Los resultados de las más recientes elecciones municipales en Brasil han sido interpretados de distintas maneras por sus diversos protagonistas. Para algunos analistas, los comicios mostrarían de manera incontestable el debilitamiento de la ola de ultraderechadel 2018 y de la capacidad del presidente Jair Bolsonaro para respaldar candidatos con éxito. Para otros, indicaron preferencias electorales de bajo riesgo: las restricciones que impuso el covid-19 en las campañas habrían favorecido supuestamente la reelección de alcaldes y concejales, así como de candidatos afiliados a partidos políticos bien asentados. En efecto, el fortalecimiento de varios partidos de derecha y centroderecha llevó a algunos a proclamar incluso el retorno de la «vieja política», o de la política a secas, en contradicción con la tendencia antipolítica de la última elección presidencial. Otros creyeron oportuno precisar todavía que la «vieja política», por más que se la tildara de antiestablishment, siempre había estado en realidad en el centro de la palestra. Los análisis advirtieron también cambios en la configuración de los partidos de izquierda y centroizquierda y explicaron que el Partido de los Trabajadores (PT) no era ya el único actor de peso dentro del campo progresista, haciendo hincapié en la presentación sin precedentes de candidatos LGBTI+, por primera vez electos en semejantes proporciones.
No fueron menos diversas las reacciones poselectorales de personeros y aliados del gobierno. Filipe Martins, asesor del presidente en materias de política exterior, publicó en Twitter un largo hilo en el que instaba a la «derecha» —entiéndase, el gobierno y sus acólitos— a aprender de sus errores y a ser más autocrítica. Dirigiéndose principalmente a un público que se autodefine como conservador, recordó que la victoria de 2018 había sido resultado de una coyuntura sociopolítica propicia, construida gradualmente desde 2013. La reunificación en torno a un objetivo común y la afiliación a un partido para construir una relación significativa y duradera con los electores, proseguía Martins, son pasos esenciales de cara a la reelección de 2022. Mientras Martin insistía en la necesidad de un replanteamiento interno más estratégico, algunos miembros de la base de apoyo del gobierno en el Congreso, tales como Bia Kicis y Carla Zambelli, se apresuraron a cuestionar la legitimidad del resultado, sugiriendo un posible fraude.
En la reacción de Bolsonaro, por otro lado, hubo tres frentes: primero, el presidente pregonó una «derrota histórica para la izquierda»; luego restó importancia a su participación en las campañas de algunos candidatos no exitosos; por último, repitió su infundado alegato contra la probidad del sistema de voto electrónico y exigió el regreso de las papeletas impresas (aunque perteneciente desde hace ya algunos años al arsenal conspiracionista de Bolsonaro, el «negacionismo electoral» parece haber adquirido en efecto nuevos bríos entre los grupos de extrema derecha tras las elecciones de noviembre pasado en Estados Unidos). La respuesta un tanto ecléctica del presidente se ajusta por cierto a una retórica maniquea que ya le es familiar: presentarse ora como el vencedor de una contienda de antemano desfavorable, ganada contra todo pronóstico, ora como víctima de una implacable persecución por parte de instituciones o figuras poderosas y siniestras, con lo cual elude cualquier responsabilidad ante una derrota, un fracaso o una negligencia. Sin embargo, mientras redoblada teorías conspirativas e se esmeraba en pintar un cuadro vitorioso, parecía también prestar oído –aunque de manera más discreta– a Martins, orgulloso discípulo del escritor Olavo de Carvalho, admirador de Steve Bannon y adalid de la ideología de línea dura del gobierno.
Extrapolar los resultados de las elecciones municipales a la elección presidencial es un ejercicio problemático: los aspectos que la gente prioriza a escala local y nacional pueden no coincidir forzosamente. En Brasil, no obstante, las elecciones municipales suelen leerse como un indicador más o menos sintomático del estado de ánimo electoral. Ahora bien, sean cuales sean los pronósticos, el hecho de que los partidos tradicionales del Centrão controlen hoy casi la mitad de las municipalidades del país los convierte en actores de mayor peso aún en las dos cámaras del Congreso. El Centrão, un conglomerado de partidos «fisiológicos» de derecha y centroderecha, es conocido por negociar su apoyo a cualquier gobierno en ejercicio —independientemente de su orientación política— a cambio de cargos estratégicos y beneficios financieros.
Pese a su virulento rechazo de los acuerdos «de trastienda» y a su promesa de no negociar con una clase política que considera podrida, Bolsonaro se acercó al Centrão a principios de 2020, al sentirse amenazado por un posible proceso de destitución. Poco más de un año después de asumir el cargo, su gobierno incurría en la misma práctica cuya perpetuación reprochara —y continúa reprochando frecuentemente aún— a sus predecesores. En lugar de incitar la furia de sus adeptos, esta táctica fue presentada de manera bastante convincente a la leal base bolsonarista, como un mal necesario que permitiría al presidente gobernar sin oposición significativa. También fue vista de forma más bien positiva por algunos sectores de la oposición, que asumían —o esperaban— que la «infiltración» de miembros de partidos tradicionales haría peso al extremismo del gobierno y contendría la influencia de su «base ideológica» más radical.
