Han transcurrido más de cien días del gobierno de Duque y se avecina un año nuevo pero la bruma que impide ver el horizonte político no permite despejar el ambiente de incertidumbre que envuelve el país.
Ninguna de las iniciativas importantes del Gobierno ha tenido éxito porque no ha logrado conformar mayorías sólidas en el Congreso; las divisiones internas de los partidos políticos tradicionales han puesto una vez más sobre la mesa el papel que estas dos colectividades juegan en las nuevas dinámicas de poder; el Fiscal General de la Nación, envuelto en el huracán del caso Odebrecht ha perdido credibilidad y el tema del fiscal ad hoc no convence a nadie; reina la convicción de que no hay cohesión en el Gobierno y que la composición del gabinete, de clara composición técnica, sin mayor experiencia en la administración pública, está más al servicio de intereses corporativos que orientada a lo público. La consecuencia es una sensación de ingobernabilidad que percibe la opinión pública la cual se traduce en una caída en barrena de la imagen del Presidente de la República que algunos consideran es el presidente más impopular que ha tenido el país en décadas.
Lejos de intentar una aproximación sin prevenciones a los sectores que expresan su inconformidad como aquellos que expresan sus temores justificados por el ininterrumpido asesinato de líderes sociales, los que denuncian el incumplimiento del Gobierno con los desmovilizados o los estudiantes que reclaman más presupuesto para la educación pública, el presidente afirma que no gobierna con encuestas sino teniendo en la mira las necesidades de la población. Típica respuesta de corte tecnocrático que cree conocer la respuesta verdadera sin tener que establecer una interlocución con el otro.
La fortaleza de las instituciones reside en la confianza que hacia ellas tiene la población. El caso Odebrecht ha dejado al descubierto de una manera brutal lo que muchos colombianos consideran una realidad indiscutible: la corrupción y el crimen transnacional han capturado al Estado y secuestrado la democracia, generando un desapego hacia la clase dirigente y hacia los que dicen representar los intereses del pueblo llano, dejando el campo libre para que actores oscuros y con medios suficientes ocupen el espacio de la política.
Es claro que sin Estado no puede haber democracia; que su captura da lugar a “estados” paralelos que se arrogan funciones que no les corresponden. La colusión de la política con el crimen y la corrupción entorpecen el juego limpio, erosionan las libertades ciudadanas, fomentan la desconfianza, impiden la alternancia de élites y destruyen la moral ciudadana.
No es limitando la independencia de los medios de comunicación, reglamentando el ejercicio del periodismo o haciendo reformas cosméticas a la reforma política que exigen amplios sectores de la sociedad colombiana como se fomentará la confianza en la institucionalidad, sino obrando con la ética que debe acompañar al Estado de derecho que decimos nos gobierna. En este orden de ideas, tal vez el primer paso a dar es la renuncia del Fiscal General de la Nación quien ha perdido credibilidad a los ojos de los colombianos que merecen una investigación independiente y transparente y cuya labor está en entredicho por el comportamiento que ha asumido en el ejercicio de sus funciones.
La continuidad de Martínez en el cargo es un pesado lastre para la justicia. La figura de un fiscal ad hoc para seguir con las indagaciones relacionadas con el caso Odebrecht es un parche si el Fiscal General continúa en su puesto.
________________________________________________________________________________
Rubén Sánchez David: Profesor Universidad del Rosario
Foto tomada de: RCN Radio
Deja un comentario