En el momento en que escribo (enero de 2017) el proceso de paz en Colombia entra en período de implementación después de que la nueva versión del acuerdo entre el Gobierno y las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) fuera refrendada por el Congreso. Están abiertas también las negociaciones de paz entre el Gobierno y el ELN (Ejército de Liberación Nacional). Es un tiempo de oportunidades y de bloqueos, de aspiraciones y de frustraciones, un tiempo de esperanza y de miedo. En suma, un caso paradigmático de incertidumbre, que en la introducción de este libro definí como característica principal de nuestra época. En este postscriptum hago algunas breves reflexiones, todas centradas en las relaciones entre la democracia y la paz, y en el modo como los desarrollos del posacuerdo pueden contribuir a democratizar la sociedad colombiana.
Democracia y condiciones de la democracia
Las teorías de la democracia hasta los años ochenta eran unánimes al considerar que no era posible la democracia sin las condiciones sociales, económicas e institucionales que la hicieran posible. Entre tales condiciones se hablaba de la relación campo-ciudad, de la reforma agraria, de la presencia de las clases medias, de la alfabetización, etc. La ausencia de esas condiciones explicaba que tan pocos países del mundo tuvieran regímenes democráticos. Alrededor de esa fecha ocurrió una auténtica revolución en la teoría democrática, una revolución que, sin embargo, casi no fue percibida. A partir de entonces se invirtió la ecuación y llegó a considerarse que en lugar de que la democracia dependa de condiciones, la democracia era la condición para todo lo demás. Y así el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional pasaron a incluir la existencia de regímenes democráticos como una condición para la ayuda para el desarrollo.
Cuarenta años después y observando la situación de las democracias realmente existentes en el mundo hoy, tanto en los países más desarrollados como en los restantes, que continúan siendo la gran mayoría, es fácil llegar a la conclusión de que dicha revolución fue mucho menos benéfica de lo que en ese momento se pensaba. Aquella pretendía promover democracias de baja intensidad, basadas en criterios mínimos de pluralismo político y con tendencia a estar vaciadas de contenido social, esto es, de los derechos económicos y sociales y de las instituciones del Estado que antes aseguraban los servicios públicos en las áreas de la salud, educación y seguridad social. La democracia fue así promovida por ser la forma más legítima de gobierno débil, que más dócilmente aceptaría la ortodoxia neoliberal de la liberalización de los mercados, de las privatizaciones, del fin de la tributación progresiva, de la promiscuidad entre élites políticas y económicas; en fin, un gobierno al servicio de la globalización neoliberal.
La crisis del neoliberalismo es hoy evidente. No sé si murió, como algunos proclaman, pero por lo menos está dando origen a las perversidades que declaró combatir: los nacionalismos, los movimientos fascistas, el proteccionismo, el crecimiento de la extrema derecha, etc. El capitalismo neoliberal promovió una democracia de tan baja intensidad que hoy tiene poca fuerza para defenderse de los poderes antidemocráticos que la han venido cercando. El problema es saber si para garantizar la continuidad de la acumulación del capital, ahora totalmente dominada por el capital financiero, el capitalismo global está ante la urgencia de tener que revelar su verdadera cara, la de que es incompatible con la democracia, incluso con la de baja intensidad.
El posconflicto colombiano está surgiendo en un período de crisis del neoliberalismo y solo tendrá alguna viabilidad para transformarse en un genuino proceso de paz si, contra la corriente, es orientado a consolidar y ampliar la democracia, esto es, a otorgarle más intensidad a la convivencia democrática de baja intensidad actualmente vigente. Después de la farsa de la narrativa neoliberal —una farsa trágica para la mayoría de la población mundial— de que la democracia no tiene condiciones, el posconflicto solo se transformará en un proceso de paz si acepta discutir creativa y participativamente la cuestión de las condiciones sociales, económicas y culturales de la democracia. La esperanza es que Colombia sea la afirmación inaugural de un nuevo período basado en la idea de que no hay democracia sin condiciones que la hagan posible. El miedo es que revele eso mismo pero como negación.
Democracia y violencia
Incluso sin salir del marco liberal de la teoría democrática, la democracia es incompatible con la violencia política porque la única violencia legítima es la del Estado. La violencia del Estado es legítima en un doble sentido: porque el Estado tiene un mandato constitucional exclusivo para ejercerlo y porque solo la puede ejercer cumpliendo procedimientos, reglas, leyes preexistentes. También a este respecto Colombia es el caso dramático de una democracia desfigurada por la convivencia fatal, durante más de un siglo, con la violencia política ejercida por poderes paralelos al Estado y por el propio Estado desdoblado en un Estado paralelo, del cual el paramilitarismo es la expresión más visible, pero de ningún modo la única. Basta leer la contundente historia del conflicto armado de Alfredo Molano (2015)[1] para que concluyamos que, si el posconflicto no es osado en su ambición, correrá el riesgo de ser un episodio más, entre muchos otros, de una historia de violencia, un posconflicto que mañana será conocido como preconflicto, es decir, como el evento político que dio origen a una oleada más de conflictos violentos.
Democracia y paz
Toda la democracia es pacífica pero no toda la paz es democrática. Hay dos tipos de paz: la paz neoliberal y la paz democrática. La paz neoliberal es la falsa paz, que consiste en continuar la violencia política por vía de la violencia pretendidamente no política. De la criminalidad política hacia la criminalidad común combinada con la criminalización de la política. Orientado hacia la paz neoliberal el posconflicto colombiano será un proceso rápido y relativamente poco exigente a nivel institucional, pero abrirá un período de violencia que por ser aparentemente despolitizada, será todavía más caótica y menos controlable que aquella a la que puso fin. Por las frustraciones que puede generar, la paz neoliberal no solo no contribuirá a consolidar la democracia en un nivel más inclusivo, sino que puede debilitar todavía más la democracia de baja intensidad que la hizo posible.
