En una entrevista televisiva en 1998, Madeleine Albright pronunció una frase que se convirtió en uno de los lemas de la política exterior estadounidense: “somos la nación indispensable”. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta la crisis financiera de 2008 los Estados Unidos fueron el líder global indiscutido. Sin el concurso de la Secretaría del Tesoro y la Banca de la Reserva Federal estadounidense no habría sido posible que las bancas centrales del mundo hubiesen actuado de manera coordinada para detener los efectos de esa crisis.
Desde luego, Estados Unidos no siempre logró sus propósitos, pero hasta la primera década de este siglo el balance global estaba mayoritariamente a su favor. Esto tenía que ver con el hecho de que la potencia norteamericana había sido el principal arquitecto de la globalización. No era la única, pero sí una de las principales beneficiarias del orden global. Albright tenía razón. Era la nación con la cual había que contar para cualquier iniciativa global.
Con Donald Trump, la posición global de Estados Unidos cambió radicalmente. Sus veleidades con Rusia y su insistencia en que la mayoría de los países de la OTAN no cumplían con la obligación de financiar el esfuerzo militar de esa organización generó una gran incertidumbre acerca de la voluntad de los Estados Unidos de concurrir a la protección de sus aliados europeos. Trump también golpeó a Europa con su política proteccionista. Al retirarse del Acuerdo de París sobre el Calentamiento Global, así como de la UNESCO y la Organización Mundial de la Salud, el mensaje de Estados Unidos era el de retraerse y aislarse para hacer prevalecer sus intereses frente a los demás países, especialmente, frente a su principal rival económico: China. El manejo errático de la pandemia del Covid-19 por parte del Gobierno Trump acabó por completo con la noción de que Estados Unidos era el líder global. Con el más alto número de personas contagiadas y muertas, Estados Unidos pasó de ser un país a la vez admirado y odiado a uno por el cual los demás expresaban lástima.
La política exterior del presidente Biden tiene como eje recuperar la posición de liderazgo que los Estados Unidos tenían antes de la llegada de Trump. Lo primero que vale la pena resaltar es el carácter global de su visión. Biden tiene claro que hay desafíos globales que no podrán ser asumidos sino de manera coordinada con las demás potencias. Los efectos de la pandemia y del calentamiento global, así como la proliferación de armas nucleares, son asuntos que desbordan la capacidad de todos los países. De ahí que haya retornado a la Cumbre de París y a la Organización Mundial de la Salud, y que haya renovado el acuerdo de limitación de armas nucleares con Rusia. La solución de los problemas globales demanda que las principales potencias políticas y económicas logren alinearse en torno a objetivos compartidos por la mayoría de países, y puedan de ese modo generar los incentivos para un curso de acción común. Aquí radica precisamente la mayor dificultad que hay que resolver, dificultad que define también la encrucijada de la política estadounidense.
Al mismo tiempo que Biden articula una visión de los problemas globales, perfila a Rusia y a China como adversarios bien definidos. A este respecto, pareciera que Estados Unidos no ha entendido aún lo erróneo que resultó cercar a Rusia luego del fin de la Guerra Fría. En la negociación relativa a la unificación de Alemania, Estados Unidos tomó ventaja de la debilidad de la Unión Soviética y de la ambigüedad acerca del futuro de Europa Central y Oriental para promover la expansión de la OTAN. En lugar de ofrecer su mediación y obrar como un árbitro y garante, prefirió explotar la ansiedad de los vecinos a los que Rusia les arrebató su independencia en el pasado con el fin de extender su órbita de influencia. La política agresiva seguida por Putin, de la cual hacen parte la manipulación del proceso electoral en el 2016 para favorecer a Trump, así como su apoyo al régimen de Maduro en Venezuela, es la respuesta al designio unipolar norteamericano. Lo dicho no condona las acciones de Putin contra Georgia y Ucrania ni contra sus adversarios internos, pero sí pone en perspectiva un designio que Biden parece inclinado a revivir, que augura más conflicto y menos cooperación.
La relación con China no es menos complicada. Es apenas razonable que China ponga en cuestión la forma en la cual Occidente procura mantener su lugar de centro del mundo. No se trata meramente de un asunto histórico y cultural, motivado por el resentimiento hacia las aventuras imperiales de las potencias occidentales en el país asiático y por la arrogancia actual de esas mismas potencias. Tiene que ver, también, y de manera fundamental, con el nuevo balance económico, que favorece notablemente a China. El tema es que, además, luego de años durante los cuales proclamó la política de su ‘ascenso pacífico’, hoy China tiene una política agresiva, que se ha hecho manifiesta en la forma en la cual ha renegado de su compromiso de respetar la autonomía de Hong Kong y también en el continuo hostigamiento militar a Taiwán, un país con un régimen ejemplar en muchos sentidos. El genocidio perpetrado contra el pueblo Uigur, así como la política de control total de la población, proporcionan suficientes razones para llamar al régimen de China totalitario, no meramente autoritario.
La cumbre de las democracias que promueve Biden y que se realizará en mayo de este año en Copenhague sirve para revitalizar las alianzas que ha forjado Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial. Esas alianzas deberían contribuir a frenar la expansión de China. Quizá aquejados por el aislacionismo y el unilateralismo de Trump, los gobiernos de Corea del Sur, Japón, Australia y Nueva Zelanda no tuvieron muchos reparos a la hora de unirse a la Asociación Económica Integral Regional, un bloque económico, liderado por China, que agrupa a 15 países del Sudeste Asiático y Oceanía en un tratado de libre comercio. Este tratado no contiene garantías para los trabajadores ni protección para el medio ambiente. Biden podría animar a los regímenes que se autodenominan democráticos a promover acuerdos diferentes. Empero, esto significaría tomar un curso diametralmente distinto al de Barack Obama. Este promovió el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica, un tratado cuyas previsiones fueron negociadas en secreto y que favorecían enormemente a los inversionistas y las grandes empresas en desmedro de los gobiernos y de la ciudadanía.
