Ante la modernidad y la tecnología descontroladas, lo ligero (light) pareciera que se impusiera por encima de las buenas costumbres; amén del auge de las redes sociales que, permitiendo los desmanes de todo tipo, premian el libre arbitrio, irrespetuoso, además, sin tener en cuenta las más mínimas normas de conducta y de respeto por la otra o el otro, y mucho menos el autocontrol.
Así mismo, se vienen dando casos de superficialidades en el ejercicio de las diversas ramas del saber humano, entre éstas, muy especialmente, en el derecho y en el periodismo; ambas, con la notoriedad que les caracteriza, se reconocen ante el concierto público para bien o para mal. Por extensión, es dable aplicar este criterio de obligatoria publicidad al quehacer de los congresistas, por el hecho de ser necesariamente de impacto universal su accionar y, además, por ser el recinto donde se promulgan las leyes, aun cuando en su composición se encuentren miembros con solo el bachillerato cursado (tema para otra columna, sin demeritar a algunos de dichos miembros en esta condición).
Abogacía y periodismo, dos actividades íntimamente relacionadas entre sí, hermanadas, por decirlo de forma más explícita, son eminentemente sociales, conllevan el bien común, o al menos así debería llevarse a cabo, conforme los dictados de nuestros precursores en ambos ámbitos, con miras a defender, apoyar y ayudar a los más necesitados, cual comprometido apostolado. Ambas, al igual que las demás profesiones, artes u oficios, llevan implícita la ética. Es que, visto con detenimiento, la ética es inherente al ser humano (parafraseando la nefasta frase que hizo mella en nuestra sociedad, proferida por un magister en la construcción: “la corrupción es inherente al ser humano”, concepto que imprime una marca indeleble en la historia colombiana).
El lucro personal es lo que, en últimas, menos interesa. Al desempeñarse con lujo de detalle, tanto quienes transitan en las lides de la abogacía o en las del periodismo, es mucho lo que recogen como frutos de su noble tarea bien ejercitada, sobre todo con la satisfacción plena del deber cumplido.
Caso emblemático Néstor Humberto Martínez Neira.
Ante el concierto nacional y mundial son muchas las conjeturas, intrigas, pasiones que se desatan alrededor del Fiscal General de la Nación, en particular por su posible inhabilidad en el ejercicio de sus funciones, al encontrarse incurso en situaciones delicadas, rayanas en el borde del Código Penal, lo que debe determinar la justicia colombiana, sin presiones internas o externas.
La prensa en general, entendiéndose prensa, radio, televisión e internet, excluyendo las redes sociales por sus características muy particulares, así se conviertan en fuente de noticias en algunos casos, tiene el compromiso ineludible de divulgar cuanto acontezca, en éste como en todos los casos habidos y por haber, con la consigna general de informar de manera veraz y objetiva. Otra cosa sería el oscurantismo en tema tan delicado. La opinión pública tiene todo el derecho a saber lo que ocurre en semejante situación.
La Fiscalía General es, de por sí, una de las entidades que mayor credibilidad debe tener ante toda la población. Quien está instituido, en estos momentos, para investigar y procesar a cualquiera que se presuma haya incurrido en la violación de la ley penal colombiana se encuentra cobijado con un manto de duda y poca transparencia Perder esa credibilidad, por darle gusto a quienes quieren que se deje de informar de dichos hechos, sería lo peor que le pudiera suceder a nuestro país en momentos tan álgidos, cuando más se requiere que nuestras instituciones sean absolutamente transparentes, sólidas y muy respetadas. Lo otro, es decir, permitir el oscurantismo noticioso en tan delicada situación, con las consecuentes pérdidas de respeto y credibilidad, se asemejaría a una hecatombe, sin rumbo fijo camino al despeñadero.
Lo mejor, para la Fiscalía General, para el país y para el mismo Néstor Humberto sería que pudiera defenderse ante los estrados judiciales con el mismo rigor que lo haría cualquier otra persona que se encontrara cuestionada por hechos que pudieren constituir delitos, con su apoderado y con la absoluta tranquilidad que le daría el no tener tamaño compromiso de responder ante Colombia y el mundo por lo que pudiera suceder con la dignidad y la institución que en horas aciagas ostenta y orienta. Quienes recurren a la administración de justicia en el país gozan del principio de la buena fe presunta, la misma que se le debe al Fiscal actual, quien debe asumir su defensa, ya actuando de manera directa, o por medio de apoderado.
Finalmente, es importante sentar el precedente del respeto tanto en la abogacía como en el periodismo con tal de seguir hermanados y cobijados con la ética profesional para bien propio y de nuestros conciudadanos.
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Fabio Monroy Martínez, abogado/periodista
Fotos tomada de: Verne – El País
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