En Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz. Así consumaron el exterminio de los jefes sindicales.
Gabriel García Márquez (Cien años de soledad).
El negacionismo es una disposición irracional del pensamiento que lucha empecinado para no reconocer las evidencias que respaldan hechos históricos, científicos o naturales. De igual manera que niega el holocausto, niega también el cambio climático, el calentamiento global, la guerra, el genocidio, la dictadura y hasta la redondez misma de la tierra. La más reaccionaria clase política tradicional, un poderoso sector empresarial y fanáticos de ultraderecha se ven continuamente tentados a practicar toda clase de negación.
El negacionismo no se deriva de un error de perspectiva, de una interpretación equivocada o de un estado enajenado de consciencia. No es tampoco el juicio individual de un simple orate que ha perdido todo tipo de contacto con la realidad. Como fenómeno político busca moldear un tipo de opinión pública con el fin de favorecer determinados intereses. El negacionismo no es la doctrina del olvido, ni el perdón. Por el contrario, dado que no reconoce la realidad histórica de ciertos hechos, lo que niega no es lo sucedido (que para él nunca existió), sino la validez del argumento, del juicio o de los actos de quienes mencionan, conmemoran o denuncian un crimen silenciado. Lo que el negacionista odia no es el crimen cometido, sino a la persona que se atreve a recordarlo.
Este tipo de negación para nada se parece a aquella que se asocia con la primera fase de los duelos: no es la negación que surge del estupor y la incredulidad después de alguna pérdida. No es la sensación de irrealidad producto del desconcierto o el aturdimiento. No es un mecanismo psicológico de protección. Su ira no es de frustración, ni de impotencia; tampoco es la expresión rabiosa de un hecho indeseado que por doloroso nos negamos a aceptar. Nada de eso. El negacionismo político practica un tipo de negación que se resiste a reconocer la verdad fáctica y la demostración empírica, ¡pero no de cualquier hecho! Lo que todo negacionista niega son, esencialmente, actos de barbarie y deshumanización que de ser reconocidos en su justa proporción resultarían adversos a sus convicciones e intereses. Cualquier país que haya sufrido guerra o dictadura, que haya padecido violaciones, crímenes o sufrido genocidio cuenta con su respetivo grupo de negacionistas de extrema derecha.
Hay una clase de negacionismo vergonzante cuya actitud no es la del cínico fascista que acepta y justifica un hecho como justo y necesario, por aberrante que haya sido. El negacionista vergonzante no cree que el cinismo sea un refugio necesario, justamente porque considera que no hay ningún motivo fáctico por el cual haya que adoptarlo.
Un hombrecillo minúsculo y banal como Polo Polo actúa de modo desvergonzado y descarado, y a pesar de su discurso falso no habla fingiendo ignorancia o desconocimiento, pues para fingir que no se sabe es necesario primero apropiarse del saber. Pero un ser absolutamente ignorante como Polo Polo simplemente no puede fingir ignorancia porque él mismo es incapaz de conocer. Por el contrario, las personas más astutas y con alto grado de poder en el uribismo, conscientes de su posición de clase, comenzando naturalmente por su inspirador, practican con destreza excepcional el arte de fingir y de mentir, defender y practicar las acciones y doctrinas más vituperables. Estos genios del mal y maestros de la negación son hábiles actores que oscilan entre el cinismo insolente y la cobardía vergonzante.
No obstante, el negacionista no tiene problema con reconocer en algún grado los hechos que pretende eliminar. No sin antes haber minimizado, matizado y banalizado la magnitud del hecho con la intención de atenuar la gravedad del mismo: “Sí, pero no así”, “no hay cifras oficiales”, “tampoco fueron tantos”, etc.”. Esta conducta, naturalmente insultante, recae sobre cada víctima como un reproche. Se insinúa que su dolor no es tan doloroso, que la dimensión del mal que se denuncia ha sido exagerada, que es mito, ilusión o creación de mentes fantasiosas que conspiran para desprestigiar a los que señala como responsables.
