La retirada del regresivo e inequitativo proyecto de reforma tributaria; la renuncia del ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla y el archivo de una también inequitativa reforma a la salud configuran el balance en rojo para el Gobierno. Sin embargo, la consolidación de sus mayorías en el Congreso en torno al ministro de Defensa, Diego Molano, y el levantamiento de la mesa de negociación con el Comité Nacional del Paro, sin haber realizado ninguna concesión, le permitirían decir al Gobierno que, a pesar de todo, el balance para el establecimiento es favorable.
No obstante, los datos de este balance son mucho más complejos. Al comienzo de la pandemia, el Gobierno no tenía entre sus planes incrementar el gasto social para favorecer a quienes fueron más golpeados por la crisis económica. Se contentó con ofrecer recursos a quienes se pudieran endeudar. Solo cuando la situación comenzó a tornarse más angustiosa para mucha gente, decidió entregarle subsidios para que pudiera sobrevivir. El estallido social de este año, sin embargo, ha obligado al Gobierno a reformular sus cuentas y a ofrecer muchos más beneficios de los que estaba dispuesto a conceder antes de que los manifestantes salieran a las calles, beneficios tales como el acceso gratuito a la educación para los más pobres.
¿Qué puede explicar esta actitud renuente del establecimiento? Con base en la comparación realizada por un intelectual chino acerca de la diferente orientación de la élite de la República Popular China y la de las élites de los países de Occidente, así como de aquellos bajo su órbita de influencia, diría que la causa principal es un cierto sentimiento de complacencia. Quisiera citar aquí en extenso lo que dice Eric Li acerca de la legitimidad de los regímenes políticos y la razón por la cual él cree que las élites que se consideran liberales han llegado a prestar poca atención al bienestar de los pueblos que dirigen.
“Creo que la legitimidad de cualquier gobernante o forma de gobierno a largo plazo debe basarse en si le cumple a la gran mayoría de las personas que gobierna. Si no lo hace, durante un período prolongado, perderá su legitimidad, punto, y esto es algo de lo que no hay que ser complaciente. Mi análisis es que [los miembros del Partido Comunista Chino] han tenido éxito hasta ahora porque tienen esta sensación de crisis, esta sensación de no ser complacientes, de estar continuamente pensando, ‘¿Qué podemos hacer para seguir cumpliéndole [a la gente]?’
“Eso es lo que me preocupa de las sociedades liberales porque –de nuevo, desde el punto de vista de un observador externo– las sociedades liberales tienen estos gobernantes, estas élites que de alguna manera dan por sentada su legitimidad pues dicen: ‘Somos legítimos porque somos liberales. El liberalismo nos otorga legitimidad sin importar lo que pase y tú eres ilegítimo porque eres antiliberal.’ Ese tipo de complacencia, creo, puede derrotar al liberalismo, lo cual será lamentable. Prefiero ver un mundo donde hay muchas ideas diferentes acerca de cómo gobernar (…) Ese sería el peligro de las sociedades liberales – el actual Partido (en el gobierno) no tiene ese peligro porque sus miembros están constantemente pensando acerca de esto y tienen el sentido de crisis, de cómo le están cumpliendo [a la gente], y eso es lo que quiero decir con legitimidad.” (Li formuló esta reflexión en un diálogo con intelectuales occidentales. El segmento en el cual la fórmula es desde 5″28″‘ a 7″18″‘ de este video.)
En defensa del liberalismo, diré que su modelo procedimental también procura ‘cumplirle a la gente’, pero de un modo muy distinto. Lo hace es permitiendo la libre concurrencia de intereses distintos en el mercado y en el espacio político, en lugar de subordinarlos a la dirección de un cuerpo meritocrático y supuestamente virtuoso. En el mercado, los mecanismos que operan son la competencia y el sistema de precios; en el espacio político, el debate acerca de las ideas y los acuerdos colectivamente vinculantes realizados por los representantes popularmente elegidos. Luego de la caída del Bloque Socialista y la disolución de la Unión Soviética, muchos liberales dejaron de sentir el apremio de corregir las distorsiones del mercado y de la representación política, distorsiones que se refuerzan mutuamente. La concentración de poder económico ha angostado sustancialmente los canales de acceso a la representación política de quienes tienen poco o ningún capital. Los capitalistas más ricos, a su turno, han promovido continuamente reglas legales que los favorecen desproporcionadamente, en perjuicio del bienestar de la mayoría de la población. Como los mecanismos del mercado y la representación política siguen funcionando en apariencia, se han llenado de complacencia.