La paz democrática busca la pacificación de las relaciones sociales en el sentido más amplio del término y por eso pretende eliminar activamente las condiciones que llevaron a la violencia política. La paz democrática se basa en la idea de que los procesos de reconciliación nunca conducen a sociedades reconciliadas si la reconciliación no incluye la justicia social y cultural. Sin justicia no hay cohesión social, el sentimiento mínimo de pertenencia sin el cual la suma de las diferencias de ideas se transforma fácilmente en suma de cadáveres. El posconflicto orientado hacia la paz democrática será seguramente un proceso largo y su éxito se medirá menos por los resultados eufóricos que por el hecho que los conflictos a que seguramente dé lugar sean administrados y resueltos pacífica y democráticamente.
En Colombia, la paz democrática tiene dos desafíos adicionales. En primer lugar, el actual proceso de paz carga consigo el peso (y también el fantasma) de los muchos procesos de paz fracasados que lo antecedieron; un fracaso que trágicamente implicó muchas veces la eliminación de los combatientes rebeldes y de las fuerzas políticas que les eran cercanas. La eliminación física de los dirigentes de la Unión Patriótica quedará para la historia como una de las manifestaciones más siniestras y grotescas de la democracia desfigurada por la violencia. En segundo lugar, el actual proceso de paz tiene que significar una ruptura con el pre-posconflicto constituido por la desmovilización del paramilitarismo en los gobiernos de Álvaro Uribe. En el mejor de los casos, tal desmovilización buscó una paz neoliberal y ocurrió con hostilidad manifiesta hacia la idea de una paz democrática. Considerar que el paramilitarismo es una cosa del pasado es uno de los más peligrosos disfraces de la actual situación.[2]
Democracia y religión
Una de las características del largo conflicto armado que Colombia ha vivido es la fuerte implicación de la religión en su desarrollo. Inicialmente se trató de la implicación de la Iglesia católica, pero hoy militan al lado de ella las iglesias evangélicas. En el caso de la Iglesia católica, la implicación es contradictoria y tiene dos fases incompatibles. Por un lado, en la tradición de Camilo Torres y de la teología de la liberación, las comunidades eclesiásticas de base que emergieron después del Concilio Vaticano II han desempeñado un papel importante en las organizaciones comunitarias que luchan contra la concentración de la tierra, la injusticia social y la violencia. Muchos de los clérigos y laicos que han estado al lado de la lucha de los oprimidos por la tierra y por la dignidad han pagado caro, con el sacrificio de la propia vida, su compromiso y generosidad; [3] por otro lado, la jerarquía de la Iglesia católica se ha alineado casi siempre con las fuerzas conservadoras, con las oligarquías terratenientes, bendiciendo sus arbitrariedades e incluso sus violencias. Y hoy aparece muchas veces unida a las iglesias evangélicas, en un siniestro y perverso pacto ecuménico para bloquear la esperanza de una Colombia democrática. De hecho, la religión conservadora cuenta hoy con un número importante y cada vez mayor de iglesias evangélicas, y la gran mayoría de estas tuvo un papel crucial en la victoria del No en el referendo del 2 de octubre de 2016.[4] Es de prever que este proselitismo sea un obstáculo activo para la construcción de una paz democrática. Seguramente actuará en conjunción con otras fuerzas conservadoras, nacionales y extranjeras, que tienen sus propios intereses en boicotear el proceso de paz. Está pendiente saber hasta qué punto las agendas conservadoras convergerán. Mientras más converjan, mayor será el riesgo para la paz democrática.
Democracia y participación
La incógnita principal que enfrenta la paz democrática es la de saber qué fuerzas sociales y políticas están dispuestas a defenderla y con qué grado de activismo. Los referendos son un instrumento importante de democracia participativa, pero solo cuando son promovidos a partir de la sociedad a través de grupos de ciudadanos, y no cuando son promovidos por partidos y líderes políticos. En este último caso, como ocurrió recientemente en Inglaterra con el voto por la salida de la Unión Europea (Brexit), y como pudo haber ocurrido en parte en el referendo colombiano, el resultado tiende a estar contaminado por el juicio sobre el líder político que promovió el referendo. El caso colombiano tiene alguna especificidad al respecto porque verdaderamente solo hubo campaña a favor del No. Este hecho debería suscitar una profunda reflexión, porque parece revelar una desconexión peligrosa entre los partidos progresistas, las organizaciones de derechos humanos y los movimientos sociales, por un lado, y la Colombia profunda, por el otro.
Este hecho parece indicar que la paz democrática va a necesitar mucha energía participativa, mucho más allá de los procesos electorales, que en Colombia son históricamente excluyentes. He ahí, por lo demás, una de las razones que llevó a la creación de la guerrilla del período más reciente. Parece evidente que el proceso de paz democrática exigirá una articulación entre democracia representativa y democracia participativa. Tal articulación es hoy necesaria en todos los países democráticos para redimir la misma democracia representativa que, por sí sola, no parece capaz de defenderse de sus enemigos. En el caso de Colombia tal articulación es una condición del éxito de la paz democrática. Esta tiene que transformarse en una agenda práctica y cotidiana de las familias, de las comunidades, de los barrios, de los sindicatos, de las organizaciones y movimientos sociales. Tiene, pues, razón Rodrigo Uprimny cuando, el 3 de diciembre de 2016, sostenía en su columna de El Espectador que:
(…) la refrendación e implementación de la paz no es algo que se resuelve en un solo instante, sino que es un proceso complejo y progresivo, que puede incorporar diversos mecanismos en distintos momentos. Propongo entonces algunos mecanismos, que tienen diverso grado de institucionalización y gozan de diversas fortalezas y debilidades: i) los cabildos abiertos, que pueden usarse para avalar el acuerdo a nivel local y regional, y para debatir participativamente medidas locales de implementación; ii) iniciativas populares legislativas para algunas de las medidas de implementación […]; iv) las mesas de víctimas en las regiones y los comités de justicia transicional, que permitirían apoyar y afinar localmente las medidas de verdad y reparación; v) los consejos territoriales de paz, que podrían usarse para apoyar y debatir otras medidas locales de paz; vi) la movilización social en las calles; y sigue un largo etcétera, pues esta lista no pretende ser exhaustiva. (Uprimny, 2016)
Estas propuestas[5] se refieren solo al primer período del posconflicto, el período inmediato. Muchas otras tendrán que ser pensadas creativamente y puestas en práctica cuando se trate de discutir las cuestiones estructurales que la paz democrática pondrá necesariamente en la agenda política, tales como la reforma del sistema político, las zonas de reserva campesina, la sustitución de cultivos ilícitos que no implique el regreso a la miseria de muchos campesinos, el lugar del neoextractivismo (exploración sin precedentes de los recursos naturales) en el nuevo modelo de desarrollo, la reforma de los medios de comunicación de modo que garanticen la mayor democratización de la opinión pública, la no criminalización de la protesta política, etc. Como el principio de no repetición de la violencia es tan central para el acuerdo de paz, me pregunto si, desde la perspectiva de las víctimas, no sería recomendable que parte de los recursos financieros para la reparación fuera canalizada para financiar y fomentar amplios debates e instrumentos participativos nacionales sobre las diferentes cuestiones que el proceso de paz va a poner de relieve en el transcurso de los próximos años. Tales debates y participaciones deben servir también para revelar y eventualmente poner en la agenda política los vacíos del acuerdo.
