Lo hizo en un tono persuasivo, quizá conciliador con los parlamentarios; y, además, con un esfuerzo argumentativo cuando quiera que se refería al contenido de las tareas pendientes, a los pliegos de la agenda legislativa. Quizá resulte tardío el llamado, considerando el tamaño de la empresa y los tiempos que restan.
Como en la guerra, siempre hay un timing para la política, particularmente en democracia. Están los ritmos que se desplazan como ondas y también los momentos que se configuran de pronto. Entre unos y otros, entre el ritmo y el momento, emergen las oportunidades. La pregunta ahora es si aún tiene oportunidades históricas el primer gobierno de izquierda en el preciso instante en que ya sobrepasa la línea ecuatorial de su propio aliento misional, una cuestión a la que debe responderse considerando las dos facetas del mismo proyecto, la del cambio y la de las reformas, aparentemente equivalentes y, sin embargo, dotadas cada una de un registro distinto, de un alcance diferente.
El cambio en veremos
Si el cambio no se limita a algunas reformas puntuales, por importantes que ellas sean, si él reviste un ánimo más espiritualmente colectivo, entonces sus oportunidades se han diluido sensiblemente. Claro, no han desaparecido, pero han comenzado a desvanecerse y ha sido así desde cuando no apareció un proyecto claro para al menos golpear algunos de los vicios más tóxicos en la representación política y en el ejercicio del poder, sobre todo los que aparecen asociados con el clientelismo.
Por cierto, ese cambio, hermanado con una dimensión cultural, ideológica y moral, ha recibido un mazazo con el escándalo de la Unidad Nacional de Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD), un latrocinio sin atenuantes, un acto de corrupción de la peor especie, robo atroz contra el Estado y las comunidades; además, ejecutado por un funcionario, antiguo militante del Polo Democrático y nombrado directamente por el Presidente; escándalo que por cierto amenaza con ampliarse si son consistentes las denuncias sobre posibles transacciones ilegales entre altos funcionarios y algunos congresistas. Y aunque Petro pidió honestamente perdón por la responsabilidad que le cabe con ese nombramiento, el daño moral ya quedó hecho, sin que se pueda reparar fácilmente.
Olmedo López, el funcionario de marras, no solo ejecutó un robo material; ante todo, saqueó el tesoro acumulado de una idea política, la del cambio. Lo cual, puede agotar sin sutura las fuentes de la legitimidad, un efecto desastroso para una acción política con ambiciones históricas.
¿Y las reformas ?
En su discurso al Congreso, Gustavo Petro formuló con razón un entronque entre la reforma agraria, una de las banderas de su programa, con el crecimiento económico, con la paz y con la equidad social.
Coyunturalmente, la agricultura y la ganadería presentan indicadores que inciden positivamente en el crecimiento del PIB. Sin embargo, la distribución de la propiedad rural es, cómo se sabe, terriblemente desproporcionada y el GINI de tierras, superior al 0.80, es de los más desiguales del mundo.
Por tal razón, el acuerdo de paz sellado en 2016 contempló la adquisición por el Estado y la distribución en favor de los campesinos de tres millones de hectáreas, de las que en estos ocho años se han comprado muy pocas, manifestación inquietante de un enorme retraso en ese compromiso, contraído por el Estado; por cierto, bajo la modalidad de una Declaración Unilateral, en documento depositado ante las Naciones Unidas.
De ahí que el presidente haya anunciado con la fuerza de un eco histórico que es “la hora de la Reforma Agraria”; como si la receta le llegara desde los tiempos de Carlos Lleras Restrepo, interrumpidos luego por el regresivo Acuerdo de Chicoral.
Dicho de otro modo, la reforma agraria vendría a ser una suerte de factor multi- propósitos y pluri-efectivo, la versión no ilusoria sino real de una panacea con variadas y saludables consecuencias. Dilata el mercado interno e incrementa la demanda agregada; aumenta los ingresos y por otra parte arrincona la ilegalidad, con sanos productos en materia de integración social y paz.
Sería por tanto la madre de las reformas sociales, el verdadero marco para la modernidad. Se convierte así en un imperativo insoslayable en lo que tiene que ver con una agenda social. Eso sí, los tiempos casi no dan y a esas afugias se agregan las normales inercias y trabas del proceso legislativo, que en nada ayudan. Es la razón poderosa para un acuerdo político a fin de que allane el camino, sin los obstáculos de la polarización. Y también para pensar en el Fast-Track, ha dicho el presidente Petro ante el Consejo de Seguridad de la ONU, refiriéndose a ese procedimiento abreviado para la aprobación de leyes y actos legislativos, que aporta eficacia pero recorta democracia.
El Acuerdo y el Fast-Track
Al gobierno de Gustavo Petro le asiste sin duda un ánimo reformista, sobre todo en el plano social, el de una mayor redistribución de beneficios que mejore a las clases más subalternas y vulnerables. Solo que no cuenta con las mayorías parlamentarias que le permitan acometer la aprobación de las leyes pertinentes; es una circunstancia que impone, como una necesidad de la gobernabilidad programática, la constitución de un acuerdo político que abarque a una buena parte de las bancadas; es decir, de los sectores políticos, en un Congreso muy fragmentado.
A veces el gobierno -presidencialimo obliga- puede conseguir los apoyos suficientes, en especial en la Cámara, no de igual forma en el Senado. Así las cosas, el Acuerdo resulta imprescindible; es un acuerdo que reúne dos facetas; a saber, la funcional y la identitaria. La primera está trazada con la aritmética parlamentaria para conseguir las mayorías. La segunda es más de carácter simbólico, es la que permite que unas mismas reformas sean defendidas por partidos situados en orillas diversas, incluso opuestas; es más bien de tipo refundacional.
Contra esas posibilidades, conspiran los hechos de la coyuntura, como la polarización, la corrupción y las querellas subalternas, que distancian a los partidos e inclusive fracturan a las bancadas internamente.
Aun así es posible el acuerdo, si en función de su pertinencia no se pierde más tiempo y si existe disposición entre todos para conseguir cambios de valor y de interés comunes, con las debidas concesiones de parte y parte en los contenidos de la agenda, de modo que quede a salvo lo sustancial en cada propuesta.
Eso sí, la composición del Congreso hará muy difícil la tarea de alcanzar la aprobación del Fast-Track, aunque por otro lado se pueden apurar los procesos legislativos, si todos se ponen en “modo urgencia”, algo que debiera hacer parte del Acuerdo.
Ricardo García Duarte
Foto tomada de: Radio Nacional
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