Las movilizaciones, denuncias y exigencias del movimiento feminista y de mujeres, impulsó la creación de la Ley que tipifica el feminicidio como un delito autónomo dentro del Código Penal colombiano. El Artículo 2° de la ley, se afirma, feminicidio: “Quién causare la muerte a una mujer, por su condición de ser mujer o por motivos de su identidad de género” y establece unos factores contextuales para determinar si se trata de un feminicidio, tales como: tener un vínculo familiar –de amistad, compañerismo o trabajo- con la víctima, y que haya un ciclo de violencia antes del crimen; ejercer sobre el cuerpo de la mujer actos de violencia sexual; sacar provecho de una relación de poder existente; que el delito sea un mecanismo para generar terror a un enemigo; que hayan antecedentes de violencia o amenaza independientemente si han sido denunciados o no; y que la víctima haya sido privada de su libertad de locomoción antes de su muerte.
Entre estas y otras formas de variabilidad contextual que pueden presentarse, la ley Rosa Elvira Cely, ratifica la obligación del Estado de proteger y garantizar el cumplimiento del derecho fundamental de las mujeres a una vida libre de violencias, y, en consecuencia, su vulneración implica una violación a los derechos humanos, cuyo principal responsable es el Estado. Esto en concordancia con el objeto de la ley, que se propone “garantizar la investigación y sanción de las violencias contra las mujeres por motivos de género y discriminación, así como prevenir y erradicar dichas violencias y adoptar estrategias de sensibilización de la sociedad colombiana, en orden a garantizar el acceso de las mujeres a una vida libre de violencias que favorezca su desarrollo integral y su bienestar, de acuerdo con los principios de igualdad y no discriminación”.
No obstante, en lo que ha transcurrido de este año 2020, las violencias contra las mujeres se han agudizado y se han recrudecido, y “durante el primer trimestre del año cada 33 minutos por lo menos una mujer fue agredida sexualmente y son las niñas y adolescentes la población que más sufren la violencia sexual con un porcentaje que supera el 75% de los casos” así lo reportó Medicina Legal. Reconociendo que, el aislamiento preventivo obligatorio se aumentó el número de casos y son alarmantes las cifras de feminicidios en todo el país. Pero antes de hacer un balance de este panorama, conviene subrayar en primer lugar el problema del subregistro que tiene que ver no sólo con una aparente ausencia de denuncias, que además está asociada a los obstáculos en el acceso a la justicia[1], sino a la falta de información suficiente registrada por los medios de comunicación y la prensa local y nacional. En este marco, la Fundación Feminicidios Colombia, registró 110 feminicidios durante este año (hasta el 20 de junio), mientras que la Red Feminista Antimilitarista, afirmó que entre enero y mayo del presente año, se registraron 188 feminicidios en Colombia, y de estos, 113 casos han ocurrido durante la cuarentena, es decir, lo correspondiente al periodo comprendido entre el 16 de marzo y el 22 de junio de este año[2].
En este escenario, organizaciones defensoras de los derechos humanos de las mujeres se han declarado en Emergencia Nacional por los feminicidios y las violencias contra las mujeres, exigiendo al Estado la declaración política de esta crisis humanitaria y que se traduzca en el reconocimiento del marco normativo nacional y las disposiciones de convenios y tratados internacionales[3] ratificados por el Estado colombiano para ponerle fin a todas las formas de violencia y discriminación contra las mujeres.
Todo esto parece confirmar que, ante la crueldad de estas formas masivas y genocidas de controlar, expropiar y destruir los cuerpos de las mujeres, hay una exigencia social, política y cultural de reconocer estos crímenes misóginos como un problema estructural de carácter sistémico y por lo tanto público. Es necesario desprivatizar este problema social en el sentido común patriarcal que se encuentra en el accionar mismo del Estado, pues su mandato constitucional le impone el deber de garantizar el efectivo goce de los derechos humanos para todas y todos sin discriminación.
Así pues, poner la mirada pública en este agudo problema social, implica visibilizar toda una estructura de poder patriarcal que se basa en relaciones de dominación y sometimiento sobre los cuerpos de las mujeres y sus subjetividades. Esta expropiación histórica de sus cuerpos, que siguiendo a Rita Segato, desde una perspectiva feminista decolonial, se entiende como un proceso de colonización en el que el cuerpo de las mujeres es la primera forma de colonia, un territorio ocupado sobre el que se inscriben los mandatos patriarcales del poder como dominación y sometimiento, que se evidencia en el continuum de violencias a lo largo del ciclo de vida y alcanza sus formas más agudas y letales con el feminicidio.
Cabe señalar que este proceso histórico y sistemático de cosificación, expropiación y despojo no es una práctica meramente individual, pues si bien atraviesa y transforma las historias de vida de mujeres en particular, la violencia feminicida apunta a todo el colectivo de mujeres, ésta se vale de la instrumentalización y el ensañamiento contra sus cuerpos para romper con el tejido social de las mujeres. De esta manera, la amenaza que se cierne sobre la condición genérica, estructural e histórica de las mujeres, y que se recrudece en esta cuarentena decretada por la pandemia, demanda un plano político y público de intervención urgente, por lo cual, las medidas e interpretaciones individualizantes y privatizadoras que reducen el problema a un asunto particular, confinado en la esfera doméstica y desprovisto de su carácter político, profundizan las desigualdades en términos de género, y sus entrecruzamientos con otras formas de opresión que sostiene el sistema patriarcal.
De modo que la violencia feminicida en Colombia, aunque cuenta con un marco jurídico que se propone nombrarla, sancionarla y erradicarla, y, que, por lo tanto, es de fuero penal, se encuentra en un clima de impunidad que ha servido de base para la agudización de las relaciones asimétricas de poder, y el escalamiento de estos crímenes misóginos. Es así que, en medio de la indignación que produce esta realidad, y de un duelo colectivo que se prolonga, la apuesta feminista radica en la exigibilidad del derecho de las mujeres a la soberanía sobre sus cuerpos y a una vida digna, autónoma y libre de violencias.
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[1] Al respecto, la Red Nacional de Mujeres en su informe de seguimiento a la implementación de la Ley 1257 de 2008 (2018) da cuenta de la incomprensión y falta de adopción de un modelo de atención integral por entidades del Estado, a nivel nacional y territorial, que reconozca en sus procesos el carácter estructural de los ciclos de violencia contra las mujeres, y, por ende, la desigualdad histórica entre hombres y mujeres.
[2] Para una comprensión más detallada de la gravedad del problema, es preciso desagregar el registro de este periodo por mes, así, para el mes de marzo (a partir del día 16) fueron registrados 18 casos, en abril 27 casos, en mayo 31 casos y para junio (hasta el día 22) se han registrado 37 casos (Red Feminista Antimilitarista, 2020).
[3] Entre estos, se encuentra: la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer “Convención de Belem do Pará” según la cual la violencia contra la mujer se constituye en una violación a los derechos humanos, así como la Convención Internacional Sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Contra la Mujer (CEDAW) que es un acuerdo fundamental por la igualdad de género, que obliga y responsabiliza a los estados en la erradicación de toda práctica discriminatoria contra niñas y mujeres.
Eucaris Olaya, Docente Asociada –Universidad Nacional de Colombia y
Vanessa Laverde Flórez – Trabajadora Social –Universidad Nacional de Colombia
Foto tomada de: El Tiempo
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