Al respecto, el hecho de que las negociaciones de paz con las FARC hayan adoptado el modelo irlandés, es decir, el de mantener las negociaciones secretas hasta la obtención de resultados que apuntaran hacia el éxito de las negociaciones, no fue tal vez una buena medida. Se comprende que el secretismo haya sido adoptado en función de la realidad de la comunicación social colombiana, en la que los grandes medios están dominados por fuerzas conservadoras y poderosos sectores económicos vinculados a la continuación de la guerra o solo dispuestos a una paz raquítica que sirva exclusivamente a sus intereses. En cualquier caso, las negociaciones duraron muchos años y La Habana estaba lejos. Con el tiempo, las negociaciones se convirtieron en un archivo provisional de la Colombia del pasado. Mientras que los negociadores se ocupaban del futuro de Colombia, la opinión pública los iba halando hacia el pasado.
En el momento en que escribo se inician las negociaciones de paz con el ELN. He sabido que este grupo guerrillero tiene una visión diferente de las negociaciones e insiste en que ellas sean acompañadas paso a paso por la sociedad colombiana. Esperemos que tengan la fuerza política y argumentativa para imponer la razón que sin duda tienen. Por otro lado, el ELN ha insistido en subrayar la importancia y la autonomía de las organizaciones sociales populares. Serán las comunidades y los pueblos los que decidan las formas de participación popular. Esta es, además, una de las condiciones de la autonomía de la democracia participativa, y es a partir de esa autonomía que se establecerán las articulaciones con la democracia representativa (partidos y líderes políticos).
Democracia e imperialismo
Cuando analizamos la historia del conflicto armado en Colombia se hace evidente la interferencia constante del imperialismo norteamericano y siempre en el sentido de defender los intereses económicos de sus empresas (piénsese en la tristemente célebre United Fruit Company), los intereses geoestratégicos de su dominio continental y, obviamente los intereses de las oligarquías colombianas que son sus aliadas, unas más dóciles que otras. Con la Revolución cubana el desafío geoestratégico aumentó exponencialmente y la necesidad de aislar a Cuba se convirtió en la gran prioridad imperialista en el continente a inicios de los años sesenta. Por su posición continental, Colombia era un blanco primordial y un aliado especial. Finalmente, ¿no fue Colombia el único país latinoamericano que envió tropas a combatir al lado de los norteamericanos en la Guerra de Corea? Sostiene Molano, en el texto que vengo citando:
El rumbo que tomó la revolución en Cuba, que obligó a Estados Unidos a crear la Alianza para el Progreso como antídoto contra el contagio comunista, le dio un aire nuevo a la reforma agraria. No en vano Kennedy visitó Colombia en la misma semana en que se firmó la Ley de Reforma Agraria. Así, pues, la Doctrina de Seguridad Nacional y la Alianza para el Progreso fueron dos caras de la misma moneda o, si se quiere, la combinación de todas las formas de lucha de Estados Unidos para mantener el statu quo y aislar al mismo tiempo a Cuba. (2015)
La mayor prueba de este alineamiento fue dado en 1961, cuando, en la Conferencia de Punta del Este, Colombia promovió la expulsión de Cuba de la Organización de los Estados Americanos. El eslogan del “aliado regional más fuerte” asumió entonces una nueva justificación. El Plan Colombia, firmado por Bill Clinton en julio de 2000, transformó a Colombia en el tercer país del mundo en recibir más ayuda militar de Estados Unidos (después de Israel y Egipto) y en el país con más ayuda para entrenamiento militar directo por parte de Estados Unidos. El ataque a las Torres Gemelas en Nueva York permitió convertir la lucha contra el narcotráfico y la guerrilla en una dimensión de la “lucha global contra el terror”. De ahí solo había un paso hacia la adopción de la versión colombiana de la nueva doctrina de seguridad nacional de Estados Unidos, la mal llamada “seguridad democrática” del Presidente Álvaro Uribe.
Sabemos que durante la primera década del tercer milenio el big brother no estuvo muy presente en el continente —exceptuando, claro, el Plan Colombia—, pues se ahogó en el pantano de Irak y del Medio Oriente que él mismo creó. Tal vez esto ayude a explicar, en parte, la elección de gobiernos populares con discurso antimperialista, de Argentina a Venezuela y de Ecuador a Bolivia. La agresividad de la presencia imperial volvió a sentirse en el golpe de Honduras contra el presidente electo Manuel Zelaya (2007), y no quedan hoy muchas dudas sobre su injerencia en el golpe institucional que llevó al impeachment de la Presidente Dilma Rousseff en Brasil. ¿Cómo va a reaccionar frente al proceso de paz en Colombia? Todo lleva a creer que las élites políticas norteamericanas están en este momento relativamente divididas. Prueba de esto quizá son los editoriales diametralmente opuestos de los dos periódicos más influyentes, el New York Times y el Wall Street Journal. El primero saludó la adjudicación del Premio Nobel de la Paz al Presidente Juan Manuel Santos, el segundo sostuvo que quien merecía el premio era el gran protagonista del No en el referendo, el ex Presidente Álvaro Uribe. Es bueno, sin embargo, tener en cuenta que esta división es muy relativa. Cualquiera que sea la posición del Presidente Santos, para Estados Unidos él es un defensor de la paz neoliberal, la paz que va a liberar mucho territorio colombiano para el desarrollo de la explotación de los recursos naturales, en donde seguramente estarán muy presentes las empresas norteamericanas. El máximo de consciencia posible del imperialismo norteamericano es la paz neoliberal. Por eso, la paz democrática contará con la resistencia del imperialismo norteamericano, y el éxito de este depende del modo como se articule con las fuerzas económicas y políticas colombianas que defienden también la paz neoliberal. Como esta paz es falsa y está lejos de contribuir al fortalecimiento de la democracia, los demócratas colombianos no van a tener la vida tan fácil como el fin del conflicto lo podría sugerir.
