El fantasma del yo que pasa por estas páginas, de niño, de hombre, de viejo, no sabe quién es ni qué quiere. Pero es fantasma no por la limitación de mis palabras: porque así soy.
F. Vallejo (Años de indulgencia)
La impetuosa prosa de Vallejo irrumpe como una explosión y un desahogo. La insolencia con que narra y la altanería de su tono no son fruto de una irreverencia fabricada, sino la límpida expresión de un escritor sincero que no matiza ni transige, que no negocia ni se ajusta. La imprecación, la maldición y el anatema sorprenden al lector y caen sobre él como un gran aguacero. En algún punto del ascenso crispado de su pluma desatada se da una pausa inesperada y de repente una caída nos produce vértigo y nos deja sin aliento: es el pasado que se viene encima como una añoranza y lastima su recuerdo doloroso. Cierra los ojos para ver e invoca su niñez, los pesebres y los globos de diciembre; ve al abuelo en la finca de Santa Anita en Envigado con los corredores en donde está la silla con la abuela meciéndose a través de un recuerdo que habita entre fantasmas: “Conque esto es vivir, volver a los comienzos…” (Vallejo, 2016, 79).
La vejez, el dolor y el sufrimiento son temas insistentes en la obra de Vallejo, diserta sobre ellos y en un momento inesperado de profunda carcajada, o en un agreste rato de insulto y desparpajo, nos asalta con un pasaje que nos hiere y nos taladra.
El pesimismo y el nihilismo constituyen momentos cruciales en la historia moderna del pensamiento occidental. Abordar la comprensión de estos conceptos en la obra de Vallejo es posible porque su literatura, tan rica y expresiva, tan lapidaria e incisiva, escrita en un lenguaje crudo lleno de ironía y belleza en la expresión, en cuyo diálogo interior asoman cuadros de melancolía, soledad, desolación y un profundo sinsentido, habla de la vida, de la muerte, de Dios, pero también del Tiempo, que todo lo corroe, y de la nada, imperturbable en su quietud. Al gozo literario y al deleite de su prosa se le suman serias reflexiones filosóficas, pues su escritura personal, a veces también contradictoria, aparentemente arbitraria y subjetiva, expone problemas teológicos, metafísicos, morales…
Puede objetarse que Vallejo solo habla de sí, que lo que plasma en cada obra es su vida y su idea de la muerte, su propia caprichosa sensibilidad, ¡pero qué autor no lo hace! Sin embargo, este narrador que dice yo, que se inscribe en la constelación del Escorpión, “la más cruel, la más dura, la más infame” (Vallejo, 2005, p. 94); que se hace llamar Fernando; que celebra el cumpleaños el mismo mes en que nació el autor, un 24 de octubre como hoy, pero de 1942: “De las noches del año las de octubre son más bellas… Sí, lo son, es mi mes” (Vallejo, 2005, 64); este narrador, digo, no es tan fácil de aprehender: se esconde, se disfraza, pone un velo y se encubre mientras dice “yo”, pero es un yo que no es necesariamente él: “Yo no soy el que soy, ni tampoco el que parezco ni el que digo. Yo soy otro” (Vallejo, 2021, p. 131).
Revelarse es reservarse, exponerse ante la luz es ocultarse. Lo que aparece manifiesto en cada libro y es accesible para todos es la parte que se nos permite, y Vallejo generoso no nos pone trabas para entrar, por eso pareciera que siempre se repite: “Así de rayada tengo el alma y por eso siempre me repito, tanto en la intimidad de mí mismo como cuando salgo a la luz en cualquiera de mis libros” (Vallejo, 2021, p. 82). A menudo nos habla de quienes ya murieron y de la larga lista que ha ido acumulando, anotándolos en su libreta de los muertos; ironiza, charla, revuelve el pasado y se topa con algún recuerdo desolado y nos hace partícipes de su dolor, pero a veces la pena es tan intensa que no quiere entrar en descripciones detalladas. Se guarda para no dolerse, no quiere desgarrarse, y pasa a otra cosa: “Pero no quiero hablar de la muerte de David. Retomo mi tema ontológico-físico- metafísico. El hombre quiere llenar su vacío esencial de Espacio matando el Tiempo” (Vallejo, 2021, p. 183).
Vallejo no es en absoluto ajeno a “la ley del escritor”, en virtud de la cual, según escribió Balzac en el prólogo de La Comedia Humana, un escritor puede ser considerado propiamente tal. Dicha ley “supone una decisión cualquiera acerca de las cosas humanas, una fidelidad absoluta a unos principios” (Balzac, 1965, p. 68). Pero Vallejo no solo hace suyos los asuntos de la vida humana, es el ser en general lo que lo agobia. Tiene una angustia de la existencia que persiste y por lo cual formula una metafísica del sufrimiento: “La existencia es difícil para todos, también para las cosas”.
Este mundo que es la vida, y esta vida que es el ser, el conjunto de lo existente es tan solo una totalidad sufriente que no deja de doler; un ir y venir impulsado por el flujo impetuoso del Tiempo en asocio con la muerte.
Vallejo no dice Dios ha muerto, dice Dios no existe, incluso podría pasar que llegare a existir, pero dado su silencio, su ausencia permanente y su poca utilidad, el resultado es el mismo que si no existiera: “Dios no existe. Y si existe no ve. Y si ve no hace caso, ¿para qué lo queremos” (Vallejo, 2016, p. 167).
