Una primera mirada a estas actuaciones, desde una óptica jurídica, nos debería alarmar. La democracia depende, por entero, de la posibilidad de que se presenten ideas contrarias en distintos escenarios. Algunas serán aceptables para algunos y cuestionables para otros. Pero el punto central es que la democracia es un debate de ideas. Al menos, insisto, desde una perspectiva jurídica (igual que una política o filosófica).
En este debate de ideas varios elementos son cruciales y tienen una manifestación clara en el catálogo de derechos. Por un lado, la libertad de expresión, en su variante de la libertad de opinión. Todas las opiniones son válidas y protegidas, mientras no lleguen al insulto. Así, el que un lado considere que el otro es un esperpento y que se apoya en las maquinarias más terribles, es una opinión que debe ser respetada. Dicha opinión se protege tanto en su contenido como en su emisión. Es decir, se protege la libertad de expresar qué se piensa y la manera en que se desea expresar. Sea en prensa, en medios digitales o en la plaza pública. En este último evento, se protege, para que la emisión sea real y efectiva, el derecho de reunión.
Para apoyar estas opiniones es legítimo emitir información, la cual está altamente protegida, en tanto que no sea falsa. Ahora bien, frente a mucha información existen posturas. Por ejemplo, si alguien propone la desregulación (información) es posible expresar que es una forma de neoliberalismo (opinión). Lo contrario, esto es, que se proponga la intensa regulación (información) puede legítimamente ser opinado como una forma de intervencionismo estatal (opinión). En algunos casos, la opinión sobre la información tiene tal grado de consenso que se estima como una información.
Lo que no está protegido es que se emita información falsa y, so pretexto de la libertad de opinión, se pretenda que no sea posible cuestionar la información. Por mucho que se quiera, el mal de lo primero infecta al segundo.
Pues bien, este es el primer asalto a los derechos fundamentales de los colombianos. Nos han desinformado. Por ejemplo, se ha afirmado que existe un pacto entre un sector y otro para asesinar a un político; se ha dicho que un sector ha promovido el castrochavismo y que el otro sigue favoreciendo el paramilitarismo. Que se sepa, públicamente nadie ha pactado asesinatos, promovido el castrochavismo o el paramilitarismo. Que existan indicios, sospechas o ideas delirantes, es otra cosa, pero no información
Quienes emiten esas informaciones falsas son responsables por lo que ocurra. Y pueden ocurrir muchas cosas. Bien se sabe que la libertad de expresión admite pocas restricciones. Algunas son claras, como la prohibición del insulto. Pero otras se olvidan, sobre todo en el enrarecido escenario colombiano. Me refiero a la apología al odio y a la violencia.
En 2010 Bernard Hategekimana, periodista y editor del periódico Kamarampaka de Ruanda, fue condenado a prisión perpetua por su participación en la masacre de la etnia Tutsi. Se le condenó, no por haber asesinado miembros de la étnica Tutsi, sino por instigar a los Hutus a asesinar a sus contrincantes. En otras palabras, por apología al odio y a la violencia.
Se podrá decir que “hay mucho trecho entre la situación de violencia en Ruanda y en Colombia”. Sin embargo, el precedente es importante. El fuero de periodista o de político no es una coraza para evitar la sanción por violación de derechos humanos. En el contexto colombiano, los contrincantes políticos no deben olvidar que su discurso político está cargado emotivamente y, en esa medida, son responsables por la violencia y el odio que generan. No importa de qué lado venga el odio o la violencia. Esto también cabe para los periodistas, prestos a impulsar la contienda, al punto que rayan con la instigación. Muchos, al fin y al cabo, viven del espectáculo.
Esto lleva a evaluar los ataques, bloqueos o atentados durante las manifestaciones políticas. El uso de tácticas violentas para imposibilitar las actividades políticas de los opositores no es nuevo. En 1929, Hitler conformó las SA (Sturmabteilung), una milicia privada con funciones de mantener el orden en sus mítines, pero también para obstaculizar a los opositores. Estas fueron una ficha importante (posiblemente clave) para que el partido Nazi llegara al poder y… el resto es historia.
No hay que llegar a los extremos de conformar una milicia privada para impedir la actividad política de contrincantes. Basta con contratar o instigar a miembros del partido o a personas afines al mismo, para que realicen actos de sabotaje de las manifestaciones de la contra parte. Contrataciones o instigaciones que pueden ser directas para enfrentar un acto en particular o indirectas, generando un ambiente donde la opinión contraria es rechazada de forma violenta. Sea lo que fuere, estamos ante la violación de derechos fundamentales. Sin su respeto, el juego democrático es una farsa. Tristemente, es lo que se ha visto en esta primera etapa de la campaña.