Está por verse si Estados Unidos asumirá un liderazgo efectivo a la hora de dar una respuesta diferente a la pandemia y a la crisis económica. Hasta ahora, sigue predominando la lógica de “perro come perro”. Las disputas acerca de la entrega de vacunas, el posible acaparamiento de muchas dosis en manos de los países más ricos y el mantenimiento de las patentes de las grandes compañías farmacéuticas ponen en entredicho no sólo el liderazgo estadounidense sino también los planteamientos de un multilateralismo más inclusivo formulados por Macron, Merkel, von der Leyen, Michel, Guterres y el Presidente de Senegal, Macky Sall. Varios observadores han llamado la atención sobre el hecho de que, si el conjunto del mundo no logra vacunarse lo más pronto posible, la recuperación económica tardará muchísimo más en completarse no sólo en la periferia del sistema mundial sino también en el centro. La mezquindad de Occidente puede tener, además, la consecuencia de ampliar las oportunidades para que China extienda su influencia en los llamados países en desarrollo. En su discurso sobre la política exterior estadounidense, Biden parece haber acogido el principio de que, en el contexto de la pandemia, la salud depende de la capacidad de respuesta del eslabón más débil de la cadena no meramente en el país sino en el mundo. Sin embargo, su credibilidad quedará seriamente cuestionada, si identifica los intereses de Estados Unidos con los de las grandes farmacéuticas.
En el referido discurso, Biden hizo referencia a varias decisiones que conciernen a la política interna de los Estados Unidos y explicó la razón de esas referencias. “Ya no hay una línea clara entre la política exterior y la interior”, dijo. De esta manera, dio respuesta a los políticos europeos que han planteado sotto voce que antes de reclamar el papel de líder, los Estados Unidos deberían llevar a cabo una gran tarea de introspección pues, además del alto número de contagiados y muertos por el Covid-19, las protestas desatadas por el asesinato de George Floyd revelaron graves problemas en su modelo económico y social. Biden abordó explícitamente el asunto señalando que su gobierno reconocería el problema del racismo sistémico y la lacra de la supremacía blanca, por lo cual la equidad racial sería un asunto de todas las políticas e instituciones federales.
Conviene destacar aquí un fuerte contraste entre el discurso de Biden y el de Macron, Merkel et al. Estos se refirieron explícitamente al tema de la desigualdad. En efecto, señalaron que “las desigualdades, al debilitar la cohesión social, son una amenaza para la democracia.” Por el contrario, el discurso de Biden no menciona la desigualdad en ninguna parte. El Presidente de Estados Unidos apuesta en favor de la reactivación económica y el crecimiento, pero sigue de espaldas al hecho de que la discriminación no es un problema independiente de las cada vez mayores diferencias económicas. Biden continúa, además, de espaldas a muchos blancos pobres, que apoyan a Donald Trump. Al fracasar el juicio político promovido en su contra, Trump sigue en libertad para seguir explotando la ansiedad de muchas personas que carecen de oportunidades significativas para mejorar su condición económica y social.
Conviene considerar algunas implicaciones de la forma en la cual Biden ha redefinido la política exterior estadounidense. Es probable que, si no hay una distensión entre Estados Unidos y Rusia, será muy difícil promover una transición negociada en Venezuela. El régimen de Maduro seguirá siendo la cabeza de playa de Rusia en el Hemisferio Occidental. Esto no significa que el cambio en Venezuela sea imposible sin esa distensión. Sin embargo, se requerirá una conjunción de condiciones mucho más extremas para que el régimen de Maduro caiga o acepte negociar con la oposición. En la medida en que la seguridad de Colombia depende en manera muy importante de lo que pase en Venezuela, dado el apoyo que el régimen actual le da a las disidencias de las Farc y al ELN, la política de Colombia será en alto grado dependiente de la de Estados Unidos. En caso de un agravamiento de las tensiones con Rusia, hemos de esperar un agravamiento de las tensiones con Venezuela. Por el contrario, en un escenario de cooperación con Putin, las perspectivas de una transición negociada, y una consiguiente recuperación del orden político y de la estabilidad económica, aumentarían considerablemente.
El papel de Colombia en la confrontación entre Estados Unidos y China es completamente marginal. No obstante, ese papel puede ser diferente en una liga de países, liderada por Estados Unidos, que se autodenominan democráticos. Si la política agresiva de China no es confrontada ahora, hacerlo después será mucho más difícil. El hecho de que China sea nuestro segundo socio comercial no debería llevarnos a desconocer la urgencia de ponerle límites a una potencia para la cual los derechos humanos y la democracia no tienen mayor valor. Si tomamos en cuenta el carácter totalitario del Estado chino, deberíamos tomarnos muy en serio la gravedad de nuestro predicamento.
Si Biden encara genuinamente el racismo sistémico, entonces en algún punto tendrá que plantear claramente el tema la irracionalidad de una política de drogas. Esta política castiga desproporcionadamente al eslabón más débil de la cadena: a los productores, así como a los consumidores y pequeños traficantes. Los más peces gordos no caen en las redes de las autoridades; no hay hasta ahora ninguna sanción ejemplar a los responsables del lavado de activos en el sistema financiero. Desmontar el racismo sistémico implica confrontar los dobles estándares de la política antidrogas y, sobre todo, el populismo punitivo que tanta destrucción ha causado en nuestro continente. Sobre este tema, Colombia tiene mucho que decir.
Juan Gabriel Gómez Albarello
Foto tomada de: https://www.infobae.com/
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