Lo que se vive a diario en el Puerto obedece a años de abandono del Estado nacional y regional, fruto de tres factores: el primero, tiene que ver con una histórica animadversión étnica (racismo) aupada desde Bogotá y Cali, centros de poder manejados por una élite que se autoproclama blanca, a pesar del proceso de mestizaje del que proceden sus más connotados miembros. El segundo, la confluencia de intereses privados-corporativos y la consecuente consolidación de un ethos mafioso que se pasea sin control social alguno, por instituciones estatales y privadas. Los límites entre lo ilegal y lo legal son difusos en Buenaventura en todo tipo de transacciones y actuaciones de ciudadanos y autoridades. Y el tercero, una crisis identitaria del pueblo afro, como consecuencia de la acción corrupta de algunos de sus líderes y lideresas, cooptados por la cultura blanca. Esta última, de muchas maneras viene impidiendo la consolidación de formas de gobierno local amparadas en los procesos de territorialización y cosmovisiones de las comunidades negras.
Esos tres factores bien podrían explicar los recientes hechos de violencia, pero sobre todo, la historia de un puerto que se concibió a espaldas de la gente afro. Buenaventura es un Puerto sin ciudad o un Puerto sin comunidad, como se titula el informe del Centro Nacional de Memoria Histórica. En dicho documento se señala que la ubicación geoestratégica de Buenaventura como puerto internacional junto con la existencia de un Estado que no provee ni regula lo público, ha posibilitado el progreso de una creciente economía ilegal en el territorio (2015, p.18).
Gracias a la animosidad étnica aupada desde Bogotá y Cali, la presencia de grupos paramilitares, narcos, guerrillas y bandas criminales se asumió como el escenario perfecto para lograr el desplazamiento de cientos de sus habitantes de las zonas rural y urbana, que siguen huyendo hacia Cali y otros destinos y de esa manera, lograr que los territorios quedaran desocupados para facilitar la instalación de proyectos agroindustriales y de explotación aurífera y maderera a lo largo y ancho del Pacífico y lo que se conoce como el Chocó Biogeográfico. Y por supuesto, para legitimar el maridaje entre autoridades legales y los agentes que promueven el narcotráfico y otras expresiones de la economía ilegal que opera en el Puerto. De esa manera, las manifestaciones y las dinámicas del conflicto armado interno en Buenaventura y en el Pacífico colombiano obedecen a una bien pensada estrategia de la élite blanca, para lograr que, a través de la generación de condiciones de incertidumbre social, la violencia cotidiana y una idea generalizada de que no hay nada qué hacer para superar los eternos problemas, la población negra abandone sus luchas colectivas y sus territorios ancestrales, incluyendo, por supuesto, el control étnico-territorial de Buenaventura y de su zona rural.
No se descarta que existan estrechas relaciones entre grupos paramilitares y corporaciones internacionales (multinacionales) que a toda costa buscan convertir el puerto y manejar la infraestructura en función de un comercio que poco beneficia a los pobladores.
La Ciudad puerto puede ser un caso paradigmático de las condiciones de animosidad étnica, promovida desde los centros de poder regional y nacional. Y es así, porque desde las lógicas e intereses de actores económicos locales y regionales, se vienen diseñando planes de desarrollo[1] para Buenaventura. Se echan al aire globos de crecimiento económico a espaldas de una realidad social y política inocultable: extrema pobreza, múltiples violencias y Estado local colapsado[2]. En esos globos van propuestas como convertir a Buenaventura en un puerto que supere los rendimientos de sus ‘similares’ de El Callao y Valparaíso. Singapur aparece como referente para darle a la ciudad costera el giro estético y logístico con el que sueñan la Cámara de Comercio y la Sociedad Portuaria, entre otros. Ahora quieren posicionar a Buenaventura como la capital de la Alianza Pacífico, a pesar de que su lanzamiento se hizo en Cartagena. Otra prueba clara de la animosidad étnica que se promueve desde las altas esferas del poder político bogotano.
Iniciativas todas que se piensan a espaldas de las complejas condiciones de vida que se presentan hoy en Buenaventura. Obras como el Malecón y el bulevar Bahía de la Cruz, la terminación de la doble-calzada y los constantes y costosos dragados del canal de acceso, entre otras, parecen caminar de forma paralela a los problemas de convivencia, de seguridad, de orden público, de pobreza y de incertidumbres sociales que Buenaventura exhibe de tiempo atrás y que guardan relación con los cambios sociales, políticos y ambientales que se están produciendo a lo largo y ancho de la región del Chocó Biogeográfico.
Sacar a la gente de las zonas de baja mar y llevarlas a la zona continental hace parte de los proyectos modernizadores que se vienen imponiendo, con el doble propósito de debilitar el Proceso de Comunidades Negras (PCN) y de imponer la visión blanca de un desarrollo que solo beneficia a unos cuantos. Lo que confirma el malestar que sienten los inversionistas extranjeros y nacionales hacia la cultura afro allí presente en Buenaventura y en todo el Pacífico colombiano.
La desventura del pueblo afro de Buenaventura radica en un fuerte racismo, en las fracturas de sus procesos identitarios y en el colapso del Estado local. Vuelvo a insistir en la idea en que los graves problemas que afronta Buenaventura obedecen a una estrategia bien pensada por una élite blanca empresarial que de tiempo atrás supo sembrar dudas y semillas de corrupción en particulares agentes políticos afrodescendientes que de manera directa e indirecta, le han hecho el juego a la animosidad étnica que se respira desde Bogotá y Cali, hacia las costumbres de un pueblo afro sometido por las lógicas de un proyecto moderno en el que lo ancestral es visto como anacrónico y contrario a la idea universal de desarrollo económico y progreso. Dentro de esa visión de desarrollo económico, las actividades ilegales vienen “modernizando” a Buenaventura, al tiempo que se erosiona la identidad afrocolombiana allí presente. A lo que se suma, el triunfo del individualismo posesivo del que hablan Cortina y Cornill (p. 20).
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[1] Baste con recordar iniciativas como Plan Pacífico y hasta el mismo Proyecto Biopacífico, con el que de muchas maneras se han prometido pagar esa deuda histórica que el Estado tiene con el puerto, con el Pacífico y con el Chocó Biogeográfico en general.
[2] Es clara la cooptación mafiosa del Estado local, bien por grupos políticos que administran los recursos públicos con criterios clientelistas, lo que termina en el despilfarro o la desviación de fondos con destinación precisa. La corrupción campea por el municipio.
Germán Ayala Osorio, comunicador social-periodista y politólogo
Foto tomada de: El Espectador
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