En cuanto a la justicia, pasa por un mal momento: se suceden los escándalos judiciales en un amplio abanico de situaciones. No se trata de una percepción personal: el Tribunal de Derechos Humanos de la Comunidad Europea ha denunciado a España a causa de determinadas actuaciones judiciales, como la de la magistrada Murillo, en absoluto imparcial en el juicio a Arnaldo Otegui; o la de Díaz Picazo en relación con los lobbies financieros, quien, además, fue elegido Presidente del Consejo General del Poder Judicial en contra de los criterios de la magistratura española. Cabe también recordar que los GRECO –unidades altamente especializadas de investigación del Cuerpo Nacional de Policía dedicadas a la lucha contra las mafias, el crimen organizado y el tráfico de drogas– vienen llamando la atención a los gobiernos españoles desde hace 10 años para que no se inmiscuyan en asuntos judiciales y cambien el sistema de elección del CGPJ.
Esta situación viene de antiguo y tiene orígenes múltiples. Por un lado, el acceso a la carrera judicial depende de un sistema de oposiciones rígido, encorsetado y con preparadores fuertemente conservadores. Por otro, el marco judicial está muy jerarquizado y nos llega impuesto desde arriba. Finalmente, la justicia es ejecutada por quienes son elegidos por los partidos políticos en el poder. El bipartidismo, la tónica política del país hasta ahora desde la vuelta de la democracia, ha agravado la situación, pues la elección de jueces se ha convertido en un “reparto de cromos”. Para evitar escándalos mayores y que la justicia recuperase la dignidad, dicha elección debería basarse en criterios democráticos e imparciales y apoyarse en la independencia judicial.
Con Federico Trillo como ministro del muy conservador Partido Popular (PP), la corrupción encontró más y mejores vías de penetración y asentamiento, ya que decretó un férreo control en los nombramientos de la magistratura. Contra su política no ha dejado de alzarse la voz de la progresista Asociación Juezas y Jueces para la Democracia, que aboga por la elección parlamentaria de sus miembros.
En cuanto a la corrupción vinculada al fraude fiscal, es un ámbito muy preocupante por su profundo arraigo. La situación es escandalosa desde la crisis financiera de 2008, que acabó con el Estado de bienestar por el que tanto habían luchado nuestros antepasados. Dicha crisis destapó la falta de solidaridad y “sensibilidad” tributaria de quienes favorecieron dicha crisis y el poco respaldo que el pueblo ha recibido de sus gobernantes frente a tanto latrocinio.
De poco ha servido lo que ordena el Apartado 1º del Artículo 31º de la Constitución española (1978): “Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio”.
El fraude fiscal y la economía sumergida son las mayores lacras de nuestro país y el mejor ejemplo del fracaso del sistema tributario español. Si nos equiparamos con Europa, estamos en la cola contributiva.
Unas directrices más justas y sociales deberían centrarse en gravar las rentas del capital, no las del trabajo. Además de ser más igualitarias, acabarían con la competencia desleal entre quienes no tributan o tributan mal y quienes cumplen con sus obligaciones fiscales. En el caso de las PYMES, además, disminuiría la competencia, pues pagan más que las grandes empresas, que defraudan mucho más. Para ello, no es necesario un cambio constitucional sino de actitud de nuestros gobernantes. Es suficiente aplicar la Constitución.
Decisión importante sería que el gobierno aumentase la protección y el buen nombre de los alertadores o denunciantes. Son hombres y mujeres que trabajan en sectores públicos o privados y, ante un hecho que puede constituir un delito, peligro o fraude que está siendo silenciado, deciden darlo a conocer a la sociedad civil, a los medios de comunicación y/o a los organismos públicos a pesar del peligro que corren por ello. Hasta ahora son vistos como delatores o chivatos por la sociedad y no como lo que son: honestos y valientes ciudadanos al servicio de su país. Gracias a ellos, hemos sabido de los más importantes casos de corrupción, qué españoles nos roban y quiénes se han visto obligados a devolver parte de lo robado al país o entrar en prisión.
Por otro lado, los gobernantes deberían publicitar negativamente a los delincuentes fiscales para que la sociedad dejase de considerarlos héroes y dejar de protegerlos. Ha sido el caso de Emilio Botín, el anterior propietario del Banco de Santander, que defraudó a Hacienda. Además de amnistiarlo fiscalmente, recibió la protección de la vicepresidenta del gobierno socialista de Rodríguez Zapatero, Teresa Fernández de la Vega, actual presidenta del Consejo de Estado para vergüenza nuestra. O el caso de los 34 o 35 miembros del IBEX , que tienen sus bienes en paraísos fiscales. Si dichos defraudadores pagasen lo ocultado al Estado, que somos todos los españoles, se podrían pagar pensiones, sanidad y escuelas públicas, viviendas sociales e infraestructuras dignas.
La corrupción tributaria se extiende gracias a una espesa y potente red de modalidades de fraude organizado no controlada por la Agencia Tributaria, que, sin embargo, maltrata al pequeño contribuyente, pues destina el 80% de su plantilla a perseguirlo, mientras que a las grandes empresas y los defraudadores solo les destina un 20%.
El fraude tributario se organiza a través de sociedades intermedias, tramas organizadas de IVA, operaciones de ingeniería fiscal, redes de facturas falsas, ocultaciones de todo tipo, paraísos fiscales donde el 11% de españoles más ricos depositan sus bienes, estafas inmobiliarias en ciertas notarías, etc. Por cierto, la iglesia católica española es el único paraíso fiscal legal que existe en nuestro país, puesto que está exenta de pagar impuestos. Resulta por ello sorprendente que los gobernantes concediesen una amnistía fiscal en 2012 a los grandes defraudadores.
Para combatir la corrupción, es necesario un apoyo contundente a los jueces. Ha de aumentar la ayuda que se les presta, porque se encuentran atados de pies y manos. Por ejemplo, frente a los despachos de abogados y economistas altamente cualificados que organizan las tramas corruptas de evasión de impuestos de sus clientes. Lo que no se explican algunos jueces es por qué la ley no los juzga también a ellos, por qué no responden penalmente, ya que ayudan a y asesoran para delinquir y potenciar el fraude.
La situación de la justicia en España genera una gran desconfianza en la sociedad, que constata que todos los partidos políticos que llegan al poder se ven implicados en casos de corrupción.
Para cambiar la percepción negativa que tiene la ciudadanía hay que plantear cambios estructurales serios y decididos. Incrementar los impuestos sería uno, tal como estipula el Artículo 1º de la Constitución; incluso evitaría el control del gasto en necesidades básicas (sanidad, educación, pensiones, viviendas dignas, ciudades habitables…). Otros pasarían por controlar mucho más las rentas del capital y menos las del trabajo, gratificar y proteger a los alertadores, y conceder menos beneficios fiscales a las grandes empresas y más a las pequeñas.
En cuanto al fraude fiscal, medidas muy positivas serían la creación de una Oficina Antifraude, la formación adecuada y el aumento de funcionarios para perseguir eficazmente a los delincuentes defraudadores, la constitución de una policía fiscal que colaborase con los órganos judiciales y el cambio de modelo de la Agencia Tributaria.
Lo anterior debería ir acompañado de una mayor educación y conciencia fiscales, una actitud modélica por parte de quienes nos dirigen y una crítica decidida al defraudador por su comportamiento fiscal, de tipo delictivo e insolidario.
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Pepa Úbeda
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