Si se revisan las declaraciones de distintas personas que participan en las marchas y protestas, algunos parecieran entender que las manifestaciones no admiten limitaciones. No se ha escuchado que alguien lo afirme expresamente así, pero sí hay un silencio (que, como todo silencio, comunica algo) frente a las limitaciones. Puede que sea de otra manera, pero para este análisis, se partirá de que existen personas que consideran que el derecho de manifestación no admite límites.
Esta postura es absolutamente errada. La Constitución (art 37) y los tratados internacionales (art. 21 Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos), así como las observaciones generales en esta materia (Observación General 37 del Comité de Derechos Humanos[1]) son claros en que se protege el derecho a la reunión y manifestación pacífica. Así, si la manifestación o la reunión se tornan violentas, quedan desprotegidas. No significa eso que los participantes pierdan sus derechos. Simplemente que el Estado no está obligado a permitir la protesta violenta y puede disolverla. Eso no se discute en este texto. El punto es distinto.
Frente a los derechos, sean humanos o fundamentales, hay diversas teorías y discusiones sobre la índole o alcance de las obligaciones de los Estados y de los particulares. Los derechos humanos suponen obligaciones primarias para los Estados. Eso no está en discusión. Pero, los derechos fundamentales, particularmente en Colombia, también imponen obligaciones a los particulares, como se desprende claramente del artículo 86 de la Constitución.
Pues bien ¿en qué consisten esas obligaciones? Los distintos órganos del sistema de las Naciones Unidas, así como las comunidades académicas que los apoyan, han adoptado la idea de que frente a los derechos humanos surgen tres tipos de obligaciones principales: respetar, proteger y desarrollar. En el plano constitucional existen posturas similares que, en últimas, terminan por acoger esas tres obligaciones genéricas. Respetar significa, en términos muy sencillos, una prohibición a impedir el goce de un derecho; proteger, por su lado, la obligación de impedir que se impida el goce de un derecho; y, finalmente, el deber de desarrollo, la obligación de generar condiciones para el goce de un derecho.
He hecho un uso excesivo de la expresión impedir. Esto porque es necesario distinguir entre impedir y limitar un derecho. Todos los derechos admiten limitaciones; es decir, restricciones sobre modo, tiempo, lugar, etc., para el goce de un derecho. Esto, a fin de armonizar un derecho con otro. Un ejemplo clásico es la limitación a la libertad de expresión consistente en la prohibición de hacer pública información reservada o personalísima, para proteger la intimidad. Así, tenemos una primera conclusión: no es permitido que se impida el goce de un derecho, pero si las limitaciones.
Pero esto no es tan fácil de digerir. Para ello acudo a la distinción entre imposibilitar y dificultar. Impedir equivale a hacer imposible el ejercicio de un derecho. Por ejemplo, prohibir toda manifestación. Dificultar, por su parte, se refiere a las limitaciones, pero con énfasis en el grado de afectación de un derecho. Así, las limitaciones al goce de un derecho pueden traducirse en dificultades insuperables, apenas superables, superables, fácilmente superables. Una limitación que impone una dificultad fácilmente superable es exigir que el nombre de la persona quede registrado en una institución educativa, para que tenga acceso pleno a la educación. Por su parte, una limitación que se torna en una dificultad insuperable sería hacer caso omiso a los problemas de transporte en la amazonia o en la Orinoquía, para efectos de calcular el plazo para interponer un recurso judicial. En muchos casos es prácticamente imposible llegar a tiempo. Desconocer esta situación, conduce a impedir el derecho al debido proceso.
Con base en estos elementos se puede analizar el tema de los bloqueos. Para comenzar es claro que el Estado no puede impedir una manifestación pacífica. La cuestión por definir sería si un bloqueo es un desarrollo legítimo del ejercicio del derecho a la manifestación pacífica.
En mi opinión, el derecho a la manifestación admite infinidad de maneras de desarrollarse. Como bien se indica en la Observación General 37 del Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, estas van desde el individuo solitario que se para con una pancarta hasta movimientos masivos que ocupan una vía o una plaza pública. Cabe prácticamente cualquier manifestación no violenta.
Este último punto es central. Una manifestación masiva, por ejemplo, implica un ejercicio de la fuerza, consistente en la ocupación del espacio público. Pero no se trata de un acto violento, pues no hay intención de impedir el goce de los derechos, sino que el impedimento este es el resultado, temporal, de la manifestación misma. En tal caso, los no participantes tienen la carga de asumir la limitación (en tanto que se trata de una limitación razonable) de sus derechos. Salvo, claro está, que la limitación se convierta en un riesgo para el goce urgente de los derechos. Por ejemplo, la dificultad superable y soportable, se convierte en insuperable si la manifestación impide el paso de una ambulancia que lleva a un enfermo (grave o no, pues la urgencia médica prima y los manifestantes no tienen derecho a cuestionar la urgencia o la gravedad de la enfermedad). En tal caso, se impone una limitación al derecho a manifestarse, para garantizar el goce de la vida o de la salud. Los manifestantes, debido al ejercicio de su derecho, asumen la carga de no sacrificar derechos ajenos. Y, en tal evento, frente a ellos se activan las cargas de respetar y proteger, como se desprende del artículo 86 de la Constitución.
Esto no ocurre con los bloqueos. Por definición, bloquear una vía implica una intención de impedir el ejercicio de derechos de quienes utilizan esa vía. Así, en principio está prohibido, pues ninguna persona, en el ejercicio de sus derechos, tiene derecho a negar el ejercicio de los derechos de los demás. En tal caso, se activa para el Estado la obligación de proteger los derechos de quienes no participan del bloqueo. Y, para los bloqueadores, la responsabilidad por las violaciones a los derechos (expresados, por ejemplo, en bienes jurídicos protegidos). Se podría añadir que, en términos constitucionales, ante la indefensión de las personas bloqueadas, los bloqueadores se convierten en garantes de sus derechos.
