados privativistas expertos en arbitraje y fijados por el más poderoso.
Para terminar, no resulta extraño que los medios se rajen las vestiduras porque no ha sido posible modificar el Consejo Superior o crear un tribunal de aforados. Lejos están de profundizar en los asuntos que a todos (no a algunos) realmente nos conciernen. Que el Consejo Superior de la Judicatura está mandada a recoger o que el sistema de juzgamiento demanda transformaciones, todos lo saben. Sin embargo, ¿es eso el verdadero problema de la administración de justicia? No dudo en que, sin un buen sistema de gestión, el sistema falle. Pero no es el centro del problema. Es el continuo esfuerzo por desinstitucionalizar, por crear privilegios, por mantener los existentes.
Ante esto ¿qué tal una propuesta audaz (aunque ingenua)? Eliminemos los fueros, salvo el presidencial (se justifica por que no podría gobernar). Todos a los juzgados civiles y penales municipales o de circuito.
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Henrik López Sterup: Profesor de la Universidad de los Andes. Las opiniones expresadas en este artículo no necesariamente reflejan la posición de la Universidad de los Andes.
Foto obtenida de: Las2orillas
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