Democracia y derechos humanos
Para quien no defienda la idea de la guerra justa los conflictos armados son por naturaleza una violación de los derechos humanos. De cualquier modo, los conflictos armados son fuente de violaciones de derechos humanos cuando en ellos se cometen violencias y crueldades contra víctimas inocentes, crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra, etc. Las guerras civiles e internacionales de los últimos 150 años fueron particularmente violentas. Para no hablar de las dos guerras mundiales sino solamente de las guerras civiles, la más violenta fue la guerra civil americana, que duró solo cinco años y provocó 1’030.000 víctimas (3% de la población) con cerca de 700.000 muertes. Por esta razón, poner fin a la guerra se considera un bien jurídico y político superior al bien de lograr una justicia integral y castigar a todos los autores de violaciones de derechos humanos como si no hubiese habido guerra. No se trata necesariamente de no castigar (como sucedió en la guerra civil americana) sino de encontrar formas de salvaguardar el juicio público y negativo sobre los actos cometidos sin poner en peligro el bien jurídico y político superior de la paz. Uno de los casos más notorios de las últimas décadas fue la negociación del fin del Apartheid en Suráfrica, que implicó desconocer (mediante acuerdo) el carácter criminal del Apartheid en cuanto régimen, a pesar de ser considerado como tal por las Naciones Unidas, y permitir que los autores de violaciones graves de derechos humanos no fueran juzgados y castigados siempre y cuando confesaran públicamente sus crímenes. El acuerdo de paz en Colombia va más lejos, pero incluso así los seguidores del No encontraron en ese terreno un motivo para sostener su posición y consiguieron transmitir ese mensaje a la opinión pública gracias a su connivencia con los grandes medios de comunicación y mediante mentiras, como enseguida lo reconocieron (Revista Semana, 2016). Estas fuerzas conservadoras tuvieron en Human Rights Watch y en la persona de uno de sus directores, José Miguel Vivanco, un aliado valioso. Vivanco desempeñó con ridícula desenvoltura el papel de idiota útil de las fuerzas que más violaciones de derechos humanos cometieron en la historia del país. Este servicio prestado a estas fuerzas, y al ala más reaccionaria del imperialismo norteamericano, constituyó el grado cero de la credibilidad de la lucha por los derechos humanos por parte de esta organización norteamericana y constituyó un insulto cruel a tantos activistas de derechos humanos que han pagado con su vida el coraje de defenderlos en los frentes de lucha social, bien lejos de la comodidad de los escritorios de Nueva York.
Democracia y diferencia etnocultural
Colombia es uno de los países latinoamericanos en donde, sobre todo después de la Constitución de 1991, se hicieron progresos significativos en el reconocimiento de la diversidad y de la diferencia etnocultural. A eso contribuyó la fuerza organizativa de los pueblos indígenas y afrocolombianos. La jurisprudencia intercultural producida por la corte constitucional en la última década del siglo XX llegaría a transformarse en un modelo para otros países. Lamentablemente, tal como ocurrió en otros países, la elevada concentración de la tierra y el modelo de desarrollo neoextractivista hicieron que los ataques contra las poblaciones indígenas y afrocolombianas continuaran y hasta se agravaran en los últimos tiempos. A pesar del protagonismo político del movimiento indígena y afrocolombiano, en las últimas décadas estos movimientos no tuvieron la participación que sería de esperar en las negociaciones de paz. De ahí la importancia de dar a conocer su reclamo de participar activamente en la construcción de la paz democrática, en el proceso que ahora se inicia.
Así, las organizaciones indígenas reunidas en Bosa (territorio ancestral del pueblo Muisca), en octubre de 2016, aprobaron una declaración notable que, por su amplitud, merece una cita parcial:
Resoluciones IX Congreso Nacional de Pueblos Indígenas:
- REAFIRMAMOS nuestra vocación y apuesta de construcción de Paz. En ejercicio del derecho a la Autonomía y Libre Determinación, con fundamento en las Leyes de Origen y los principios que nos rigen.
- ADOPTAMOS el Acuerdo Final de Paz de La Habana en nuestros territorios, y los declaramos Territorios de Paz.
- REAFIRMAMOS la Movilización Indígena y Social como estrategia de resistencia para propiciar el diálogo y las transformaciones sociales y políticas requeridas con el propósito de volver a llenar de esperanza al país y allanar el camino para construir una sociedad incluyente y con justicia social.
- EXIGIMOS la participación del Movimiento Indígena en el Pacto Nacional propuesto por el Gobierno, para defender, conjuntamente con las grandes mayorías que hemos sido víctimas del conflicto armado, las luchas históricas que como Pueblos hemos emprendido por los cambios sociales y políticos, así como por la pacificación de nuestros territorios. Los pactos de élites, en otrora, han generado mayor violencia, perpetuando las estructuras de poder dominantes.
- RETOMAMOS el Consejo Nacional Indígena de Paz, CONIP, como instancia propia de los Pueblos Indígenas para ejercer la incidencia en los temas relacionados con la Paz, en los temas específicos a las naciones indígenas.
- POSICIONAMOS a la Comisión Étnica para la Paz y la Defensa de los Derechos Territoriales, como instancia autónoma y de autorrepresentación de los Pueblos Étnicos, para liderar los temas relacionados con la Paz y EXIGIMOS la conformación de la instancia especial de Alto Nivel con Pueblos Étnicos, para el seguimiento de la implementación del Acuerdo Final, conforme se estableció en el Capítulo Étnico.
