Los valores comunitarios y altruistas —como la compasión, la interdependencia o la igualdad— tienen ese sentido «catalizador» que potencian el bienestar de la sociedad. Asumidos por una comunidad, se convierten en un indicador favorable y más solido acerca del medio ambiente que los vinculados al bienestar de un solo sujeto, como podrían ser un sueldo digno o el beneficio individual frente al colectivo.
Sin embargo, pese a que no todo el mundo da preferencia a los valores comunitarios, ante una crisis grave puede producirse un cambio de actitud que los potencie. Se ha podido comprobar ante cracks financieros, conflictos bélicos y desastres naturales, puesto que el comportamiento altruista aumenta significativamente en las comunidades afectadas, mientras que los delitos decrecen de forma paralela.
Las investigaciones llevadas a cabo sugieren que el altruismo es una forma efectiva de restablecimiento del control de las propias vidas y reducción del estrés. Se ha podido constatar, además, que se hace «contagioso» cuando determinados contextos —negocios, figuras públicas, colectivos sociales…— se vuelcan en actividades generosas, pues la vinculación entre comunidades se expande poderosamente.
Aun así, no siempre resulta tan fructífero, porque las crisis también pueden favorecer la reaparición de dinámicas sociales negativas preexistentes. De hecho, cuando un grupo humano se siente amenazado por dolencias generalizadas —como ocurrió con el SIDA o la actual pandemia— aumenta el temor a amenazas percibidas como catastróficas. El miedo suele conducir a actitudes intolerantes hacia grupos que se consideran externos a un grupo social determinado y terminar siendo tachados de «enemigos», lo cual neutraliza cualquier corriente empática hacia ellos. Ocurrió en EEUU en 1918, cuando hubo sectores que respondieron con una violencia brutal —llegando incluso a utilizar armas de fuego— frente a quienes consideraban culpables de la gripe mal llamada «española». Ha ocurrido hace unos meses, cuando el Secretario General de la ONU denunció (mayo de 2020) que la actual pandemia había provocado un «tsunami de odio» generalizado y conducido a una polarización política extrema en todo el planeta.
Primar la respuesta altruista y neutralizar la violenta se consigue enviando mensajes que valoren positivamente las corrientes comunitarias, el apoyo mutuo y la compasión.
En cuanto a las consecuencias provocadas por la presente pandemia, algunas han sido beneficiosas. Es el caso de los cambios producidos —en ocasiones, incluso abruptos— en los estilos de vida imperantes. Prueba de ello han sido la disminución de los viajes, la asunción de nuevos hábitos alimentarios, el emprendimiento de actividades de ocio menos contaminantes y un mayor contacto con la naturaleza. Es más: en un sondeo llevado a cabo en el Reino Unido hace unos meses, un 85% de los encuestados que habían realizado cambios personales y sociales deseaban mantenerlos tras el control de la pandemia.
Los expertos saben que es muy difícil que los comportamientos y hábitos cotidianos se modifiquen de un día para otro. Sus investigaciones han verificado que se necesita un promedio de 10 semanas para que se formen otros nuevos, si bien hay considerables variaciones que dependen de diferentes circunstancias. Con todo, ante acontecimientos muy graves que trastornan de manera radical nuestras vidas, tenemos menos dificultades a la hora de desarrollar cambios de conducta.
En el caso del confinamiento al que nos hemos visto obligados durante la actual pandemia, se ha «roto la cadena» que nos ataba a unos hábitos esclavizadores, aun a sabiendas de que no eran adecuados para nosotros y de desear transformarlos. Sin embargo, esa «caída en la cuenta» no significa que lleguemos a conservarlos ni de que serán permanentes en la mayoría de los casos. Al contrario, lo habitual es que intentemos volver a los anteriores. En ese sentido, un papel de primer orden por parte de los gobiernos sería facilitar que se pudiesen mantener a largo plazo. Es lo que ocurrió en Japón, cuyo gobierno lanzó una campaña para promover el bajo consumo energético tras el desastre nuclear de Fukushima (2011). Tuvo un éxito enorme.
Asimismo, cabría reforzar y apoyar normas sociales nuevas mediante la defensa que de ellas hagan personas destacadas e iguales con los que los grupos sociales encuentren afinidades. La imitación está asegurada: ha ocurrido desde siempre entre los humanos de todas las edades…
También resulta efectivo dialogar acerca de los beneficios de los nuevos hábitos para la salud y la calidad de vida mediante campañas gubernamentales y las opiniones de quienes son respetados por sus iguales.
Por último, es más conveniente para la población enfatizar la resiliencia, la preparación efectiva en valores comunitarios y el apoyo mutuo que «volver a la normalidad». Tras un acontecimiento traumático, el rechazo del «duelo» por parte de la sociedad consiste en presionar para «volver a la normalidad», vista como una restauración del sentimiento de seguridad y de familiaridad con la vida. Pero la «normalidad» puede que ya nunca más sea posible ni aconsejable…
Si aplicamos este principio a los mensajes «climáticos», se puede constatar que grupos humanos pertenecientes a contextos políticos distintos —incluso muy alejados entre ellos— responden mejor ante estructuras «organizativas comunitarias y de apoyo, aun no expresando una preocupación excesiva acerca de los riesgos medioambientales. Así, nociones tales como «responsabilidad», «administración», «estar mejor preparado», «protección y seguridad», etc. «resuenan» positivamente dentro de todo el espectro político.
Hacer uso en el contexto actual, por tanto, de una estructura organizativa puede convertirse en una solución constructiva y fortalecedora para captar la atención de las comunidades más diversas acerca del cambio climático.
En ese sentido, hay una serie de valores muy bien aceptados entre gentes de las más variadas ideologías.
El primero es la «necesidad»: ante la creciente constatación de la severidad de los impactos que causa el cambio climático, la sociedad empieza a comprender que algunos de ellos son ya inevitables y que deben ser tratados con una mayor preparación y adaptación.
El segundo es el «pragmatismo»: ante un problema trascendental, la preparación es clave si queremos salir de un periodo disruptivo, especialmente si se ha desarrollado la conciencia de que podría reaparecer.
El tercero es el apoyo a la «continuidad»: es mejor planificar los cambios necesarios que esperar a que un proceso disruptivo nos fuerce a cambiar. Para ello, convendría reconocer los valores, las habilidades y la cohesión comunitaria existentes para sentar las bases que provoquen una respuesta eficaz ante las nuevas oportunidades.
El cuarto consiste en restaurar el «equilibrio»: el cambio climático es la mejor prueba de que nos hemos alejado radicalmente de la sincronización con la naturaleza y de que solo la restauración del equilibrio medioambiental puede neutralizar la urgencia climática.
El quinto se basa en la creencia de que tenemos un «deber intergeneracional»: estamos obligados a dejar a nuestras criaturas un planeta mejor y, para ello, los cambios tienen que llevarse a cabo ahora.
El sexto y último se plantea como objetivo mantener una «buena vida»: solo protegiéndonos nosotros mismos frente a los riesgos de la salud que comportan los impactos climáticos, mejorará nuestro bienestar.
En conclusión: «volver a la normalidad» ha dejado de ser la solución. Solo la preparación, la ayuda mutua y la potenciación de la resiliencia pueden ser perdurables.
Pepa Úbeda
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