Que los asesinatos ocurran en sitios distantes, en contra de líderes de diferentes sectores (indígenas, comunitarios, movimientos políticos, reclamantes de tierras), en un período marcado por la implementación del “Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”, suscrito entre el gobierno colombiano y las Farc, y el inicio de la fase pública de los diálogos con el ELN, significa que no se trata de crímenes espontáneos, ajenos al contexto social y político que vive el país, o aislados entre sí y que por el contrario se caracterizan por su generalidad.
Que tales asesinatos hagan parte del panorama general de persecución, amenazas y violencia en contra de líderes sociales, defensores de derechos humanos y reclamantes de tierras, significa que los asesinatos hacen parte de la metodología criminal utilizada por quienes se empeñan en cerrarle el paso a la posibilidad de una sociedad menos injusta y menos inequitativa.
Con el asesinato de Porfirio Jaramillo Bogallo, son 73 los campesinos que han perdido su vida, esperando que el Estado colombiano, en sus distintas instancias burocráticas, atendiera sus reclamos de restitución de sus tierras y sin que el gobierno nacional pase del anuncio de investigaciones exhaustivas a medidas efectivas de protección del derecho a la vida.
Para el gobierno en boca de su ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, no se puede hablar de sistematicidad en la ocurrencia de los crímenes y además, estos no tienen coincidencias entre sí.
Por su parte, el Movimiento social y político, Marcha Patriótica, en reciente informe sobre violaciones a los derechos humanos en Colombia durante los últimos seis meses, llama la atención sobre cómo a la par que disminuyen las muertes en razón del conflicto armado, se acrecienta la violencia contra líderes comunitarios por sus actividades sociales y políticas. De acuerdo con esa organización, entre agosto de 2016 y enero de 2017 se presentaron 419 casos de violaciones y atentados contra los derechos humanos.
Independientemente de que se trate de crímenes sistemáticos o generalizados, lo relevante y que debería preocupar al gobierno nacional es desenmascarar a los perpetradores de los mismos; lo que subyace en el fondo de ese embate de violencia, es la historia que se repite cada vez que se intenta acordar nuevos horizontes para la sociedad colombiana: el asesinato de Guadalupe Salcedo Unda el 6 de junio de 1957, tras la amnistía decretada por Rojas Pinilla y la desmovilización de las guerrillas liberales del llano; el asesinato de los hermanos Oscar William y Jairo de Jesús Calvo Ocampo, el 20 de noviembre de 1985 y el 15 de febrero de 1987 respectivamente, luego de la firma de los acuerdos de cese al fuego y diálogo nacional entre el gobierno de Belisario Betancur y el EPL en Medellín el 23 de agosto de 1984; el asesinato de Carlos Toledo Plata el 10 de agosto de 1984 días antes de que se firmaran los acuerdos de cese al fuego y diálogo nacional entre el M-19 y el gobierno de Belisario Betancur en Corinto Cauca el 24 de agosto de 1984; el asesinato de Carlos Pizarro Leongómez el 26 de abril de 1990, unas semanas después de que se firmara el “Acuerdo político” entre el M-19 y el gobierno de Virgilio Barco Vargas.
Y también es la historia repetida del genocidio contra los miembros de la Unión Patriótica tras la firma de los acuerdos de cese al fuego y diálogo nacional entre el gobierno de Belisario Betancur y las FARC, en agosto de 1984.
Lo que está ocurriendo es, ni más ni menos, que los sectores que han hecho de la guerra un lucrativo negocio, pugnan por mantener intactas sus ganancias; quienes han acaparado las mejores tierras se esmeran en mantener sus privilegios; quienes han hecho del ejercicio de la política un acto de malabarismo entre corrupción y enriquecimiento personal quieren continuar con su inmunidad.
Para que ese sinnúmero de ataques y asesinatos ocurra en todo el país se requiere que haya articulación, coordinación entre los criminales, en sitios tan remotos como Caloto, Cauca y El Paso, Cesar; o Buenaventura, Valle del Cauca y Sonsón, Antioquia.
Y esa orquestación criminal solo puede darse mediante una estructura compleja propia de las bandas organizadas, llámense bandas criminales o paramilitares, que el ministro de Defensa se ha apresurado a desconocer: “No hay paramilitarismo. Decir que lo hay significaría otorgarle reconocimiento político a unos bandidos dedicados a la delincuencia común y organizada”.
Se equivoca el ministro al negar la presencia de bandas paramilitares y se equivoca al pensar que si acepta su existencia les otorga reconocimiento político. El accionar paramilitar, continuo o esporádico, indica que el proceso de “desmovilización” que impulsó Uribe Vélez fue un fracaso o una farsa y que ahora se aprestan a ocupar las zonas que tradicionalmente fueron copadas por la insurgencia, en cuyo propósito utilizan métodos criminales ya conocidos de asesinatos selectivos, amenazas, hostigamientos. No hay tal reconocimiento político en tanto su accionar no busca subvertir el orden constitucional o derrocar al gobierno; por el contrario continúa de su lado para silenciar las voces que disienten de las voces oficiales.
La cesación del conflicto armado y la construcción de una paz estable y duradera van más allá del silenciamiento de los fusiles. No basta crear comisiones, como la Comisión Nacional de Garantías de Seguridad, para detener la ola de asesinatos de líderes sociales. Se requieren medidas efectivas que socaven las causas que generan el conflicto social, político y armado; más que medidas punitivas contra la corrupción se requiere desterrar de por vida a los corruptos; mientras el narcotráfico y el microtráfico generen los inmensos márgenes de ganancia, continuará siendo el combustible que alimente la guerra y el afán de riqueza rápida.
José Hilario López Rincón: Abogado
15 de febrero de 2017
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