- CELEBRAMOS el anuncio de la fase pública de los diálogos entre el Gobierno Nacional y el Ejército de Liberación Nacional, ELN, confiados en que estos permitirán consolidar la Paz completa, estable y duradera que clama nuestro País. Al tiempo, EXIGIMOS la participación directa de la Comisión Étnica en este proceso. (ONIC, 2016)
Al respecto pienso que es necesario hacer la siguiente advertencia: en el subcontinente y muy particularmente en Colombia el reconocimiento de la diferencia etnocultural es una dimensión de la justicia territorial, y esta, por su parte, es una dimensión de la justicia histórica. No se trata de un problema exclusivamente cultural, se trata de un problema de economía política. En ese sentido, después de la Constitución de 1991 fue promulgada una legislación que concedió territorios (resguardos) a los pueblos indígenas y afrocolombianos. En un país con una concentración de tierra tan elevada y en un contexto en el cual la explotación de los recursos naturales se volvió tan central en el modelo de desarrollo (tal vez sería mejor hablar de modelo de crecimiento) es de prever que las cuestiones de la justicia territorial asuman una conflictividad alta. Dos temas alcanzarán probablemente una agudeza especial. El primero tiene que ver con los conflictos de tierra existentes hoy. Al contrario de lo que se puede pensar, tales conflictos no suceden solo entre grandes propietarios/empresas multinacionales y campesinos; ocurren también entre campesinos pobres y mestizos, pueblos indígenas y pueblos afrocolombianos. En este último caso estamos ante “contradicciones en el seno del pueblo”, que exigirán formas fuertes de democracia participativa para que no se transformen en conflictos violentos o sean aprovechados por los grandes propietarios o por el gobierno para bloquear la legítima reivindicación de la justicia territorial.
El segundo tema tiene que ver con el hecho de que las negociaciones de paz hayan abordado también asuntos de impacto en la justicia territorial, como por ejemplo la reforma agraria y las zonas de reserva campesinas. Estas cuestiones acabarán por estar ligadas a las que suscite el primer tema y también aquí la democracia participativa desempeñará un papel importante sobre todo debido a su carácter descentralizado y, por lo tanto, a su flexibilidad para adaptarse a la inmensa diversidad territorial, agrícola y cultural de Colombia.
Democracia y diferencia sexual
Los movimientos de mujeres también consiguieron victorias importantes en las últimas décadas, pero la violencia sexual continúa; y además, las mujeres fueron durante mucho tiempo víctimas de la violencia, tanto en las zonas de conflicto como fuera de ellas. Su interés en el proceso de construcción de una paz democrática debe ser debidamente tenido en cuenta.
Con este objetivo cito el amplio Manifiesto Político Mujeres por la Paz, del 22 de septiembre de 2016, que contiene la siguiente declaración en uno de sus pasajes:
Nosotras, mujeres diversas, participantes en la II Cumbre de Mujeres y paz, manifestamos:
- Nuestro compromiso en la construcción de un país donde todas las personas, sin distinción alguna, podamos gozar de nuestros derechos, de nuestra autonomía, opinando en completa libertad, sin el temor de ser violentadas ni vivir bajo la zozobra de un país en conflicto.
- Nuestra voluntad de contribuir a un presente y un futuro en paz, que deje atrás los hechos de violencia, aunando esfuerzos para que niñas y niños, mujeres y hombres adolescentes y jóvenes crezcan en la paz y no en el dolor de la guerra.
- Nuestro reconocimiento de los saberes creativos de las jóvenes y sus aportes a la implementación de los acuerdos y la transformación en las dinámicas de la paz reconociendo su voz y su actuar en la construcción de país.
- Que es tiempo de sanar las heridas, de trasformar el odio y la venganza en verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición, de cambiar la indiferencia por el compromiso con la justicia y la paz, de superar las diferencias que nos distancian no para negarlas sino para fortalecer la convivencia democrática. Es tiempo de cerrar la página de la guerra, no para el olvido sino para darle paso a la vida y a la libertad.
- Nuestra objeción de conciencia al uso de la fuerza para la negación del otro y de la otra y nuestro apoyo al desarme universal, desterrando la violencia y la militarización como forma de tramitación de los conflictos públicos y privados, con especial énfasis en la violencia sexual y la erradicación de todas las formas de violencia contra las mujeres.
- Nuestro rechazo a cualquier negación, discriminación, señalamiento a las mujeres por ejercer sus derechos, su autonomía económica, afectiva, reproductiva, sexual, cultural, étnica y política.
- Nuestra voluntad decidida y compromiso político de ser pactantes y no pactadas, de participar y decidir en la implementación y en el cumplimiento del Acuerdo Final.
- Velar por los derechos de las mujeres en las regiones y la defensa de la integridad ambiental y cultural de sus territorios, propendiendo por un modelo económico sostenible y respetuoso de los derechos de la naturaleza y el buen vivir de las comunidades.[6]
La importancia de las declaraciones de los movimientos sociales, sean ellos de indígenas, afrocolombianos, campesinos pobres, mujeres, poblaciones urbanas marginalizadas, es que asumen una posición inequívoca a favor de la paz democrática y en contra de la paz neoliberal. Los grupos sociales más excluidos y discriminados saben que serían ellos los más duramente golpeados por las agresiones que resultarían de la paz neoliberal.[7]
Democracia y modelo de desarrollo
En las últimas décadas volvió a ser dominante en el continente un modelo de desarrollo capitalista basado en la explotación de los recursos naturales. Digo “volvió” porque este fue el modelo que se fortaleció durante todo el período colonial. Pero no se trata del regreso al pasado. El modelo actual es nuevo por la intensidad sin precedentes de la explotación de los recursos y por la diversidad de esa explotación, que incluye minerales, petróleo, madera y agricultura industrial, megaproyectos hidroeléctricos y otros. En vista de su relativa novedad ha sido denominado neoextractivismo. Su aparición es el resultado del enorme impulso provocado por el crecimiento de China y por la especulación financiera sobre las commodities. Este modelo fue tan consensuado entre las élites políticas del subcontinente durante la primera década del milenio que fue adoptado virtualmente por todos los gobiernos, incluso por aquellos que surgían de las luchas populares y asumían una postura nacionalista de perfil más o menos marcadamente antimperialista. En el mejor de los casos este modelo posibilitó un alivio significativo de la pobreza, pero tuvo enorme costos sociales y ambientales: acaparamiento de tierra, expulsión de campesinos, pueblos indígenas y afrodescendientes de sus territorios ancestrales, eliminación física de líderes de la resistencia, contaminación de aguas y tierras, alarmantes aumentos en los índices de cáncer en las poblaciones rurales… fueron y son algunos de los efectos más negativos del neoextractivismo. Además, este modelo se reveló insostenible, y a partir de la crisis financiera de 2008 y de la desaceleración del crecimiento de China comenzó a dar señales de agotamiento y la crisis se instaló en todos los gobiernos de la región que lo adoptaron. Pero las consecuencias sociales y ambientales serán difícilmente reversibles. Los países de desarrollo intermedio, como es el caso de Brasil, abandonaron el dinamismo de su sector industrial, se desindustrializaron, y difícilmente podrán retomar el camino de la industrialización ecológicamente sostenible. Hasta ahora no han sido puestas en práctica las alternativas que han sido propuestas por parte de importantes sectores y movimientos sociales. Por el contrario, los gobiernos buscan jugar con la diferenciación interna del modelo, por ejemplo, dándole prioridad a la agricultura industrial en caso de que se mantengan abajo los precios del petróleo. Por otro lado, abandonan el elemento nacionalista y redistributivo del período anterior y entregan la explotación de los recursos a las empresas multinacionales y la dirección de la economía a los ex ejecutivos de las grandes empresas, sobre todo del capital financiero (especialmente Goldman Sachs).
