Las acciones que distintos actores ponen en práctica para abordar las violencias y sus legados se denominan “políticas de tratamiento del pasado”. Y el ejercicio de memoria es una acción fundamental para aquellas políticas. La construcción de lugares de memoria; la producción cultural que busca reflexionar y representar el pasado; lo que se pone de manifiesto en la presencia de conmemoraciones públicas; también, en el creciente interés académico por analizar las formas de recuerdo; y las distintas versiones que se elaboran sobre el pasado, que en ocasiones entran en disputa, son ejercicios de memoria.
El impulso dado a la memoria histórica adquirió relevancia en los contextos postdictatoriales del Cono Sur latinoamericano, cuando los escenarios transicionales configuraron un espacio de debate sobre los pasados de violencia política. En ellos, las experiencias de las víctimas de violaciones a los derechos humanos comenzaron a ser narradas y reconocidas públicamente, ante la escucha oficial dispuesta por los Estados a través de comisiones de verdad y juicios a los perpetradores.
Aunque este proceso se ha desplegado con distinta intensidad y ritmo en los países que vivieron dictaduras, existen ciertas similitudes en los casos de Argentina y Chile. Y resulta interesante colocarlo en diálogo con la experiencia de Colombia, y las formas en que el problema de la memoria histórica ha irrumpido en este país.
La memoria, entendida como la forma de entablar una relación con el pasado a partir de las condiciones del presente, entró en la escena de Argentina y Chile al finalizar las dictaduras, cuando la violencia ejercida a través del terrorismo de Estado había cesado. Si bien verdad y justicia fueron las demandas enaltecidas por el movimiento de derechos humanos en cada país, la memoria adquirió fuerza cuando los contextos políticos y la acciones gubernamentales manifestaron limitaciones o restricciones para alcanzar esos fines, en pro de favorecer la reconciliación nacional.
De esta manera ocurrió en Argentina, entre fines de los años 80 y comienzaos de los 90, cuando se promulgaron las llamadas “leyes de impunidad” (Punto Final y Obediencia Debida) y los indultos a los perpetradores. También en Chile, con la detención de Pinochet en Londres en el año 1998, episodio que ratificó las dificultades que se enfrentaban en el país para ejercer justicia por los crímenes de lesa humanidad.
Impulsada por las acciones de organizaciones de derechos humanos, la memoria irrumpió como un medio para combatir la impunidad, y se incorporó a las demandas de la sociedad civil. Aquello se experimentó como signo de una nueva etapa porque, si bien en ambos países se habían implementando medidas de reparación a las víctimas (acciones de reparación material y simbólica, entre otras), la memoria histórica comenzó a constituir una preocupación adicional, e incluso específica, para agrupaciones de víctimas y nuevos colectivos. Organizaciones cuyo objetivo principal fue presevar la memoria frente a las tentativas de silencio y olvido.
Tanto fue así que para la década del 2000, la demanda de memoria fue atendida en Argentina por instancias gubernamentales, que la asumieron como parte de políticas estatales: reformaron programas escolares, decretaron un día nacional de la memoria, y crearon Espacios para la Memoria sobre el Terrorismo de Estado en ex centros clandestinos de detención, tortura y exterminio (CCDTyE), entre muchas otras medidas.
En Chile, la demanda de memoria corrió con menos suerte, hasta el día de hoy se manifiesta como una política empujada fundamentalmente por la sociedad civil. No obstante, aquello no impidió que, al igual que en Argentina, las memorias del terrorismo de Estado basadas en las experiencias y recuerdos de sus víctimas, hayan logrado situarse en una posición dominante respecto de otras memorias sobre las dictaduras.
Ex CCDTyE ESMA, Argentina, 2004.
En Colombia, la irrupción de la memoria histórica es más reciente. Finalmente, y luego de más de 50 años de enfrentamientos armados entre fuerzas militares, paramilitares y guerrillas, las víctimas han sido reconocidas por el Estado. También, se han creado instituciones y programas para reconstruir y promover la memoria histórica, aún cuando el conflicto no ha cesado. Como se advierte en la Ley de Justicia y Pazde 2005, se destinó un capítulo específico a la memoria histórica.
El Estado colombiano buscó incluir la memoria como parte de las iniciativas institucionales destinadas a abordar el conflicto. Pero al no aparecer en un contexto de posconflicto, la memoria se funde entre demandas de verdad y justicia de las víctimas ante el proceso de desmovilización de paramilitares y guerrilleros, y en la emergencia de un escenario de impunidad con la violencia, que se intenta dejar atrás.
Las distintas medidas gubernamentales han tenido su correlato en la mencionada Ley de Justicia y Paz de 2005; en la Ley 1408 de 2010, por la cual se rinde homenaje a las víctimas del delito de desaparición forzada y se dictan medidas para su localización e identificación; y en la Ley 1448 de 2011, de Víctimas y de Restitución de Tierras. Leyes que intentaron forzar un proceso transicional en Colombia, pero que no se han desplegado en un momento posterior al conflicto armado. De hecho, más allá del Acuerdo de paz entre el gobierno y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en 2016, aún existen grupos paramilitares y organizaciones o frentes guerrilleros que todavía no se han desmovilizado, y disputan el poder estatal, o al menos el monopolio legítimo de la fuerza en muchos territorios de este país.