Ahora miremos estos acontecimientos desde otro punto de vista. La manifestación externa del ejercicio del poder suele ser una puesta en escena. La ubicación del poderoso, por ejemplo, alejado de un miembro del partido, significa el poco poder del excluido. Llenar una plaza pública, sea con seguidores o mercenarios, se ve como una muestra de apoyo. De hecho, baste recordar el debate en torno a la posesión de Trump, es importante la cantidad de personas que acuden a ver y a escuchar a un político. En esa misma medida, la imposibilidad (así sea violenta) para realizar una manifestación política, se ve como un fracaso. No importa que en el camino la contraparte viole todos los derechos constitucionales (la prensa no capta esos detalles). Lo mismo puede decirse de los trinos, que, si no son contestados de manera rápida, contundente y virulenta, también son muestra de debilidad y, en esa medida, no merecedora de apoyo político.
Dada la importancia de esa puesta en escena ¿hay límites? ¿Deberían existir? Pues depende. La respuesta puede ser algo inesperada y requiere de una explicación. ¿De qué depende? Depende del tipo de sociedad que queramos. ¿Queremos una sociedad libre o una autoritaria? Esa es la primera pregunta y, la central. En una autoritaria, estará justificado el uso de la violencia y la eliminación de la opinión ajena. En ese caso, será legítimo destruir la puesta en escena del enemigo. Si queremos lo otro, esto es, una sociedad libre, donde las ideas y expresiones de las más variadas voces tengan posibilidades, el límite es, en primer lugar, la violencia. En ese contexto, será prohibido impedir la puesta en escena y ganará quien logre el escenario más llamativo, que atraiga a más seguidores.
Lo que no puede ocurrir es que so pretexto de defender una sociedad libre (sea que se entienda por libre la sociedad liberal o socialista) se termine acudiendo a la violencia. La vilipendiada frase de Santander, que aparece en el Palacio de Justicia, no se ha terminado de entender. Frente a quienes impedían la autodeterminación, los neogranadinos nos alzamos en armas. Y para ejercer la autodeterminación, debemos recurrir a los límites (valga decir, al derecho -derechos humanos y derechos constitucionales- y la razón). Pero, al parecer, entendimos que las leyes nos dieron la independencia y las armas la libertad. Por eso, en este país de leguleyadas, todos los bandos recurren a la violencia para resolver (imponer) sus asuntos.
Como toda puesta en escena, se recurre a una mezcla de razón, emoción y pasión. No es nuevo, como lo atestiguan los discursos atenienses. Pero la cuestión es qué tipo de razones, emociones y pasiones apoyan la puesta en escena. En el actual escenario político colombiano todo se resumen en un medio: el miedo. Desde los acuerdos de paz con las FARC-EP (el grupo terrorista) nos han vendido la idea de que las FARC-EP (el grupo político) tiene un plan macabro para convertir a Colombia en un espejo de la actual Venezuela. En torno a esta idea básica, los bandos han construido barricadas, muros y torres desde donde se avivan los miedos de unos y otros. Los unos acusan a los otros de apoyar secretamente dicho plan macabro, que llevará a toda clase de vejámenes y la negación de lo sagrado. Los otros, que sus opositores buscan reinstaurar el régimen de muerte y desolación paramilitar, que llevará, igualmente, a toda clase de vejámenes y la negación de lo sagrado.
Entra tanto, los ciudadanos, enceguecidos por el miedo, nos movemos entre uno y otro extremo, sin razonar sobre las propuestas de uno y otro lado. Propuestas que, llevados por el mismo miedo, no son considerados en su dimensión y, amparados en la ceguera, se quedan en meras propuestas sin fundamento e irreales. Al fin y al cabo, no es necesario ir más allá, pues el miedo arrastra a la población. No importa el nivel económico o intelectual.
En una danza continua, las puestas en escena de un bando y sus supuestos aliados se convierten en aliciente y combustible para el bando contrario y sus supuestos aliados. ¿No es acaso las FARC-EP (partido político) el mejor combustible para el Centro Democrático? ¿No son los trinos de Uribe la leña que necesitan los seguidores de Petro? ¿No es Maduro el jefe de campaña de Uribe? Y, frente a esto, ¿qué hacen los otros? El que se calla, pierde la batalla (De la Calle, Fajardo, etc.). El que intenta meterse, aparece como un oportunista (Vargas).
¿Qué tiene que ver esta danza con lo que veníamos tratando? El resultado de esa danza: la violencia. El ser humano responde al miedo, primitivamente, con la huida o la lucha. Al traducir esto a la realidad colombiana tenemos dos reacciones. De un lado, nos alineamos y nos alistamos para la batalla (recuerden, creemos que las armas nos darán la libertad) para impedir que el enemigo ponga su puesta en escena y, por otro, nos alejamos y caemos en la apatía política. Sea como fuere, el devenir es el continuo marchitamiento de la democracia y su posible extinción. Al ocurrir, que no se nos olvide que las leyes no estarán ahí para garantizarnos la independencia… frente al tirano de turno.
HENRIK LÓPEZ STERUP: Profesor de la Universidad de los Andes. Sus opiniones no expresan la postura de la Universidad de los Andes.
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