En el caso colombiano, la complacencia del establecimiento ha quedado en evidencia en la manera como el Gobierno manejó la negociación con el Comité Nacional del Paro y también en el modo en el cual muchos opinadores profesionales han avalado la renuencia de aquel a hacer concesiones. Para muchos de esos opinadores, lo sustancial ha sido contener la protesta y esperar otra oportunidad más favorable para volver a la carga con su terapia de choque: un conjunto regresivo de reformas en materia de salud, pensional y laboral.
Sin embargo, esta complacencia ha comenzado a colorearse de ansiedad luego de la victoria de Pedro Castillo en el Perú y la posible, aunque no muy altamente probable, victoria de Gustavo Petro, un candidato que bien puede ser descrito como un populista de izquierda. En el 2018, Petro alcanzó la votación más alta que haya obtenido un candidato de oposición al régimen. Uno habría esperado que ese resultado electoral le hubiese dado incentivos al establecimiento para hacer reformas que mitigaran los sentimientos de desesperanza y de humillación de muchos colombianos. Empero, aun en el momento de mayor penuria de millones de personas, i.e. durante la pandemia, el establecimiento apostó a conservar intactos sus privilegios, atrincherado en su retórica de la democracia representativa y la economía de mercado.
¿Ha cambiado la actitud del establecimiento de cara a un posible triunfo de Petro? Sí, sí ha habido cambios. Un sector de la élite empresarial ha dicho públicamente que está dispuesto a asumir el incremento del gasto social para aliviar temporalmente la situación de los más necesitados. No obstante, de cara a las próximas elecciones, es muy posible que ese mismo sector financie a los políticos que con más vehemencia han pedido una respuesta represiva a los manifestantes y que han minado la posibilidad de construir canales de diálogo para tramitar las demandas de los involucrados en el estallido social. A este respecto, el caso más prominente es la decisión de una jueza de la ciudad de Cali quien acogió el pedido de suspender un decreto de la Alcaldía mediante el cual esta autoridad reconoció como interlocutor válido al grupo de manifestantes que se conoce como Puerto Resistencia.
En los medios de comunicación, así como en las redes sociales, políticos y dirigentes gremiales de extrema derecha han promovido la narrativa según la cual el costo del estallido ha sido muy elevado, lo cual es cierto – el tema es que estos políticos y dirigentes descargan toda la responsabilidad solo en quienes protestan y juzgan necesaria una respuesta represiva aún más dura que la actual. ¿Es posible que una opinión pública que mayoritariamente apoya el paro (aproximadamente, 3 de cada 4 colombianos encuestados) termine por tragarse este cuento? La opinión pública ha mostrado ser, en muchas latitudes, voluble, susceptible al efecto de la repetición continuada de un mismo mensaje, mensaje que, en el caso colombiano, puede ganar tracción por efecto de la complejidad de la situación. La acción de organizaciones ilegales que, de manera coordinada, destruyeron una buena parte de la infraestructura de la Policía (los llamados Centros de Atención Inmediata, CAIs); de turbios intereses políticos locales, responsables del incendio de la Alcaldía de Jamundí; de organizaciones criminales locales, responsables del incendio del Palacio de Justica de Tuluá; de organizaciones transnacionales del narcotráfico y de gangsters locales, que se han beneficiado de que la Policía haya tenido que concentrar sus recursos en las protestas; de organizaciones alzadas en armas; sumadas a la acción violenta y aparentemente sin sentido de muchos manifestantes le da una base bastante firme a la narrativa de que el orden y la autoridad deben ser recuperados.