La paz neoliberal se inserta en este contexto y busca darle más dinamismo, por ejemplo, liberando más tierras para la explotación multinacional. Por el contrario, la paz democrática parte del supuesto de que la elevada concentración de la tierra fue siempre una de las razones centrales de la violencia en Colombia y que por eso será imposible reconciliar la sociedad en el posconflicto si el modelo de desarrollo no se transforma y si no se abre camino hacia un proceso de mayor justicia territorial, como condición previa para una mayor justicia social, histórica, etnocultural, sexual y ecológica.
Esta es tal vez la disyuntiva más problemática con la cual se enfrenta el proceso de paz colombiano y las señales no son muy alentadoras. Colombia es ya uno de los países del mundo con mayor concentración de tierra. Según los datos disponibles, actualmente el 77% de la tierra está en manos del 13 % de propietarios, pero el 3,6 % de estos tiene el 30 % de la tierra. El 80 % de los pequeños campesinos tiene menos de una Unidad Agrícola Familiar (UAF), es decir que son microfundistas. A pesar de la falta de acceso a la tierra, el 70 % de alimentos que se producen en el país proviene de pequeños campesinos (Revista Semana 2012). Según el Informe de Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) del 2011: “Para el año 2009 el Gini de tierras fue de 0,86. Esto indica que si se comparan con el de otros países, se concluye que Colombia registra una de las más altas desigualdades en la propiedad rural en América Latina y el mundo”.
Según Danilo Urrea y Lyda Forero la paz hacia la que apunta el Gobierno del Presidente Santos es una paz neoliberal y no una paz democrática:
Las iniciativas legislativas del gobierno Santos, y sus respectivas figuras y mecanismos de despojo son una clara prueba de esta realidad. Por ejemplo, las Zonas de Interés de Desarrollo Rural, Económico y Social, ZIDRES, permiten la entrega, sin límite de extensión, de tierras baldías a personas jurídicas nacionales o extranjeras, a quienes se les otorga el control sobre el uso del territorio —principalmente en la altillanura o en el Magdalena Medio—[…]. Una alternativa basada en el gran capital, respetando el modelo hacendista, existente desde tiempos coloniales, pero incorporando al juego al capital trasnacional, para lo que se presume necesaria la pacificación de territorios como garantía para atraer la inversión extranjera del aparato corporativo. Se implementa un modelo en el que incluso se le puede otorgar al campesinado la propiedad de la tierra, pero su uso, administración y control están en función de la cadena de producción definida por las trasnacionales, lo que finalmente determina la acumulación de capital e implica la pérdida de derechos sobre el territorio desde nuevas formas e instrumentos de profundización del despojo. En esta forma de territorialización del capital juega un papel protagónico el modelo de financiarización del campo a través de las llamadas bolsas agrícolas y la recolonización rural vía crédito. (Urrea y Forero, 2016)
Los dados han sido lanzados. Las fuerzas políticas y sociales que se mueven por el objetivo de la paz democrática saben cuál es el roadmap. Está pendiente saber si tendrán la fuerza política para guiarse por él.
Democracia y diferencia ética
Uno de los temas más complejos de un conflicto armado es la naturaleza ética de los crímenes cometidos. No me refiero a la intensidad o a la cantidad de los crímenes cometidos. Todas las cifras publicadas sobre la violencia son unánimes en reconocer que la mayoría de las violencias (asesinatos y masacres) fueron cometidas por los paramilitares y por el ejército y las más atroces y crueles fueron cometidas por los paramilitares. Me refiero más bien a la cualidad ética de la motivación que está detrás de la violencia. En las negociaciones que condujeron al fin del Apartheid la superioridad ética del Congreso Nacional Africano (ANC) de Nelson Mandela (que en cierto momento optó por la violencia) en relación con el gobierno del Apartheid fue reconocida. En el caso de Colombia, la cuestión de la diferencia ética se puede poner sobre todo en la comparación entre las acciones de los guerrilleros y las acciones de los paramilitares, de los empresarios criminales o de los mercenarios. La vía de la lucha armada para construir mediante la violencia la sociedad socialista está hoy desacreditada y con buenas razones. En consecuencia, hoy es fácil condenar a los jóvenes y a las jóvenes que a partir de los años sesenta partieron al monte y se unieron a la guerrilla animados por el ideal de luchar por una sociedad más justa. Esta facilidad es traicionera, porque, en tiempos de individualismo y de desertificación ideológica, lleva a la conclusión de que toda la violencia debe ser igualmente condenada o absuelta y que no hay diferencia ética entre los agentes violentos. Si no hay diferencia ética, no hay diferencia política y, por lo tanto, en última instancia, estamos frente a la violencia común. Esta idea de la despolitización de las violencias ha tenido en Colombia un argumento a su favor, la idea generalizada en la opinión pública de que, con el tiempo, los guerrilleros perdieron la ideología y se transformaron en narcotraficantes comunes. En una entrevista a la revista virtual La Silla Vacía, el 4 de enero de 2017, Alfredo Molano comenta al respecto:
La opinión pública se engaña al pensar que las Farc manejan el negocio de los cultivos ilícitos de cabo a rabo, desde la parcela hasta una calle del Bronx. La función de las Farc como movimiento político está centrada en el cobro de impuestos a los cultivadores y a los intermediarios locales. No exportan, no entran en el mercado internacional. Tampoco menudean en Colombia. El mismo Acuerdo de La Habana así lo acepta.[8]
La cuestión de fondo es esta: ¿hay o no una diferencia ética entre el rebelde que comete una violencia con una motivación altruista en nombre de un ideal colectivo de justicia, aunque equivocado, y el mercenario que comete la violencia por dinero? La importancia de la respuesta a esta pregunta tiene menos que ver con la naturaleza del ajuste de cuentas con el pasado que con la construcción de una sociedad más inclusiva en el futuro.
