Llegará el momento de hacer un balance de lo que nos dejó la irrupción de las guerrillas en los años 60, más allá de los ámbitos militar y político en los que tradicionalmente se inscribieron los análisis y la comprensión del devenir de la confrontación armada. Y dicho análisis bien podría partir de la relación amigo-enemigo que brotó de la doctrina de seguridad nacional y por supuesto, de las naturalizadas prácticas de lo que se conoce como el racismo estructural, el clasismo y el arribismo, tres graves fenómenos en los que confluyen el individualismo moderno como máxima expresión de la crisis de la solidaridad y de todo aquello que dio sentido a que el ser humano es, fundamentalmente, un animal social. Y en el arqueo al conflicto armado interno, con todo y sus protagonistas, hay que decir que el aborrecimiento o la tirria desbordó el escenario militar y político, y se instaló en las relaciones sociales cotidianas, en las maneras de asumir la economía y de entender el sistema capitalista y, por supuesto, en la consolidación de un sistema político que en lugar de promover prácticas democráticas, terminó por afianzar un cerrado modelo de democracia social, económica y política.
En ese camino, odiar o la repulsión hacia el Otro diferente, se volvió paisaje en Colombia. No importa si primero empezamos a odiar a los negros, a los indígenas, a los campesinos; o a los homosexuales, a los de izquierda e incluso, a los poetas, marihuaneros, a los guerrilleros o los nadaistas. Lo realmente importante es reconocer es que los resquemores los empezamos a tramitar en función del lugar que cumplía cada uno de los anteriores y de otros que se pueden sumar a esta penosa lista, o al lugar, en términos de reconocimiento, que pretendía alcanzar dentro de una sociedad poco dada a la discusión dialogada de las diferencias.
Por todo lo anterior, los riesgos de vivir juntos en Colombia son altísimos por cuenta de una notable resistencia a reconocer a los Otros, lo que sin duda alguna constituye un problema comunicativo y dialógico que hace imposible matizar los peligros de convivir. Decía Touraine que “cuando estamos todos juntos, no tenemos casi nada en común, y cuando compartimos unas creencias y una historia, rechazamos a quienes son diferentes de nosotros”.
Quizás la mayor marca que como sociedad exhibimos sin asomo alguno de vergüenza es la del “valor humano inferior” del que habla Norbert Elias, asumido por grupos superiores como un arma que usan contra otros grupos en el marco de una lucha por el poder, por conservarlo o adquirirlo, asumida esa lucha como un medio para conservar la superioridad social que le precede a quienes hacen parte de esos grupos superiores.
Con la llegada al poder de Gustavo Petro y el empoderamiento de miembros de comunidades históricamente marginadas y miradas como “inferiores” (negros, campesinos, indígenas y ciudadanos pobres de barriadas en las principales ciudades del país) se pueden consolidar los odios en esos “grupos superiores” que perdieron el poder político, hacia quienes hoy gozan del privilegio de ser reconocidos por el presidente de la República. Justamente, esos “grupos superiores” fueron durante mucho tiempo la fuente desde donde salieron los elementos y los valores sobre los que fundaron el clasismo, el arribismo y el racismo. Quienes hoy están en la Oposición, en la resistencia y en contra de Petro son los responsables y aupadores de esos tres fenómenos socio-culturales que instalaron a Colombia disímiles formas de violencia, en las que sobresalen prácticas de animadversión étnica, ideológica y política.
Es poco probable que después de cuatro años de un gobierno progresista y cercano a los históricos “nadies y las nadies” se logre un cambio sustancial en las relaciones sociales, fundadas en lo económico. Por el contrario, una vez regresen al poder los aupadores del clasismo, arribismo y el racismo, lo más probable es que la inquina bidireccional aumente y escale a peores formas de violencia contra los proyectos colectivos de afros, indígenas y campesinos, y contra esos otros ciudadanos invisibles que deambulan en las barriadas de las principales ciudades del país.
Germán Ayala Osorio
Foto tomada de: El Observador
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