Empecemos por decir que en uno de los departamentos con más presencia militar, ocurren masacres, incursiones armadas, enfrentamientos y otras formas de violencia. Sí, hablo del Cauca, territorio en el que sobreviven cientos de miles de comunidades afros, indígenas y campesinas, acosadas por múltiples factores de violencia física y simbólica. Por allá patrullan y deambulan sin control oficial, paramilitares, matones, sicarios y narcotraficantes. Ello explica los sistemáticos asesinatos de líderes sociales, defensores del medio ambiente, de los territorios ancestrales, opositores a la mega minería y excombatientes farianos.
¿Será que lo encontrado en la Operación Bastón[1] puede encontrarse alguna explicación a eso que parece contradictorio: a mayor presencia militar, ocurren más masacres, hostigamientos y asesinatos selectivos?
Todos los factores y agentes que hacen presencia en el departamento del Cauca están asociados a una visión de desarrollo económico, y por ello, afros, indígenas y campesinos son hoy los enemigos de terratenientes, latifundistas, empresas mineras locales y extranjeras. Incluso, se podría decir, que esas comunidades han sido enemigas de disímiles gobiernos, incluyendo por supuesto, al actual.
Y es que en donde hay recursos de la biodiversidad, rutas para el narcotráfico y presencia armada (legal), esas comunidades ancestrales resultan ser incómodas. Y lo son de tiempo atrás.
Cómo explicar el histórico abandono de los departamentos en los que negros, indígenas y campesinos resisten a esos agentes modernos, privados y estatales, que a toda costa quieren pasarles por encima? Baste con señalar lo que hoy acontece en el departamento del Amazonas para darnos cuenta de la animadversión[2] que desde Bogotá, como centro de poder económico y político, se profesa en contra de los indígenas. Allá, por cuenta del sempiterno abandono estatal, no hay condiciones para enfrentar los retos médicos y sanitarios de la pandemia del coronavirus. A pesar de que el gobierno de Iván Duque sabía del mal manejo que viene dando el gobierno de Bolsonaro a la pandemia, no tomó las medidas necesarias para proteger a la población mestiza e indígena de Leticia y en general del Amazonas. Y ni qué decir de lo que acontece en el Pacífico colombiano, en donde con enorme claridad vemos cómo la animosidad étnica contra afros e indígenas, aupada desde las élites “blancas” de Cali, Bogotá y Medellín, se puso al servicio de agentes mineros, ganaderos y palmicultores.
En esta Colombia en miscelánea, pasan, por supuesto, más cosas. En particular en el Congreso, una de las instituciones más desprestigiadas del país, se aborda una inusual discusión: un proyecto de ley, en plena cuarentena, que propone que el carriel sea reconocido como patrimonio cultural. Este objeto representa la fuerza y la “verraquera” de los antioqueños que, en el marco de la Colonización Antioqueña, a punta de mula y machete, domesticaron a la Naturaleza.
“En lo ambiental esta fue demasiado nociva ya que la deforestación del territorio de buena parte del país y en especial en Antioquia fue arrasado a punta de hacha y macheta para abrir campo para la producción agraria y la fundación de poblados nuevos donde se pudiera albergar un sin número de pobladores de varias tipologías étnicas y sociales que buscaban un mejor vivir, y había que producir comida y bienes para alimentar tantas gente y tantas bocas”[3].
En todo lo señalado líneas atrás, emerge la idea de un Hombre, de un Macho moderno y Blanco, o por lo menos, “blanquiado”, dispuesto a continuar domesticando a la naturaleza y sometiendo a quienes se opongan a sus ideas de bienestar, asociadas estas a una visión de desarrollo que ha sabido poner en calzas prietas la capacidad de resiliencia de los ecosistemas naturales.
Pero sigamos en este breve recorrido. Y en el mismo escenario legislativo en el que se discute elevar a la condición de patrimonio nacional al carriel, con todo y lo que este representa en términos de machismo y formas de violencia, se conoció que Rafael Uribe Noguera, hombre rico, blanco y de buena apariencia, recibirá disminución en la pena que le fue impuesta por violar, asesinar e intentar desaparecer a Yuliana Samboní, niña pobre, indígena y víctima del desplazamiento forzado.
Es probable, entonces, que ese hombre blanco, aún entrado en años, pueda disfrutar de sus últimos días de vida en libertad. No es posible probar que la decisión judicial haya sido sacada de un carriel, pero si hay motivos para pensar que en la rebaja de la pena haya sentimientos de esa histórica malquerencia que desde ciertos sectores de poder se profesa hacia todo lo que huela a indígena, a ancestralidad.
El listado, por supuesto, continúa, pero es mejor parar aquí, pues no habrá pandemia, por mortal que sea, que logre modificar el cruel destino que al parecer tenemos trazado como sociedad.
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[1] Véase: https://www.semana.com/nacion/articulo/operacion-baston-los-secretos-de-las-redes-de-corrupcion-en-el-ejercito/671835
[2] Véase: http://laotratribuna1.blogspot.com/2014/10/choco-biogeografico-debilidad-estatal-y.html
[3] Tomado de: https://www.periodicoelparamo.com/la-colonizacion-antioquena-tambien-fue-la-colonizacion-de-la-deforestacion-ambiental/
Germán Ayala Osorio
Foto tomada de: Justiciaypazcolombia.com/
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