Aquí vale la pena hacer otra comparación. Las revueltas raciales de los años 1960s en los Estados Unidos motivaron al entonces Presidente, Lyndon B. Johnson, a convocar a dos comisiones de estudios sobre las causas de la violencia. Una de esas comisiones acuñó el concepto de disturbios causados por la policía, un fenómeno cuya ocurrencia en Colombia ya ha sido ampliamente documentada. La primera de esas comisiones, la Comisión Kerner, propuso grandes reformas para corregir la segregación y la desigualdad. A pesar del clima favorable inicial para dar una respuesta no represiva a las revueltas raciales, la cosa cambió completamente luego de pocos meses. En noviembre de 1968, el candidato republicano a la presidencia, Richard M. Nixon, ganó el voto popular con una plataforma de recuperar la ley y el orden. Otro tanto podría ocurrir aquí en Colombia.
Esto hace comprensible la decisión del Comité Nacional del Paro de cesar las movilizaciones y llamar a un levantamiento de los bloqueos de calles y carreteras pues el pulso ante la opinión lo va ganando el establecimiento. Además, la ola de represión ha sido tan severa que pedirle a los manifestantes que salgan a la calle es, en realidad, exponerlos, lo cual conduciría eventualmente a un mayor debilitamiento de las protestas. El mismo Comité ha anunciado que el 20 de julio, día en el cual inicia el próximo periodo de sesiones del Congreso, presentará un amplio conjunto de propuestas de reforma. Detrás de este esfuerzo legislativo hay una clara intención política: ese Comité tiene su ojo puesto en las elecciones para Congreso y para Presidente el próximo año.
Conviene aquí tomar como punto de referencia la Consulta Anti-Corrupción del año 2018 para comprender el significado de esta estrategia. Si en esta consulta el porcentaje de votos emitidos hubiese pasado el umbral del 33,3% del censo electoral, habría obligado al Congreso a darle curso a numerosas reformas legales para reducir la corrupción. La participación fue del 32,04%, lo cual configuró de todos modos un hecho político de suficiente envergadura como para que el Congreso se sintiera obligado a responderle a la ciudadanía. Al final, sin embargo, todas las iniciativas asociadas a la Consulta naufragaron en el trámite legislativo. ¿Para qué, entonces, empeñarse en proponer un nuevo paquete de reformas que, probablemente, será archivado? Pues para poner contra las cuerdas al actual Congreso y obtener un resultado favorable a las fuerzas de oposición en las próximas elecciones. El Comité Nacional del Paro apuesta a que las mayorías del Gobierno terminen desacreditadas, justo antes de que los votantes vayan a las urnas. Dado que el establecimiento comenzó a ganarle el pulso al Comité al desprestigiar los bloqueos, su retirada estratégica revelaría que, al final, las apuestas más importantes son las electorales pues ninguna de las dos partes ha estado dispuesta a hacer mayores concesiones.
Al absorber algunas de las demandas del Comité, sin firmar ningún acuerdo con este, el Gobierno se aferra a la línea de que los únicos interlocutores válidos son los partidos en el Congreso, donde tiene mayoría. El Comité ha respondido a esta jugada con otra más audaz, si se quiere: apostarle de una vez a configurar una nueva mayoría. Al tomar nota de la movida del Comité, ¿cuál podría ser la respuesta del Gobierno y, en general, del establecimiento? El abanico de opciones es bastante amplio: tramitar reformas que alivien de algún modo la situación de muchas personas y remocen la escasa confianza en la clase política; aceitar con una buena cantidad de recursos públicos las máquinas clientelistas de los partidos de la coalición mayoritaria y continuar la ofensiva mediática de deslegitimar la protesta; si las anteriores opciones fracasan, jugar al fraude – una reciente reforma electoral ha encendido todas las alarmas entre la oposición pues, con voto electrónico incluido, podríamos volver al principio de que quien escruta, elige y, por supuesto, continuar la ola de represión para desarticular no sólo las protestas sino también su eventual proyección electoral. Si la ciudadanía que se ha movilizado en las protestas, no meramente el Comité Nacional del Paro, no tiene una estrategia para contrarrestar la del establecimiento, la continuidad de este régimen de oligarquías y cacicazgos estaría asegurada.
Al inicio de este artículo me referí a la complacencia del establecimiento. En esta parte final quisiera referirme a la complacencia de los dirigentes del Paro, así como a la de algunos de sus principales respaldos políticos, respaldos cuyo propósito es asumir el liderazgo en los próximos meses. Este es, al fin y al cabo, el rol propio de los políticos.