Dos circunstancias adicionales podrían contribuir a afianzar aún más los lazos entre la administración actual y los miembros del Centrão. La primera tiene relación con la necesidad de afiliación partidaria de Bolsonaro. El presidente rompió filas con el Partido Social Liberal (PSL) menos de un año después de su elección y se ha mantenido desde entonces como independiente. Su tentativa de crear un partido propio, Alianza por Brasil, ha sido hasta ahora infructuosa y todo parece indicar que este no será creado a tiempo para la campaña presidencial de 2022. De hecho, el mismo Bolsonaro precisó que, de no estar creada la alianza para marzo de 2021, se afiliaría a alguno de los partidos ya existentes. La segunda circunstancia que allana el camino para la consolidación de los nexos entre el gobierno del antiestablishment y el Centrão, representante por antonomasia del establishment, es la renovación de las presidencias del Senado y de la Cámara de Diputados en febrero de 2021. No es una coincidencia que Bolsonaro haya fijado la fecha de su nueva afiliación partidaria para después de la investidura de ambos presidentes.
Estos cargos son por cierto de suma importancia. Los presidentes de las cámaras participan por ejemplo en el Consejo de Defensa Nacional y en el Consejo de la República. Pero es el presidente de la Cámara de Diputados quien decide, entre otras cosas, si considera o desestima una moción de destitución contra el Presidente de la República. La carrera por la sucesión, que se anuncia reñidísima, ya ha comenzado. La candidatura de Arthur Lira, conocido como líder del Centrão en la Cámara Baja, cuenta por su parte con el apoyo del gobierno. Por otra parte, el actual presidente de la Cámara de Diputados, Rodrigo Maia, ha respaldado oficialmente a Baleia Rossi como su sucesor, quien cuenta con el apoyo de una coalición de once partidos de oposición. Aunque ambos aspirantes prometen presidir la Cámara de manera autónoma, muchos temen que la estrechísima relación de Lira con el gobierno y el Centrão se torne aún más enmarañada y que Bolsonaro tenga más posibilidades todavía de evitar un potencial proceso de destitución.
Un equívoco persistente presenta a Bolsonaro como un político incapaz de cualquier planificación; como una figura de pocas luces, bufonesca y ocasionalmente brusca, destinada con toda probabilidad a la autodestrucción debido a su absoluta incompetencia en el gobierno de un país. Esta imagen ya generalizada, sin embargo, podría representar acaso la mayor fortaleza de Bolsonaro. Como el filósofo Marcos Nobre lo demostró de modo convincente, Bolsonaro no es ni un burro ni un loco: muy al contrario, su método estriba precisamente en su estilo caótico y estrafalario. Desestimarlo en razón de su incompetencia o ingenuidad, por consiguiente, no hace más que contribuir a despolitizarlo en sus propios términos antiestablishment y darle el privilegio de ser criticado —o, peor aún, de ser absuelto de toda responsabilidad— como si operara fuera del marco de la racionalidad política y no tuviera en última instancia que responder de sus actos. En cambio, afirma Nobre, urge reconocer que Bolsonaro opera dentro de un marco tanto o más político que cualquiera —un marco más bien atípico, por supuesto, pero político al fin y al cabo.
Es precisamente ese marco político, sumado al propósito de permanecer en el poder, lo que a menudo se desdeña como algo pueril e insubstancial. A lo largo de su presidencia, Bolsonaro ha mantenido una aprobación de alrededor de un tercio del país. Fluctuante por momentos, este tercio ha demostrado hasta ahora ser particularmente resistente en su apoyo al presidente en cada una de las fases de su mandato. La base bolsonarista, lejos de ser homogénea o uniforme, se siente especialmente atraída por el estilo heterodoxo de Bolsonaro, con frecuencia de una inflamatoria incorrección política. Como ha sugerido Nobre, a Bolsonaro le interesa particularmente mantener la lealtad de esta base puesto que con la aprobación de un tercio de la población no solo se escuda contra un proceso de destitución sino que también garantiza buenas posibilidades de llegar a la segunda vuelta en las próximas elecciones. Así pues, aunque algunas maniobras «extremas» o autoritarias del presidente siguen siendo consideradas insostenibles a largo plazo, son ellas precisamente las que parecen hacer viable su candidatura para 2022. Y Bolsonaro mantiene el apoyo de un tercio del electorado prestando atención a sus demandas y, no pocas veces, a sus quejas.