Pero el negacionista que estuvo a la cabeza de lo que ocurrió y sabe perfectamente bien cómo sucedió, no se contenta con negar. Entiende que precisa borrar bien cualquier vestigio, destruir pruebas y evidencias, intimidar o asesinar testigos, impedir toda investigación. Este es el grado máximo de negación: la que lleva a cabo el implicado para evitar que haya justicia.
Al negacionismo no le interesa extraer lecciones del pasado, desprecia el terror vivido, no quiere asumir responsabilidades por las omisiones y lo cometido, de modo que elige cerrar los ojos para no ver las causas y los efectos de la guerra, la violencia y la maldad, y prefiere el olvido sin arrepentimiento para continuar viviendo en su imperio de terror.
El negacionismo obstruye la posibilidad de redimir el mal, prohíbe la construcción social de la memoria, impide la verdad y la reconstrucción de una conciencia nacional. La negación del hecho histórico mediante el cinismo y la ignorancia modifica el pasado, justifica la maldad, perpetúa la guerra y promueve el olvido de crímenes que deben recordarse para tratar de que no sucedan otra vez. El siniestro manto de silencio que imponen los verdugos pretende que olvidemos a los criminales, ante los cuales ni los muertos mismos van a estar seguros en caso de que vuelvan a ganar.
El negacionista tiene como fin fundamental el exterminio y la aniquilación; su objetivo no es perseguir al otro para darle muerte, sino destruirlo absolutamente para conducirlo hacia la nada, rebajarlo a la categoría de no ente, de no ser, y considerarlo inexistente. Lo que Platón consideraba una cobardía imperdonable en la guerra, a saber, tratar como enemigo al cadáver del adversario, se ha constituido justamente en el campo de combate y epicentro de la acción fascista: el cuerpo es aquello que hay que desintegrar, ¿pero qué clase de victoria tiene alguien sobre un cuerpo muerto? La victoria es el exterminio. No es casual que la desaparición forzada y los hornos crematorios hayan sido crímenes casi exclusivos de los grupos paramilitares con inspiraciones neonazis. Practicaron (y practican) lo que en la novela de George Orwell es denominado vaporización:
“La gente desaparecía sencillamente y siempre durante la noche. El nombre del individuo en cuestión desaparecía de los registros, se borraba de todas partes toda referencia a lo que hubiera hecho y su paso por la vida quedaba totalmente anulado como si jamás hubiera existido. Para esto se empleaba la palabra vaporizado” (Orwell, 2022, p. 9).
Y paradójicamente, eran justamente los funcionarios del Departamento del Registro los encargados de rastrear y borrar en los números de la prensa los nombres de quienes habían sido vaporizados, pues no podía quedar huella de quien jamás había existido (Orwell, 2022).
Después de la masacre de los trabajadores bananeros considerados cuadrilla de malhechores porque habían participado de la huelga, el capitán, que estaba facultado por el ejército “para matarlos a bala”, dio la orden de disparar amparado por el general Carlos Cortés, y conminó al ejército para que amontonara en el tren a los casi tres mil muertos para transportarlos arrumados como racimos de bananos. José Arcadio Segundo, líder de la huelga y sobreviviente de la masacre no se liberó de esa imagen de sangre y muerte, y solitario se encerró en su cuarto:
“Gritó que no había poder humano capaz de hacerlo salir, porque no quería ver el tren de doscientos vagones cargados de muertos que cada atardecer partía de Macondo hacia el mar. “Son todos los que estaban en la estación”, gritaba” (García, 2007, p. 382).
Aturdido por el hecho, José Arcadio Segundo había murmurado que debían ser como tres mil. Una mujer incrédula que había aceptado la verdad oficial lo miró con lástima y le dijo: “Aquí no ha habido muertos. Desde los tiempos de su tío, el coronel, no ha pasado nada en Macondo”.
David Rico Palacio
Foto tomada de: Señal Colombia
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