La fuerza del estallido social ha provenido de su carácter espontáneo y descentralizado, así como de la fortuita superposición con un paro de camioneros que hizo de los bloqueos en las carreteras un evento con un impacto muchísimo mayor del esperado por los organizadores del Paro. No sobra especular acerca del desenlace que habría tenido este estallido, si la respuesta del establecimiento no hubiese sido violenta y si el Gobierno hubiese estado dispuesto a concurrir a escenarios de concertación y acuerdo. Obviamente, no estaríamos hablando de estallido sino de protesta. El estallido se intensificó por cuenta de la brutalidad policial, pero esta fue, en parte, una respuesta a la brutalidad y la violencia de las protestas. En Cali, la ciudad donde la intensidad de los choques entre la Policía y los manifestantes ha sido la más alta, desde el inicio de la movilización ciudadana hubo quienes usaron armas de fuego contra los agentes del orden y quienes, motivados por un deseo cuasi-tribal de venganza, le prendieron fuego a instalaciones privadas y luego públicas. La investigación de La Silla Vacía acerca de los eventos asociados al incendio del hotel La Luna proporciona evidencia contundente de este fenómeno. En Cali, también, grupos más o menos organizados instalaron peajes entre distintos puntos de la ciudad, con lo cual transformaron los bloqueos como medio de protesta en una oportunidad para lucrarse. Ninguno de los miembros del Comité Nacional del Paro asumió responsabilidad por estos hechos ni tampoco procuró encontrar una solución a esta problemática. Se desentendieron del asunto, lo cual le dejó el espacio libre a que el Gobierno recurriera al expediente de militarizar la ciudad y darle vía libre a formas de represión para-institucional.
Algunos observadores han llamado la atención acerca del carácter festivo de los eventos de destrucción en el cual se involucraron grupos considerables de manifestantes. Descontados los actos provocados por agentes encubiertos, a lo largo del estallido social tuvo lugar un fenómeno similar al observado por el sociólogo Raymond Aron durante Mayo del 68: el trastocamiento de roles entre estudiantes y profesores, entre los trabajadores de base y los líderes sindicales, entre la ciudadanía indignada y los políticos perplejos. A ese trastocamiento Aron lo llamó carnaval y lo ligó a otro fenómeno particular de Mayo del 68, el psicodrama colectivo. La ocupación del Teatro Odeón en París hizo de este emblemático sitio cultural el escenario de diálogos interminables sobre las causas de la opresión social e individual, diálogos que se extendieron a las calles y que Aron llamó “la maratón de palabras”. Al extenderse a toda la sociedad, la revuelta estudiantil dio lugar a un peculiar desahogo, de ahí la noción de psicodrama colectivo.
En nuestro caso, el carnaval y el desahogo han sido bastante brutales. El trastocamiento de roles ha consistido en que los que obedecían tomaran el rol de los que mandaban; los oprimidos, el rol de opresores, etc. A tiempo con la solidaridad de las ollas comunales en los barrios populares, también asomó la cabeza la arbitrariedad pura y dura, el odio y el resentimiento materializados en actos de destrucción sin ninguna significación política, los crueles actos de linchamiento letales y no letales contra miembros de la Fuerza Pública, la insensibilidad ante el dolor de los no manifestantes cuyo epítome ha sido la muerte de dos bebés que habrían podido vivir si sus madres hubiesen recibido atención médica. Los políticos que con tanto ahínco promovieron la censura del ministro de Defensa, Gustavo Petro, Gustavo Bolívar, Iván Cepeda, Alexánder López Maya, Antonio Sanguino, etcétera, nunca invirtieron un esfuerzo igual en condenar los hechos de violencia que involucraron a los manifestantes.
Es posible que los líderes del Paro, y los líderes políticos que lo han apoyado, quieran evitar darle argumentos al establecimiento para deslegitimar las protestas y, sobre todo, evitar la pérdida de seguidores. En verdad, ninguno ha querido ser percibido como un crítico del estallido social, so pena de perder su posición de liderazgo. La consecuencia más funesta de este silencio ha sido avalar la incivilidad que han mostrado muchos manifestantes y permitir su continua expresión. Al desprecio cotidiano, muchos manifestantes han respondido con afrentas, como lo revelan muchos de sus encuentros con la Policía. Uno se pregunta, ¿cómo una sociedad que ha experimentado tanta humillación podrá pasar la página y establecer condiciones mínimas de respeto? ¿Cómo podría hacerlo, cuando muchos de sus líderes de lado y lado no envían ninguna señal de reproche a tantos actos de vejación?