Es evidente que la memoria puede emerger como un tema de agenda pública toda vez que las personas y comunidades requieren dar cuenta de su pasado y entender su situación en el presente. Por lo tanto, el desafío que impone el caso colombiano es pensar el rol de la memoria en un contexto de violencia que está experimentando nuevas etapas, ya sea por declive, persistencia o transformación. En este marco, la memoria puede jugar un papel principal como reparación por parte del Estado, reconocimiento y visibilización de las víctimas.
Por otra parte, es preciso advertir que en contrapunto con los procesos de memoria desarrollados en Argentina y Chile, pero también en otros países del Cono Sur como Uruguay, las posibilidades de arribar a una memoria emblemática relativa al conflicto parece más complejo. El conflicto armado interno en Colombia diverge en la dimensión del daño y la heterogeneidad de hechos victimizantes. En Argentina y Chile los procesos de memoria se han centrado en las víctimas del terrorismo de Estado, especialmente en los detenidos-desaparecidos, presos políticos y sobrevivientes de centros clandestinos de detención, tortura y exterminio, que desde el período de las dictaduras se asumieron como las experiencias emblemáticas. Mientras, en Colombia, el perfil de víctima es más heterogéneo y la población afectada, inmensa. Las agencias internacionales calculan que existen más de 8 millones de víctimas del conflicto armado, incluyendo a desplazados, desaparecidos, asesinados, secuestrados, menores de edad reclutados a la fuerza, amputados por minas antipersonales, entre otras.
La dimensión del daño y las características del conflicto armado interno colombiano no son una cuestión menor, y ello también ha implicado abordajes diferenciales sobre los hechos victimizantes, desde el Estado, desde los organismos no gubernamentales (ONG) y desde las agencias internacionales que intervienen en el campo de los derechos humanos y el derecho internacional humanitario (DIH).
En los países del Cono Sur, los organismos de derechos humanos locales, junto a ONG (como Human Rights Watch y Amnesty Internacional) y agencias internacionales, han priorizado un enfoque centrado en los derechos humanos y en los mecanismos jurídicos de reparación. En Colombia, en cambio, además de este tipo de enfoque, ha sido necesario paliar la catástrofe humanitaria promoviendo medidas extrajudiciales de reparación, donde el discurso del perdón y la reconciliación ha ingresado con mayor fuerza.
Lo anterior incide tanto en las claves de lectura sobre la violencia política y el rol de la memoria, como en las acciones priorizadas para abordar las múltiples consecuencias del conflicto armado. A partir de los distintos informes del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), ha quedado de manifiesto la dificultad para elaborar una narrativa única capaz de representar las experiencias de violencia. Por lo cual estos informes abordan diversos hechos victimizantes considerados emblemáticos del conflicto armado interno y, no sin polémica, identifican responsabilidades que incluyen al Estado como uno de los actores que ha intervenido en varios de estos crímenes, tales como las ejecuciones extrajudiciales de jóvenes presentados como guerrilleros dados de baja en combate.
Villa Grimaldi, Chile, 2016.
En este sentido, Colombia tiene la oportunidad de reconocer la complejidad de causas y consecuencias del conflicto armado, y la diversidad de posibles memorias. También, la posibilidad de recorrer el camino inverso que siguieron Argentina y Chile, donde las urgencias de la transición a la democracia legitimaron los recuerdos trágicos basados en la muerte, tortura y desaparición de amplios sectores sociales, y eclipsaron otras dimensiones de la experiencia dictatorial que resultaron dañinas para la población, y que ayudan a comprender el impacto de las violencias en nuestras sociedades.
A la vez, la focalización en las violaciones a los derechos humanos como una característica de los períodos dictatoriales, traducido en memorias sobre el terrorismo de Estado, extendió la idea de que en las recuperadas democracias la violencia política había cesado, impidiendo detectar y comprender ciertas continuidades entre dictadura y democracia. De hecho, organizaciones sociales como el CELS o CORREPIestán hoy reclamando en Argentina por la desaparición de cientos de jóvenes en democracia, como el caso de Santiago Maldonado, detenido-desaparecido por la Gendarmería durante una movilización mapuche por el derecho a la tierra.
Sin dudas, en el caso colombiano, la experiencia del conflicto redefine la relación entre violencia política y Estado de derecho: el conflicto armado interno se ha desplegado durante regímenes mayoritariamente democráticos, aunque a lo largo de su historia se hayan declarado numerosos y prolongados estados de excepción. Y, a su vez, problematiza la comprensión de la memoria como un marco privilegiado para enfrentar el pasado de violencia, pues el conflicto armado aún está vigente. Es por ello que reflexionar desde el Cono Sur sobre la situación colombiana nos permite repensar la frontera que hemos consolidado entre dictadura y democracia a través de diferentes políticas de memoria, que hoy, a la luz de otras violencias institucionalizadas, se ven claramente tensionadas.
ANA GUGLIELMUCCI: Doctora en Antropología de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Integrante del Grupo de Trabajo de CLACSO Memorias colectivas y prácticas de resistencia.
LORETO LÓPEZ: Antropóloga de la Universidad de Chile, Magister en Estudios Latinoamericanos y candidata a Doctora en Ciencias Sociales por la misma Universidad. Integrante del Grupo de Trabajo de CLACSO Memorias colectivas y prácticas de resistencia.
Imagen: Mural hechos victimizantes, Colombia, 2016.
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