Filipe Martins ha descrito el «ala ideológica» del gobierno como el grupo que comprende la base de apoyo original y más leal a Bolsonaro, una que continúa siendo fiel a las propuestas y valores que obtuvieron un entusiasta respaldo popular en 2018. Perteneciente a este grupo —junto con figuras como la del ministro de Relaciones Exteriores, Ernesto Araújo, y la del ex Ministro de Educación, Abraham Weintraub— Martins, junto con Bolsonaro, aboga por un drástico descuaje de todo vestigio de la «hegemonía izquierdista» y una lucha encarnizada contra el «globalismo». Su cruzada, solo en parte asimilable a la retórica populista de Bolsonaro, es sin embargo esencial para movilizar el tercio (o al menos una parte de él) y crucial, por eso mismo, para el proyecto autoritario de Bolsonaro.
Si bien los populismos de extrema derecha suelen ser descritos como proyectos políticos que erosionan subrepticiamente la democracia desde dentro, Steve Bannon ha hablado abiertamente de la «deconstrucción del estado administrativo». El «ala ideológica» del gobierno brasileño prevé un proceso similar de depuración y refundación. Y aunque esto puede ser imaginado como un proyecto de exorcismo nacional, lo cierto es que desafía fundamentalmente la existencia misma de un proyecto democrático en Brasil, trátese de un proyecto liberal o iliberal. El país está inclinándose lentamente hacia un régimen antidemocrático, deriva a la que contribuyen también los aliados del gobierno.
A diferencia de lo que suele pensarse, Bolsonaro es un líder abiertamente autoritario que nunca ha ocultado su admiración por la dictadura militar (1964-1985) —para él la única «verdadera democracia» de la historia reciente del país— ni su animosidad contra la Constitución de 1988, que califica de «izquierdista». Al lanzar su candidatura a la presidencia, supo no obstante renunciar estratégicamente a sus posiciones antidemocráticas y, gracias a alianzas clave con «garantes» creíbles de la moderación, ganó por abrumadora mayoría. Un ejemplo notable de esto es el actual ministro de Economía, Paulo Guedes, que actuó como garante del mercado financiero en la futura administración de Bolsonaro y le confirió con ello el apoyo de los electores preocupados por las políticas financieras y económicas. Un mes antes de las elecciones de 2018, en una entrevista con Malu Gaspar, Guedes había prometido «domar» a Bolsonaro, a quien se refirió como «un sujeto completamente tosco, bruto». Casi dos años más tarde, es Bolsonaro quien parece haber «domado» a Guedes.
Quienes vieron en las elecciones municipales de 2020 una derrota de Bolsonaro, evaluarán probablemente sus acuerdos con el Centrão como un compromiso amargo —y bien podría ser el caso. Pero no se trata en realidad de un compromiso que mine su gobierno ni que lo modere o lo encauce por rumbos democráticos. Como advirtiera la cientista política Flávia Biroli, es probable que el fortalecimiento de los partidos del Centrão en las elecciones municipales favorezca en última instancia la candidatura de Bolsonaro para 2022, al constituir aquellos una base de apoyo para el gobierno en las dos cámaras del Congreso. En caso de ser reelegido, el presidente intentará con toda probabilidad consolidar su proyecto antidemocrático.
Bolsonaro demostró que distaba de abandonar sus anhelos autoritarios cuando, tras participar en las protestas anticonstitucionales que pedían la intervención militar y el cierre del Congreso y la Corte Suprema, decidió dar un golpe de estado el pasado mes de mayo. Todo parece indicar que habría puesto en ejecución su plan de no haber sido disuadido por el Jefe del Gabinete de Seguridad Institucional, el general de ejército en retiro Augusto Heleno, quien lo convenció de que «no era el momento».
Hay muy pocas dudas con respecto al inexistente compromiso del actual gobierno brasileño con la democracia liberal. A la luz de esto, huelga dirigir nuestra atención hacia quienes pactan alianzas con él y fomentan con ello su proyecto político. ¿Por cuánto tiempo está dispuesto el establishment político a hacer vista gorda ante los designios autoritarios de Bolsonaro? ¿Hasta dónde tiene que llegar el presidente para empezar a ser considerado como un lastre para la democracia y no ya como un socio de prestigio? O, para decirlo de forma más provocativa y esquemática: ¿quién representa un mayor peligro para la democracia brasileña: Bolsonaro —un político abierta e impenitentemente autoritario— o el Centrão —una coalición de partidos que siempre prioriza ganancias financieras y posiciones de poder por encima de cualquier pauta política?
Traducción: Ignacio Albornoz Fariña
Katerina Hatzikidi
Fuente: https://nuso.org/articulo/bolsonaro-y-el-mito-del-antiestablishment/?utm_source=email&utm_medium=email
Foto tomada de: https://nuso.org/articulo/bolsonaro-y-el-mito-del-antiestablishment/?utm_source=email&utm_medium=email
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