Los líderes anti-establecimiento son también complacientes con una retórica política según la cual los manifestantes tienen derechos, pero aparentemente no tienen deberes. En efecto, estos líderes promueven el acceso a nuevas titularidades, como la Renta Básica Universal, pero no le han dedicado ningún esfuerzo a la pregunta de cómo los beneficiarios de estas nuevas titularidades podrían contribuir a hacer sostenible el marco institucional del cual dependen sus derechos. Al respecto parece predominar una singular combinación de paternalismo heredado de la colonia, liberalismo-social garantista y asistencialismo propio del Estado de Bienestar. Esta visión debería dar paso a otra según la cual toda la ciudadanía debería contribuir a la financiación del gasto social. La réplica usual es que los más pobres no tienen nada que se les pueda gravar y que, si lo tuvieran, los tributos romperían el principio de progresividad fiscal. Vista desde el punto convencional de que los impuestos se pagan siempre en dinero, la réplica es acertada. Sin embargo, hay muchas formas en las cuales se podría realizar el principio de una tributación general. Esta podría incluir la realización de actividades prosociales, como cuidar a la niñez, a los desvalidos y a los ancianos, y ayudar con la educación fuera de las aulas; también concurrir a la realización de tareas necesarias para el funcionamiento de la administración pública e incluso con labores necesarias en obras de utilidad pública. Desde esta perspectiva, todos los ciudadanos deberían soportar el peso de los impuestos, incluso aquellos cuyo sustento dependiera de la Renta Básica.
Propuestas de este tenor no figuran aún en el repertorio de una oposición anti-sistema que siempre plantea demandas y nunca, o casi nunca, indica cómo podría contribuir al mejor funcionamiento de la sociedad. Hay en esta oposición una complacencia en la queja, en la denuncia y, por supuesto, en la protesta. Por ello, si bien en otras latitudes puede haber llegado a ser cliché la fórmula de John F. Kennedy según la cual uno no debería preguntar qué puede hacer el país por uno sino uno que puede hacer por su país, entre nosotros esta fórmula podría servir para estimular el espíritu cívico sin el cual el país no podrá reconstruirse ni material ni institucional ni espiritualmente.
Hay una última complacencia a la cual me quiero referir: el gusto por los líderes mesiánicos. Sin duda, la matriz cultural de este contentamiento es la tradición cristiana que ha imbuido en muchas personas el sentido de que los grandes problemas solo pueden ser resueltos por figuras providenciales. En lugar de encarnar en sí mismas las virtudes del Salvador, muchas personas proyectan en la esfera profana las ansiedades de las que se han llenado en la esfera de lo sagrado. Este fenómeno resulta reforzado por el efecto desempoderador de un sistema político en el cual brilla por su ausencia el sentido del servicio público. En lugar de empoderar a la ciudadanía, de construir liderazgos responsables, basados en la transparencia y la rendición de cuentas, en el carácter colectivo y rotativo de la toma de decisiones, un considerable sector de la oposición se ha contentando con seguir a líderes mesiánicos. Este contentamiento puede resultarle muy caro a este país. Los líderes mesiánicos son personas narcisistas, propensas a una retórica absolutista, de ‘nosotros’ y ‘ellos’, ‘los virtuosos’ versus ‘los corruptos’, etc. En lugar de construir puentes que cierren la brecha causada por la polarización política, estos líderes contribuyen a incrementarla. Por este camino, la metáfora de la política como guerra, como enfrentamiento, puede llegar a convertirse en una experiencia bastante literal. Sin haber cerrado aún un largo ciclo de violencia, corremos el grave riesgo de que la complacencia con el mesianismo agonal nos conduzca a un agravamiento de la confrontación social y política.
Juan Gabriel Gómez Albarello
Foto tomada de: AS Colombia
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