Democracia y renovación política
Una de las más promisorias facetas del Acuerdo de Paz colombiano es el camino que abre para la conversión de los guerrilleros en actores políticos. A mi entender, esta puede ser una ocasión para renovar el sistema político, volviéndolo más diverso y más inclusivo. Para eso, sin embargo, es necesario que se cumplan tres condiciones: la primera es una profunda reforma del sistema político y electoral que permita dar voz y peso a las ventajas de la diversidad y de la inclusión. La segunda es que los guerrilleros se den cuenta de que el mundo cambió mucho desde que se fueron para el monte; muchas de las razones que les llevaron a tomar esa decisión están lamentablemente vigentes, pero las estrategias, los discursos, los mecanismos, los medios, las alianzas para luchar por su erradicación son hoy muy diferentes y no menos complejos; será necesario mucho desaprendizaje para abrirles espacio a los nuevos aprendizajes. La tercera razón es que los nuevos actores políticos tienen que ser reconocidos por la sociedad colombiana como actores políticos con pleno derecho; para eso es fundamental que no sean vistos como criminales comunes arrepentidos; de ahí la necesidad de que se reconozca fuertemente tanto su equivocación como el hecho de que lo hicieron por amor de lo que juzgaban ser el ideal del bien común de los colombianos.
He afirmado que Colombia puede ser el único país latinoamericano que le dé una buena noticia al mundo en la segunda década del nuevo milenio: la noticia de que es posible resolver pacíficamente los conflictos sociales y políticos, incluso los de más larga duración, y de que de tal resolución puede emerger una sociedad más justa y más democrática. Se trata al final de una apuesta cuyo desenlace está en las manos de los colombianos y de las colombianas.
Boaventura de Sousa Santos
Referencias
Bartel, Rebecca (2016), “Underestimating the force of the New Evangelicals in the public sphere: Lessons from Colombia, South America”, in http://blogs.ssrc.org/tif/2016/11/15/underestimating-the-force-of-the-new-evangelicals-in-the-public-sphere-lessons-from-colombia-south-america/ (consultado en 7 de Enero de 2017).
Molano, Alfredo (2015), “Fragmentos de la historia del conflicto armado (1920-2010)”. Mesa de Conversaciones para el Acuerdo de Paz, Bogotá.
Moreno, Javier Giraldo S.J. (2004), Búsqueda de verdad y justicia: seis experiencias en posconflico. Bogotá: CINEP.
Moreno, Javier Giraldo S.J (2015), “Aportes sobre el origen del conflicto armado en Colombia, su persistencia y sus impactos”, in https://www.centrodememoriahistorica.gov.co/descargas/comisionPaz2015/GiraldoJavier.pdf (consultado en 7 de Enero de 2017).
ONIC (2016), “Declaración Política: IX Congreso Nacional de los Pueblos Indígenas de la Organización Nacional Indígena de Colombia – ONIC”, Bosa, 14 de Outubro 2016, in http://www.onic.org.co/comunicados-onic/1523-declaracion-politica-ix-congreso-nacional-de-los-pueblos-indigenas-de-la-organizacion-nacional-indigena-de-colombia-onic (consultado en 19 de Enero 2017).
Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) (2011), Informe Nacional de Desarrollo Humano 2011. Bogotá, Colombia: PNUD.
Revista Semana (2012), “Así es Colombia rural”, in http://www.semana.com/especiales/articulo/asi-colombia-rural/255114-3 (consultado en 19 de Enero 2017).
Uprimny, Rodrigo (2016), “Refrendación progresiva (II)”, El Espectador, 3 Diciembre.
Urrea, Danilo e Forero, Lyda (2016), Paz territorial y acaparamiento en Colombia, in https://www.tni.org/es/art%C3%ADculo/paz-territorial-y-acaparamiento-en-colombia (consultado en 7 de Enero de 2017).
NOTAS
* Este texto hace parte del libro Democracia y Transformación Social, a publicar en Bogotá, por Siglo del Hombre, Abril 2017.
[1] Ver también Giraldo Moreno (2015).
[2] Un disfraz tanto más peligroso en cuanto podemos estar frente a un desdoblamiento del paramilitarismo en dos tipos de paramilitarismo: el paramilitarismo legal, vinculado a compañías privadas de seguridad y otras empresas de apoyo de las Fuerzas Armadas; y el paramilitarismo ilegal, en la línea que lo ha sido tradicionalmente.
[3] Menciono solamente el brillante análisis del teólogo colombiano Javier Giraldo Moreno S.J., en su tesis de grado defendida en la Facultad de Teología de la Universidad Javeriana en 1977, La teología frente a otra concepción del conocer.
[4] César Castellanos, el pastor-vedette de la Misión Carismática Internacional, la megaiglesia que más rápidamente crece en Colombia, habló así recientemente a una multitud entusiasta en Pasadena, California: “we, nosotros, we saved Colombia from being handed over to communists! We saved Colombia from the destructive power of the spirits of homosexuality. We saved the traditional family. We saved Colombia from the ideology of Homo-Castro-Chavismo”. Ver Rebecca Bartel (2016).