El escritor se expone cuando escribe, al expresarse traza su retrato. La escritura como huida es en realidad una fuga hacia sí mismo, en ella gira, vuelve, se repite. En su empecinamiento ontológico el yo permanece siendo el mismo:
“¿Cuándo se ha visto, infamadores, hijos de sus madres, que una piedra para seguir siéndolo tenga que cambiar y volverse ontológicamente raíz de naranjo en flor? Uno en mi unicidad, instalado en la estabilidad del que dice yo, de aquí no me mueve nadie. Soy una piedra fija, inamovible, dura” (Vallejo, 2021, p. 82).
Vallejo trata de aferrarse al yo, que es lo que en el devenir puede sostenerse como cosa más o menos cierta, el yo se sostiene en el recuerdo, pero él mismo es un fantasma. “Conque esto es la vida, volverse uno fantasma de sí mismo…” (Vallejo, 2016, 159). El yo es la certeza esencial con la que se experimenta la verdad del mundo, pero el mundo arrastra con sus aguas caudalosas todo lo que está a su paso. No somos piedra fija, sino corriente líquida. Somos el agua, no el diamante duro, la que se pierde, no la que reposa, dice Borges. Lo que perdura es, pues, el recuerdo evanescente de un yo tejido con un hilo de memorias. “El niño que era yo, mi vago yo, fugaz fantasma que cruza de mi niñez a mi juventud, a mi vejez, camino de la muerte” (Vallejo, 2003, p. 7). El niño está lleno de un futuro que ya ha pasado para el viejo. Pasado y futuro son inaprensibles para ambos; el futuro es incierto, imaginación ficticia, y el pasado ya no está. “El futuro todo está en el pasado y la absoluta tristeza en la absoluta felicidad” (Vallejo, 2003, p. 110).
El estilo de un autor no es una cualidad exterior. “El estilo”, dice Tomás Carrasquilla, “es el mismo escritor, es su alma”. El estilo es pues la forma, no al modo corriente de figura o molde, sino en el sentido aristotélico de esencia. Y la esencia de Vallejo, la naturaleza de su prosa, que se expresa en una vertiginosidad rabiosa, hilarante, enternecida, cadenciosa, intempestiva, está llena de ingenio y fecundas reflexiones. Pues bien, son estas reflexiones diseminadas e impregnadas de un sentido filosófico lo que nos interesa de Vallejo cuando habla del ser y de la nada, de la vida y de la muerte, del Tiempo y del río, del sufrimiento, del dolor y la felicidad, de Dios y el diablo…
*El río del Tiempo.
El río es la imagen literaria que retrata el paso destructor del Tiempo. En el curso demoledor de una voracidad insaciable que todo se lo traga, navegamos a contracorriente queriendo remontar el río que empecinado nos arrastra. Es el río del Tiempo y el fluir perpetuo de su acción devastadora el que corre por las páginas del libro y da título a la obra: “Fluye este libro que es remedo de la vida como fluye el río” (Vallejo, 2005, p. 178). Phanta rei, todo fluye. El libro, huidizo e inasible, se marcha con su prosa envolvente y apurada; trata de imitar la vida y es por eso también igual al río. Juntos van pasando con sus cambiantes aguas. “La concisa expresión de Heráclito también subsiste en la famosa imagen del río, en cuyas mismas aguas jamás volveremos a bañarnos”. El ser de Heráclito discurre por su cauce en el fluir tranquilo de ríos sosegados que no tienen parangón con el correr estrepitoso de los ríos de Colombia. Sus ríos eran plácidos que fluían serenos por Éfeso: “Es que el río de su Grecia era el de un río tranquilo. El de la Colombia mía es el de un torbellino” (Vallejo, 2005, p. 180). Los de aquí, el Cauca, el Magdalena, van presurosos, furibundos, rumbo al mar; pero los ríos de Colombia no mueren en el mar, se secan: “Aún no me muero y ya el San Carlos se secó… No solo pasa, también se muere el río”, escribe en El fuego secreto.
El devenir, en el lenguaje metafísico de Vallejo, no es una evolución, progreso o desarrollo determinado hacia una meta, un propósito o una finalidad. Devenir es el fluir continuo de todas las cosas, es la palabra que nombra al accidente, el concepto para la fugacidad de lo contingente que pasa, pero siempre queda. Vallejo afirma este principio como rasgo esencial de todo lo que es:
“El río es tanto el cauce que permanece como las aguas que por él fluyen. Es por lo tanto, al mismo tiempo, la estabilidad y el devenir. Bañarse en el río significa bañarse en el devenir: nadie se baña en un cauce seco” (Vallejo, 2016, p. 161).
Este fluir es al mismo tiempo cambio, muerte y permanencia. Una novela que se sumerge en el discurrir del Tiempo que marcha como un río es apenas natural que adopte un ritmo de torrente, un estilo de fuga, sinuoso, caprichoso. “El tiempo es una saeta, y la vida un raudo vuelo. ¿Pero un vuelo raudo que va hacia dónde, hacia qué dirección o hacia qué fin?” Categórico contesta: “Un raudo vuelo que va rumbo a ninguna parte” (Vallejo, 2015, p. 10). La vida es, pues, una huida sin objeto, ni propósito, no tiene en su interior una meta hacia la que deba dirigirse; es el rumor de una flecha que se escapa a toda marcha, ligera, presurosa, en su fugacidad.
Bibliografía
Balzac, H. (1965). La comedia humana. Málaga, México.
Vallejo, F. (2003). Los días azules. Alfaguara. México
Vallejo, F. (2005). El fuego secreto. Alfaguara. México
Vallejo, F. (2015). Llegaron. Alfaguara. México
Vallejo, F. (2016). Años de indulgencia. Alfaguara. México
Vallejo, F. (2016). Entre fantasmas. Debolsillo, Bogotá.
Vallejo, F. (2021). Escombros. Alfaguara. México
David Rico Palacio
Foto tomada de: El Mundo
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