La detención el 19 de octubre de Eduardo Cunha, expresidente de la Cámara de Diputados, podría destapar una caja de Pandora, según la creencia generalizada sobre su estilo de liderazgo, respaldado por negocios oscuros.
Las revelaciones de Cunha, quien hizo carrera en el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), pueden fulminar al nuevo gobierno encabezado por el exvicepresidente Michel Temer, tras la destitución de la titular, Dilma Rousseff, en un juicio político del Senado el 31 de agosto.
A eso se suma el acuerdo del conglomerado Odebrecht, que reúne a la principal constructora, la mayor petroquímica privada de Brasil y a otras grandes empresas, para colaborar con la justicia en las investigaciones sobre la desviación de miles de millones de dólares de la petrolera estatal Petrobras.
Unos 50 jerarcas de Odebrecht aportarán datos sobre sobornos y financiación ilegal de campañas electorales que podrían involucrar a más de 200 dirigentes políticos renombrados, según una lista conocida desde marzo pasado. El grupo empresarial tenía un departamento solo para cuidar las transacciones irregulares.
Marcelo Odebrecht, quien presidía el grupo hasta su detención en junio de 2015, resistió la llamada “delación premiada” para reducir penas, y a la que ya adhirieron más de 50 acusados en la Operación “Lava Jato” (lavado de autos), que investiga la corrupción en la petrolera estatal Petrobras.
Lo convenció su padre, Emilio Odebrecht, patriarca de la familia y presidente del Consejo de Administración de las empresas, para evitar la quiebra del grupo.
La iniciativa “Lava Jato”, iniciada en marzo de 2014, es hasta ahora la más efectiva contra los empresarios, porque la mayoría de los políticos involucrados disfrutan del “foro privilegiado”.
Es que en Brasil, parlamentarios y miembros del Poder Ejecutivo, como el presidente, ministros y gobernadores de estado, solo pueden ser juzgados por la Suprema Corte, el Superior Tribunal Federal (STF) cuyos juicios suelen demorar años, por la acumulación de tareas, incluyendo la de dirimir controversias constitucionales.
Por ello, decenas de parlamentarios siguen activos, aun estando imputados o denunciados en varios procesos judiciales, no solo en “Lava Jato”. Es el caso del presidente del Senado, Renan Calheiros, bajo investigación en una veintena de casos de corrupción y lavado de dinero.
El mecanismo también permitió a Cunha permanecer como presidente de la Cámara de Diputados durante un año y medio, a pesar de las denuncias por mantener cuentas ilegales en Suiza y abusar de sus poderes para trabar los trámites de la Comisión de Ética, que discutía la posibilidad de anular su mandato parlamentario.
Fue necesario que el STF, en decisión de dudosa constitucionalidad, suspendiera su presidencia de la Cámara para la conclusión del proceso que se prolongó por 11 meses, un período sin precedentes, hasta condenarlo por violación del decoro parlamentario y proscribirlo de la vida política por ocho años.
No tuvieron esa suerte algunos dirigentes del Partido de los Trabajadores (PT), que gobernó Brasil desde comienzos de 2003 hasta el 12 mayo de 2016, cuando la expresidenta Dilma Rousseff fue alejada del cargo para responder al proceso de inhabilitación llevado adelante por el Senado, y que terminó con su destitución el 31 de agosto.
Además, están presos José Dirceu de Oliveira y Antonio Palocci, exdiputados y exministros del PT señalados como posibles sucesores de Luiz Inácio Lula da Silva, quien presidió Brasil de 2003 a 2010.
Sin mandato parlamentario o cargo en el gobierno, fueron presas fáciles del juez Sergio Moro, que coordina la “Lava Jato” y recibe elogios como el gran héroe del combate a la corrupción en Brasil.
Y lo mismo le puede ocurrir a Lula, ya acusado en tres procesos como receptor de ventajas indebidas de empresas favorecidas en contratos con Petrobras y bajo investigación en otros casos de corrupción. En una supuesta lista de Odebrecht aparece como beneficiario de ocho millones de reales (2,5 millones de dólares), según la prensa.
Lula rechaza las acusaciones y las atribuye a un intento de destruir el PT y su “proyecto político”, que benefició a millones de brasileños pobres.
Las “delaciones” de Cunha y de los ejecutivos de Odebrecht multiplicarían las denuncias contra políticos de todos los partidos relevantes, dificultando la supervivencia de líderes parlamentarios y arruinando más aún la ya escasa credibilidad de los políticos brasileños.
Además, la presión popular para que la Suprema Corte juzgue con menos lentitud a los parlamentarios, ministros y gobernadores involucrados en casos de corrupción puede llegar a ser irresistible.
De hecho, está en juego todo el sistema político construido desde la década de 1980, cuando cayó la dictadura militar instalada en Brasil en 1964.
El mismo presidente Michel Temer, además de allegado a Cunha, fue mencionado en “delaciones premiadas” como receptor de dinero proveniente de corrupción para financiar campañas electorales de su PMDB, partido que tiende a ser el principal blanco de las nuevas denuncias, como ha sido el PT hasta ahora.
La tensión generada por esta nueva fase de la campaña anticorrupción agravó los conflictos entre los poderes Legislativo y Judicial.
El presidente del Senado impulsa la aprobación de una nueva ley que castigue abusos de autoridad, delitos que, en su opinión, aumentan entre órganos de Justicia, como el Ministerio Público y la Policía Federal, incluso entre algunos jueces.
El proyecto procura frenar el combate a la corrupción, según Moro y los fiscales, acusados por sus críticos de exceder los límites legales con acciones como detenciones preventivas durante meses, interrogatorios bajo “conducción coercitiva” injustificada de muchos sospechosos, incluso del expresidente Lula, y trascendidos de testimonios secretos.
Mientras, el Ministerio Público propuso 10 medidas de combate a la corrupción en un proyecto de ley respaldado por dos millones de firmas de electores. Los parlamentarios, ya amenazados por las investigaciones conducidas por el juez Moro, tenderían a rechazar tal propuesta, pero también temen desafiar a la opinión pública.
Las discrepancias degeneraron en un conflicto con la detención de cuatro guardias legislativos del Senado, el 21 de octubre. Calheiros tildó de “fascistas” los métodos de la Policía Federal, que ejecutó la acción. Un simple “juizeco” de primera instancia no podría autorizar la invasión del Poder Legislativo como pasó, se quejó el senador.
El deterioro de la situación hace más urgente una reforma política, un reclamo generalizado desde hace tiempo, pero con centenares de políticos luchando por sobrevivir, parece imposible que los parlamentarios aprueben soluciones expiatorias.
Mario Osava
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