Pero, entonces, ¿cómo distinguir un bloqueo de una manifestación? Esto, porque ambos tienen el mismo efecto práctico. Es más, podría alegarse que impedir los bloqueos, conlleva a una grave limitación del derecho de manifestación, en tanto que reduce el impacto de la manifestación y afecta el modo de ejercerlo.
Como se anticipó, existe una diferencia entre una ocupación de una vía debido a una manifestación y la ocupación mediante un bloqueo. En el primer caso, el impedimento es el resultado natural e inevitable de una manifestación. Sin ocupación del espacio público, aunque sea mínima (el de una persona), no hay manifestación. Pero lo central es que la manifestación misma es el medio para expresar lo que se desea transmitir. Esto no ocurre en el segundo caso. En el bloqueo, la ocupación es el objetivo de la actividad, pues la manifestación consiste, no en expresar una idea, sino en forzar el impedimento en el ejercicio de derechos de los no participantes. Ocurre que en el bloqueo lo que se desea transmitir se expresa mediante el impedimento del goce de los derechos de los no participantes.
Así, volviendo a la diferencia entre impedir y hacer difícil. El bloqueo resultante de una manifestación es una dificultad, en tanto que temporal y consecuencia de la manifestación. El bloqueo como único medio es un impedimento para el ejercicio de los derechos, así sea temporal. Y, como se señaló, no existe derecho a impedir el goce de los derechos humanos o fundamentales.
En cuanto al impacto, en el primer caso, el impacto político es consecuencia de la fuerza de la manifestación. Es el resultado del apoyo que tiene lo que se desea expresar. Así, aunque jurídicamente no hay diferencia entre el manifestante solitario y una multitud de millones, políticamente si la hay. Y el apoyo político depende de esa multitud que participa. El que participa, lo hace autónomamente. Es un acto democrático, en tanto que decide participar. Por eso mismo, se protege.
Nada de esto ocurre en el bloqueo. En tal caso el impacto político es perseguido con la fuerza, con la violencia en contra de quienes no quieren participar. El no participante se convierte en medio, en un instrumento o una herramienta, para mostrar un supuesto apoyo. Y el apoyo es supuesto, en tanto que quien no participa no pueden resistirse a la fuerza del bloqueo. Es víctima de un acto autoritario. Es víctima de un acto violento. Así, el bloqueo es contrario a la dignidad humana, pues la persona no participante deja de ser un fin en sí mismo.
Tras esto, la pregunta que el país debe hacerse no es la de si los bloqueos son legítimos o no (o, cómo se pondera el alegado derecho a bloquear y los demás derechos). Los bloqueos no son legítimos. La pregunta que deberíamos hacernos es ¿porqué es que insistimos en preguntamos si los bloqueos son legítimos o no? O, de manera general, ¿porqué es que insistimos en preguntamos si la violencia es legítima o no?
La respuesta es que, ante un Estado débil y autoritario, la gente de este país, seamos la derecha o la izquierda, seamos de un color o de otro color, seamos de un credo o del otro, de un origen o del otro, etcétera, hemos usurpado el uso de la fuerza. Nos hemos acostumbrado a que tramitemos nuestras peticiones, sean justas o no, por la fuerza. Así, llegamos a que, si no me gusta la imagen del fundador, la tumbo. A que, si no me gusta el de un grupo minoritario o mayoritario, lo niego y lo maltrato. A que, si no me gusta la reforma, paro al país. Y, al final, hemos llegado a que, si no me gustan sus ideas, lo mato. Y, como todos asumimos que tenemos el mismo derecho a ejercer la violencia, a los no participantes les decimos, sin en el menor asomo de vergüenza: “de malas”.
Luego de leer esto, algunos dirán que su intención no es violentar a los otros y que los bloqueos son el resultado de años y años de negación de sus derechos. De años y años de que sus derechos sean violentados. No se discute la descarada negación de los derechos que ocurre en Colombia. Como dirían en otros lados, pasan de nuestros derechos. Se discute el medio. Se rechaza el abuso que se pretende legitimar, igual que hace este Estado autoritario.
En este momento estamos viendo los efectos de este ejercicio abusivo y errado del derecho de manifestación. Los bloqueadores se han convertido en sitiadores, aislando zonas del país; en los carceleros, impidiendo el traslado de las personas; en administradores del hambre, definiendo quién, qué y cuando pueden comer; en distribuidores de miseria, seleccionando qué comercios, servicios e industrias merecen salvarse; en repartidores de sufrimiento, determinando quién merece ser sanado; y, en jueces y verdugos, dictando quién debe morir. Cualquier parecido con lo que han hecho la guerrilla, los paramilitares, los grupos armados organizados al margen de la ley, las organizaciones de narcotráfico y, en ocasiones, el propio Estado, no es coincidencia.
Tristemente este abuso ha significado que los derechos de todos sean usurpados por los bloqueadores. Eso se llama violencia. No importa el color que se le quiera poner. Definitivamente Borges tenía razón al decir que “hay que tener cuidado al elegir a los enemigos, porque uno termina pareciéndose a ellos”.
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[1] Disponible en: CCPR/C/GC/37 (hchr.org.co)
Henrik López Sterup, Profesor de la Universidad de los Andes. Las opiniones expresadas no necesariamente reflejan las de la Universidad de los Andes.
Foto tomada de: Entérate Cali
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