[5] Eliminé algunas propuestas por haber perdido actualidad.
[6] La diversidad interna de los movimientos de mujeres, tantas veces poco valorada, está muy presente en el elenco de las organizaciones firmantes: “En el marco de la Segunda Cumbre Nacional de Mujeres y paz suscribimos: mujeres afrodescendientes, negras, raizales, palenqueras, indígenas, rom, mestizas, campesinas, rurales, urbanas, jóvenes, adultas, excombatientes de la insurgencia, lesbianas, bisexuales, trans, artistas, feministas, docentes y académicas, líderes sociales, comunitarias y políticas, exiliadas, refugiadas y migrantes, víctimas, con limitaciones físicas diversas, sindicalistas, ambientalistas, defensoras de derechos humanos, mujeres en situación de prostitución, comunales y mujeres de todos los credos”. Ver Segunda Cumbre de Mujeres y Paz (2016).
[7] Ver la inquietante experiencia comparada en Javier Giraldo (2004). En el momento en que escribo recibo un perturbador comunicado de la Asociación Nacional de Afrocolombianos Desplazados (AFRODES), que ilustra perfectamente las trampas de la paz neoliberal:
“¡AFROCOLOMBIANOS SEGUIMOS PONIENDO MUERTOS!
DENUNCIA PÚBLICA:
LA ASOCIACION NACIONAL DE AFROCOLOMBIANOS DESPLAZADOS -AFRODES- DENUNCIA EL ASESINATO DE UN PADRE Y SU HIJO POR EL GRUPO PARAMILITAR LOS “GAITANISTAS” EN RIOSUCIO-CHOCÓ
A pesar de que estamos avanzado con la implementación del acuerdo de paz, que devuelve la esperanza de poder vivir en un país sin guerra, donde haya justicia y respeto para todos, los paramilitares continúan su accionar criminal contra defensores de derechos humanos sin que las autoridades tomen acciones concretas para proteger a la población civil. Juan de La Cruz Mosquera, de 54 años, y su hijo Moisés Mosquera Moreno, de 30 años, fueron asesinados por los paramilitares los “gaitanistas” en Riosucio-Chocó, Comunidad de Caño Seco, en el Río Salaquí. Un crimen que condenamos y exigimos no quede impune.
Juan de La Cruz Mosquera se encontraba viviendo en condiciones de desplazado en Riosucio, a donde llegaron personas conocidas y le invitaron a viajar a la Comunidad de Caño Seco, en el Río Salaquí, donde los paramilitares tienen una base de mando, la cual se encuentra a pocos kilómetros de la base militar del ejército. Una vez allá le pidieron llamar a su hijo Moisés, que se encontraba en la comunidad de Tamboral, con quien necesitaban resolver un problema; cuando este llegó, el día sábado 7 de enero, de inmediato fue asesinado. Su padre, quien se encontraba retenido por el grupo se enteró de su muerte el día lunes 9; de inmediato los confrontó y estos procedieron con asesinarlo. Juan de La Cruz nació y vivió con su familia en el Río Tamboral. En 1997, bajo la Operación Génesis, huyó con su familia hacia Panamá para salvar su vida. Allá vivió por varios años hasta que fueron repatriados contra su voluntad, teniendo que volver nuevamente a su comunidad.
Juan de La Cruz y su hijo eran familiares de Marino Córdoba, presidente de Afrodes, a quien también le asesinaron un hijo en el mismo municipio a finales del año pasado; hechos que condenamos y del cual no se conoce investigación alguna. Juan de La Cruz era padre de 10 hijos, un hombre de fe, miembro y pastor de la Iglesia Pentecostal, miembro del Consejo Comunitario de la Comunidad de Tamboral, líder comunitario, muy trabajador del campo como agricultor. Un hombre al que el conflicto armado le separó a su familia mientras él se apegaba a su fe en Cristo y buenos ejemplos en su comunidad.
La violencia armada marcó la vida de la comunidad de Riosucio desde 1996, cuando bajo la Operación Génesis más de veinte mil personas fueron desplazadas, hubo innumerables asesinatos y desaparecidos, parte de sus pobladores fueron despojados de sus tierras para facilitar la siembra de palma africana y muchos aún siguen viviendo fuera. El municipio de Riosucio es uno de los más pobres del país, está localizado al norte del departamento del Chocó y su principal actividad económica es la explotación agrícola, la forestal y pecuaria. Antes de la guerra se vivía en comunidad, se compartía sin miedo y se viajaba sin restricciones. Hoy su población vive presa del miedo, secuestrados en su propio territorio, un acto que violenta el derecho internacional humanitario, que rechazamos.
Desde el 2015 los pobladores y organizaciones de derechos humanos han observado un fuerte incremento de hombres armados pertenecientes al grupo paramilitar “gaitanistas” en la región, quienes han llegado a la zona cruzando todos los retenes militares y mantienen control de la población civil sin que ninguna autoridad militar impida su accionar. Juan de La Cruz y su hijo se suman hoy a las decenas de familias asesinadas y desaparecidas en la región, sin que la comunidad pueda denunciar estos hechos por temor a represalias, hechos que además quedan sin investigación y sin identificación de los responsables, mucho menos se obtiene respuesta de las autoridades.
AFRODES exige de las autoridades competentes que estos hechos no queden impunes.
- Exigimos a la Fiscalía nacional se investigue, identifique y judicialice a los responsables del asesinato de Juan de La Cruz y su hijo Moisés Mosquera.
- Exigimos al señor Presidente Juan Manuel Santos, ordenar a las Fuerzas Militares con asiento en la zona, cortar cualquier lazo criminal existente con grupos paramilitares y garantizar la seguridad y la paz en la región.
- Exigimos a las autoridades responsables garantizar seguridad a los familiares del padre asesinado y demás residentes de la zona.
- Solicitamos a Naciones Unidas, el cuerpo diplomático en Colombia y a organizaciones de derechos humanos acompañar a las comunidades y condenar estas violaciones sistemáticas.
Bogotá, 10 de enero 2017”
[8] Ver http://lasillavacia.com/historia/si-las-farc-insisten-en-los-viejos-esquemas-los-habran-emboscado-59215
Deja un comentario